"El Gótico no acaba de morir,/ ni despunta la luz en el Renacimiento./ Una vez más cabalgo por un otoño idiota". Las palabras que Luis García Montero (Granada, 1958) dibuja en A puerta cerrada (Visor), su nuevo poemario, no son ligeras. Un lamento recorre el volumen —más agudo que el de Vista cansada (2008)—, una incomodidad, un no encontrarse. No es que él mismo no lo sepa. El título, que ha "pedido prestado a Sartre", hace referencia a Huis clos, la obra teatral en la que el filósofo exploraba la idea de que "el infierno son los otros". "Pues es verdad", admite el granadino, "pero como al final en los otros estamos nosotros, pues hay que asumir que en el infierno está nuestra propia proyección".
En esta habitación que el poeta construye desde 2011 hay un refugio contra el cinismo, contra el agotamiento del yo, contra la desesperanza. Mientras, la vida sigue, igual que sigue ahora que viaja a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México), y hay que hacer presentaciones y escribir artículos y dar clases. Y hay que seguir siendo también el Premio Nacional de Literatura, el Premio Nacional de la Crítica, el Premio Adonais, el maestro de una nueva generación de autores. A puerta cerrada se lleva a cabo, sin embargo, un proceso de demolición: "Yo rompo lo que soy/ para poder estar conmigo mismo". Hay un final feliz. O eso dice.
Pregunta. Estaba escribiendo este poemario cuando se le cruzó el anterior, Balada en la muerte de la poesía (Visor, 2016). ¿Qué pasó?Balada en la muerte de la poesía
Respuesta. Empecé este poquito después de terminar Un invierno propio, que saqué en el 2011. Muy avanzado ya el libro, en el 2015, participaba yo en un congreso en Italia sobre el futuro de la poesía, y se hablaba sobre la actualidad de la poesía, sobre su muerte, "malos tiempos para la lírica", etcétera. De pronto, tuve la necesidad de tomarme en serio el asunto y preguntarme qué me pasaría a mí si yo viviese la muerte de la poesía, si me enterara por la prensa. Entonces, en aquel congreso escribí un par de poemas en prosa para dar mi respuesta y luego tuve la necesidad de seguir escribiendo y contar hasta su entierro con esa idea de que si muere la poesía, muere más que un género.
Pero la verdad es que yo lo aproveché también de manera interesada. Conforme van pasando los años, el peligro para mí es la repetición. No añades nada nuevo, sino que acumulas cosas y a veces utilizas la receta de lo que ha tenido éxito, interesadamente o no. Eso te da una sensación de cosa usada o de poca verdad. En la redacción de este libro tenía la impresión de repetirme. Con Balada en la muerte de la poesía intenté escribir algo completamente distinto para pegar un tirón de mí mismo, y luego volver a lo que hacía siempre pero con un equipaje nuevo.
P. Cuando volvió a A puerta cerrada, ¿en qué notó ese viaje?A puerta cerrada
R. Cuando en la Balada en la muerte de la poesía vuelvo a casa tras el entierro y empiezo a escribir con la idea de que hay que renacer, eso —aparte de la escritura del poema en prosa y otra forma de relacionarme con las metáforas— lo que me dio a mí fue la necesidad de buscar acuerdos y motivos de esperanza en un libro que era muy duro. A puerta cerrada es un libro de crisis profunda con una visión muy negativa de la vida y un pesimismo que me invitaba a darme por derrotado. Tenía que ver con la crisis de la política pero también con una crisis personal muy fuerte. Volví, aceptando lo descarnado de la crisis pero encontrando otros motivos para seguir.
P. En los primeros poemas aparece un cierto temor hacia el cinismo, hacia una excesiva distancia con el mundo. Pero conociendo su actividad, digamos, extraliteraria, sorprende. ¿Por qué ese miedo?
R. En la poesía se extrema algo que nos ocurre a todos. Nosotros tenemos nuestra intimidad, lo que ocurre en el espacio de lo privado, y cuando salimos a lo público intentamos adecentar lo que somos, no salir con las manchas que tenemos. En momentos difíciles, no me cabe duda de que una salida es el cinismo y el relativismo. Nada tiene arreglo, todo da igual, aprendo a reírme de o a sentirme al margen de o superior a… Es una salida muy generalizada: una de las enfermedades más graves de la cultura neoliberal es el cinismo. En el fondo de la condición más negativa está esa idea de lavarse las manos porque nada tiene arreglo y esto ya se ha acabado. Es la consecuencia de la muerte de los grandes relatos, y sí, a veces la tentación de renuncia, de llevar la ironía no al conocimiento de la verdad o al resquebrajamiento del dogma, sino a la apuesta por la nada, o a una fantasía de invulnerabilidad donde nada te afecta, eso me ha acosado con frecuencia en estos años.
P. ¿Por qué?
R. Han sido años de crisis política, que ya no es solo la ideología neoliberal, sino la descomposición de la izquierda en la que he militado siempre y que no fue capaz de articularse para dar una respuesta al dominio de la derecha. El cinismo y la cólera, que es otro sentimiento que creo que hay en el libro. Pero ahí acudí a la poesía y a Rubén Darío para buscarme la complicidad del lobo. Hay un maravilloso poema suyo que se llama “Los motivos del lobo”. Cuando San Francisco está hablando con el hermano lobo, este le dice “Hermano Francisco, no te acerques mucho”, porque no responde de sí mismo. En el lobo he intentado encajar esa parte de indignación, de cólera, de venganza, de ganas de romperlo todo, del grito que a veces te asalta. Después, desde la poesía, he buscado una serenidad para dialogar con el lobo en busca, no de la mordedura, sino de un espacio de esperanza.
P. Pero al menos esa cólera sí permite cierta cercanía, no es la ruptura total del diálogo que supone el cinismo.
R. Sí, es un primer aliado contra el cinismo. Mientras esto pase, esto me afecta. Si soy capaz de convertirme en un lobo, es porque no me abandono. Y eso tiene mucho que ver con lo que leo y me preocupa. En el debate de la posverdad, por ejemplo. La poesía es para mí el espacio en el que yo puedo seguir teniendo una relación personal con la verdad. Es el sagrado, para no creyentes religiosos, que te invita a sentarte y a pensar sin ningún tipo de engaño y ninguna estrategia, en un diálogo lo más directo posible con tus convicciones, con las miserias de tu vida y con la búsqueda de esperanzas que no sean paraísos falsos sino que te puedan resultar verosímiles. Y después, todo lo que podemos discutir: una verdad que no tiene que ver con el dogma ni con el fundamentalismo, sino con las convicciones y con la honestidad de relacionarte con tu propia conciencia.
Te cuento una cosa. Estuve el otro día en la cárcel, porque la Universidad de Granada ha hecho un convenio con el centro penitenciario de Albolote, y los presos hacen clubes de lectura y habían organizado una exposición de dibujos a partir de poemas míos. Me emocioné mucho, porque vi que había gente que había utilizado unos poemas, en los que yo escribía sobre la soledad, sobre la libertad o sobre el miedo o sobre la culpa, y los habían llenado con su miedo, con su culpa, con su falta de libertad. La poesía es un lugar que se habita. Me preguntaba uno que qué era poesía, y yo le decía: “Mira, imagínate que yo vengo aquí a darte ánimo, a decirte que no pasa nada, lo bonita que es la cárcel, que lo que hace falta es salir pronto…”. Te estaría mintiendo. La cárcel es una putada. La poesía es ese lugar en el que yo no puedo mentir, en el que cualquier solución tiene que salir en un ámbito que no sea el del engaño. A partir de ahí, puedo pensar en el lenguaje y en la sociedad. Me reciben en el centro penitenciario de Albolote, pero el poder de las palabras es utilizado para engañar: eso es un eufemismo, esto es la cárcel, no un centro penitenciario. La poesía es rechazar eso.
P. En Balada en la muerte de la poesía se preguntaba sobre los límites del yo poético, que acababan siendo una cárcel. ¿Ese A puerta cerrada es también un encierro?Balada en la muerte de la poesíaA puerta cerrada
R. Hay un poema que se basa en la idea de rehabilitación. Hace un tiempo tuve un accidente y me partí una rodilla y un hombro, y estuve yendo muchos meses a rehabilitación para poder recuperar la movilidad. Sentí que estaba haciendo un proceso de reconstrucción de la propia identidad. La poesía lo que te enseña es que la verdad no es un punto de partida ni tiene que ver con la espontaneidad. La gente que se cree original diciendo lo primero que se le ocurre, repite como un loro lo que ha oído 20 veces. El poeta que se pasa el tiempo buscando las palabras precisas representa al ser humano que quiere hacerse dueño de sus opiniones. Es un proceso de disciplina personal. En ese sentido, todos somos alumnos de Juan Ramón Jiménez, que usaba la poesía como ejercicio de depuración personal para encontrarse a sí mismo.
El personaje poético es un ámbito de ficción, porque la ficción no es un debate entre verdad y mentira, sino una puesta en marcha de imaginación moral para intentar ver mundos posibles y alternativas a la realidad según el propio deseo. Yo no estoy determinado a ser esto, yo puedo plantearme ser otra cosa y no imponerme lo que quiere para mí la sociedad. La construcción del personaje poético es la construcción del propio carácter, y para eso la memoria es un esfuerzo que forma parte del presente, porque es la negociación que desde tu realidad de hoy quieres hacer con tu pasado, y olvidas cosas, eliges cosas, y lo conviertes en el sostén de tu identidad. Uno de los presos en la cárcel había escogido un poema breve de Vista cansada: “Lo peor no es perder la memoria/ sino que mi pasado se olvide de mí”.
P. La memoria aparece de nuevo aquí tanto como preocupación ética como material poético. ¿Se acerca uno de forma distinta a la memoria conforme va pasando el tiempo?
R. Cuando va pasando el tiempo y te queda menos por delante, cobra más importancia lo que tienes por detrás. El estar a bien con lo vivido. Y te preguntas de qué manera puedes hacerlo sin ser un mero reproductor. En las preocupaciones que yo tengo ahora, la memoria de la poesía y la literatura tiene mucha importancia, porque ya no se trata simplemente de homenajear al pasado o de sentirme heredero de los poetas que a mí me han formado, sino que hay una necesidad de responder de manera inmediata a la reglas de juego del mundo en el que vivimos, y que ha convertido el tiempo en un objeto de consumo, en algo de usar y tirar. Buena parte de lo que nos pasa es que el tiempo así entendido ha roto los vínculos que conforman la comunidad. Cada vez es más difícil que haya un diálogo generacional, yo siempre repito que estoy harto de ver a muchos viejos cascarrabias que creen que los jóvenes son tontos, y a muchos jóvenes adanistas que se creen que lo están inventando todo y que no tienen nada que aprender de sus mayores.
Esto afecta a la literatura también, porque la literatura, como escritura que crea sentido, es el ámbito más claro de diálogo generacional. Un poeta de hoy no puede escribir sin sentirse heredero de Beaudelaire o de Garcilaso, y no puede creer que la historia acaba en sí mismo. Vendrá alguien, y si has tenido talento recogerá tu herencia actualizándola a tu tiempo. Eso entra en contradicción con la lógica que estamos viviendo, donde los nuevos medios mueven miles de noticias en un día y todas envejecen de la mañana a la tarde. Todo nace con fecha de caducidad, y también nosotros. Lo que antes era un ejercicio de admiración y de convicción política al recoger la herencia de Rafael Alberti, de María Teresa León, de María Zambrano, de Jaime Gil de Biedma, ahora forma parte de mi necesidad de testimoniar que quiero habitar en un espacio que no sea un tiempo de usar y tirar.
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P. ¿Pero se puede, utilizando la misma y única memoria que uno tiene, construir otro relato distinto sobre uno mismo?
R. Desde el punto de vista político tenemos motivos para pensar mal de muchas cosas y para sentir que muchas cosas han fracasado. Las banderas están llenas de sangre. Pero no podemos identificar el pasado con esa historia de la decepción, porque hay cosas que han salido bien y gente con la que no solo has vivido buenas cosas, sino que has terminado bien también, y se conserva esa huella. Y hay luchas que han salido bien. Y haríamos mal en negar lo que se ha ido conquistando poco a poco. La memoria, que te da experiencia del mal para ser precavido, te puede dar razones también para la esperanza.
"El Gótico no acaba de morir,/ ni despunta la luz en el Renacimiento./ Una vez más cabalgo por un otoño idiota". Las palabras que Luis García Montero (Granada, 1958) dibuja en A puerta cerrada (Visor), su nuevo poemario, no son ligeras. Un lamento recorre el volumen —más agudo que el de Vista cansada (2008)—, una incomodidad, un no encontrarse. No es que él mismo no lo sepa. El título, que ha "pedido prestado a Sartre", hace referencia a Huis clos, la obra teatral en la que el filósofo exploraba la idea de que "el infierno son los otros". "Pues es verdad", admite el granadino, "pero como al final en los otros estamos nosotros, pues hay que asumir que en el infierno está nuestra propia proyección".