Leer este libro ha significado para mí la constatación de una vieja sospecha, la de que Josep M. Rodríguez piensa cada vez más sus poemas desde la propia poesía. No es posible escribir como si uno fuera el primer poeta, como a veces han pretendido las vanguardias, pero Sangre seca significa mucho más que no caer en ese antiguo pecado de orgullo: convertir el libro de poemas en un brillante ejercicio de realismo. No se trata de ver, constatar y pasar de largo de la disyuntiva iniciática, sino que este libro muestra una elevación de este reconocimiento realista a la altura de un método que consiste en buscar la propia voz precisamente en esa tradición una vez interiorizada a partir de los parámetros que ha fijado la propia inspiración del poeta primero y su propia experiencia de preciso y amante estudioso de la poesía escrita antes de él que, justo aquí y ahora, le es necesaria. El poema avanza pues con la misma intensidad en los dos territorios a la vez, el de la historia personal y el de la colectiva. Se trata de alejarse de la pretensión del malditismo que busca la propia maldición, ya que no hay más que un camino, el del poema, y por ese transitamos todos en un tiempo que no es aún el de las condenas ni las originalidades. En ese solitario avanzar en la dirección de la certidumbre del peso de la tradición es donde estos poemas encuentran y desenvuelven su razón de ser más profunda y, por tanto, el camino de su propia verdad.
Josep M. Rodríguez piensa, pues, sus poemas desde la poesía pero dando un paso más del que representa la utilización en la propia obra de la poesía escrita por los poetas anteriores, una operación magistralmente llevada a cabo, por ejemplo, por Jorge Luis Borges. La obra de Josep M. Rodríguez y, sobre todo, Sangre seca, es como una renovación del "Lorsque,/.../ le Poète apparaît en ce monde ennuyé", con otra consecuencia menos aparatosa que la de Baudelaire pero no menos contundente: el poeta se encuentra en ce monde ennuyé con la poesía escrita hasta entonces, una maravillosa, imprescindible preexistencia, y a partir de ahí teje, a la vez que sus propios poemas, las señales que indican como el libro que va componiendo busca y encuentra su lugar en ese territorio poético previo, que pasa a ser, de alguna manera, el propio. Como tejer una pieza mayoritariamente con una lana pero incorporando de vez en cuando otra madeja distinta que dará otro aire –otro significado– al poemario. Esto lo logra, en primer lugar, con citas literales o referencias explícitas estratégicamente escogidas y colocadas en una relación muy profunda con los propios versos, y que acaba formando parte del poema final. Pero estas referencias pueden ser implícitas, a veces apenas un aroma, una lejanísima evocación, tanto que el lector dudará de si no es imaginación suya, como este Hemingway de "A este lado del río". Pero esta sutileza forma parte de la fuerza delicada y a la vez implacable de esta poesía: los propios tres capítulos del libro no tienen más título que la cita de dos poetas y un novelista, cuyas palabras, pues, no se usan como título, sino que son estos títulos. Se está ante un poeta que lleva a cabo una búsqueda en la que la originalidad nunca lo es más que por lo que logra aportar a una obra de la que es inseparable, como este Lorca que sirve de catapulta para lanzar, cuatro versos después, ese "Los buitres que construyen en tus ojos su nido", y para tender un invisible puente entre ese poema –"Tumba abierta de un niño"– y "Material infancia", dieciséis poemas más adelante. Todo esto sin dejar de ser parte de un tratamiento peculiar de la niñez: proustiano pero imponiéndole la concisión y austeridad de la poesía, atravesando medio libro hasta "Preparativos para el viaje", la cumbre de los poemas en torno a ese tema.
La sutileza a veces aparece bajo la apariencia de una mera descripción hasta que el poema de pronto estalla y extiende sus lágrimas, como ese casi Dostoyevski de "Si el lenguaje no existe, todo está permitido". O el casi vulgar final "Que se repita" del poema "Estrella fugaz", ya en ese territorio de las verdades imprevistas que, a veces, parecen tener la voluntad de ser banales, y que acaban siendo sublimes, como de nuevo ocurre en otro verso final, "también el agua sucia apaga el fuego", o cuando preparar un desayuno es, de repente, Silvia Plath, es decir, hablar de la vida y de la muerte. O versos que de pronto evidencian el orden impuesto a golpes por esta poesía, como este "Cae la nieve sobre la realidad, modificándola".
Para todo esto Josep M. Rodríguez necesita llevar el mismo nivel de precisión a todos los rincones y etapas del poema. A sus primeros esbozos como a sus últimos retoques, tanto por lo que se refiere al fondo como a la forma, todo a la vez, convirtiendo el poema en un navío con una extraña y heterogénea tripulación que trabaja a la vez y que con frecuencia parece ni conocerse entre sus miembros, para lograr esa travesía de mínima distancia y máxima velocidad que le permite alcanzar ese lugar que sólo conoce el poeta, pero que resulta ser, precisamente, el lugar al que deseaba ser llevada la persona que lee el poema.
Quiero decir que Sangre seca es un libro de alguien que conoce a fondo su oficio de poeta: como dice en otro de sus finales, la poesía le "ha despertado muchas otras noches" y sabe "que es el mismo tren y que está más cerca".
Josep M. Rodríguez es un poeta en constante búsqueda expresiva de la forma en ese territorio que nada la distingue del fondo: esto quiere decir también la asunción de una fuerte dosis de inseguridad, la del conocimiento del propio precipicio, puesto que por su borde es por donde ha de caminar el poema. No basta saber que sin riesgo no habrá nunca poesía, sino que hay que tener terror a que esto ocurra. De ahí la obsesión de este poeta por marcar hasta el ritmo de la lectura del poema, eso sí, sin perder nunca su inteligibilidad.
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Un libro en suma de alguien al que como divisa yo pondría ese otro verso suyo que tiene todas las resonancias que quienes lo leemos sepamos y podamos, felices, encontrarle: "Oscuro el corazón y el verso claro".
*Joan Margarit escribió este texto como epílogo al libro Joan MargaritSangre seca (XXIV Premio Ciudad de Córdoba Ricardo Molina).
Leer este libro ha significado para mí la constatación de una vieja sospecha, la de que Josep M. Rodríguez piensa cada vez más sus poemas desde la propia poesía. No es posible escribir como si uno fuera el primer poeta, como a veces han pretendido las vanguardias, pero Sangre seca significa mucho más que no caer en ese antiguo pecado de orgullo: convertir el libro de poemas en un brillante ejercicio de realismo. No se trata de ver, constatar y pasar de largo de la disyuntiva iniciática, sino que este libro muestra una elevación de este reconocimiento realista a la altura de un método que consiste en buscar la propia voz precisamente en esa tradición una vez interiorizada a partir de los parámetros que ha fijado la propia inspiración del poeta primero y su propia experiencia de preciso y amante estudioso de la poesía escrita antes de él que, justo aquí y ahora, le es necesaria. El poema avanza pues con la misma intensidad en los dos territorios a la vez, el de la historia personal y el de la colectiva. Se trata de alejarse de la pretensión del malditismo que busca la propia maldición, ya que no hay más que un camino, el del poema, y por ese transitamos todos en un tiempo que no es aún el de las condenas ni las originalidades. En ese solitario avanzar en la dirección de la certidumbre del peso de la tradición es donde estos poemas encuentran y desenvuelven su razón de ser más profunda y, por tanto, el camino de su propia verdad.