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Martín Caparrós: "Los españoles no han conseguido superar la pérdida del imperio"

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Ni América Latina, ni Latinoamérica, ni Hispanoamérica. Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) tiene otro nombre para esa veintena de países engarzados por una misma historia, una misma cultura y un mismo idioma. La clave está en la eñe, dice, esa letra estrafalaria que solo los hablantes del español consideramos pedestre. Ñamérica. Y ese bautismo es también el título del último libro del periodista y escritor argentino, un volumen de más de 600 páginas en el que se propone lo imposible: tratar de desgranar diferencias y similitudes entre esos países, qué une y qué separa a sus cientos de millones de habitantes, qué es esa cosa que él llama Ñamérica. Si es que es algo. 

Alguien en Guatemala, o en Ecuador o en Uruguay quizás le maldiga en cuanto eche mano al libro. ¿Qué hace un argentino hablando de los latinoamericanos en general? Y no cualquier argentino: ¡un argentino que vive en España! Caparrós justifica su osadía. "Podría argumentar que la distancia aminora mi argentinidad", dice, medio en serio medio en broma. Pero también saca credenciales: sus viajes de norte a sur del continente, su colaboración de dos décadas con la Fundación Gabo, levantada por el Nobel colombiano para defender el nuevo periodismo latinoamericano, y los "ñamericanos de todos los países" que ha conocido a través de ella. Si la argentinidad era un lastre, allí, explica, la fue limando. Lo de vivir en España se lo van a tener que perdonar. 

PREGUNTA. El Hambre, Ñamérica… ¿Por qué esa voluntad de abordar temas que desde su misma esencia son inabarcables?El HambreÑamérica

RESPUESTA. Para estar seguro de que voy a fracasar. Mira si abordara un tema abarcable y me saliera bien... Con esto estoy ya seguro de que no voy a conseguirlo. Yo también me lo pregunto, y fuera de los chistes, no tengo una respuesta. Me atrae la posibilidad de intentar entender. Hay otro peor, que acá nunca circuló, un libro que se llama La voluntad y tiene cinco tomos, una historia de la guerrilla en Argentina en los sesenta y setenta. Imposible. 

P. ¿La idea del libro viene de su serie de crónicas sobre ciudades latinoamericanas?sobre ciudades latinoamericanas

R. No, se me ocurrió hace cosa de tres años, en un momento muy preciso que además recuerdo, cosa que normalmente no me pasa. Era un encuentro de periodismo latinoamericano en San Salvador, organizado por un digital muy peleón que hay allí que se llama El Faro. Estábamos hablando de qué es América Latina y pensé que iba a repetir todos los lugares comunes que ya me conocía, y me dio pudor. Dije: pero debería poder decir otra cosa más allá de los clichés, podría tratar de entender en lugar de seguir repitiendo. Me da la sensación de que la mayor parte de lo que pensamos sobre la región tiene que ver con realidades un poco viejas o un poco distorsionadas.

P. ¿Y las ciudades?

R. Lo de las ciudades vino porque el cliché que siempre me había molestado más era esto de un continente lleno de naturaleza y selvas, que no era para nada mi experiencia. Y efectivamente hace 50 años la mitad de la población era rural, pero ahora solo lo es el 20%. El 80% de la población es urbana, lo que la hace en proporción la región más urbanizada del mundo. Si este ha sido el gran cambio de los últimos 50 años, me parece que una manera de entrar en esta indagación es yendo a las ciudades principales a ver qué son.

P. ¿Contra qué otros clichés o lugares comunes se revolvía en ese intentar entender?

R. El primer cliché que se me ocurre es el de la violencia. Parece claro que Ñamérica es la región más violenta del mundo, o una de las más violentas, y para tratar de pensar si eso era así, cómo y por qué, empecé por ver cuántas muertes violentas había habido en los distintos continentes en el siglo XX. Resulta que en Europa hubo alrededor de 80 millones, con guerras y hambrunas; en Asia, alrededor de 100 millones; en África, entre 15 y 20 millones, con las guerras de liberación y demás; y en América Latina, en todo ese periodo, menos de 2 millones, que es muchísimo pero es infinitamente menos que en cualquier otro lugar. ¿Entonces resultaba que América Latina era la zona menos violenta del mundo? Es totalmente contraintuitivo. Y por un lado sí, porque esa violencia que mató a tanta gente durante el siglo XX era violencia pública, ejercida por Estados, Estados que se mataban entre sí o que reprimían a los ciudadanos. En Ñamérica no hubo prácticamente guerras entre Estados en los últimos 150 años, y sí hubo represión, pero no llegó a los niveles de otros países, de Alemania, de Rusia, de China, de la India, de España o de Italia.

P. ¿Qué pasó entonces?

R. Lo que pasó es que en los años ochenta y noventa, la gran época de las privatizaciones, se privatizó también la violencia en América Latina, en el sentido de que dos o tres grupos de empresarios empezaron a usarla para sus intereses comerciales. Grupos de empresarios que hacían lo mismo que habían hecho siempre los ricos: extraer materia prima, procesarla muy poco y exportarla, algo que se lleva haciendo desde las minas de Potosí en el siglo XVI. En este caso, era la coca: extraían coca y exportaban cocaína, para lo cual necesitaban un apoyo armado fuerte. Con lo cual, armaron a una buena cantidad de gente, y una vez que tenían a esa gente armada le dieron algo más de trabajo, porque a ningún patrón le gusta que sus trabajadores se rasquen… la cabeza. Un secuestro por aquí, un asesinato por allá, una extorsión. Eso introdujo un grado de violencia privada muy fuerte en algunos países, es cierto, pero también hay que ver cuáles son. Esa violencia, medida en homicidios por cada 100.000 habitantes, es muy fuerte en México, en el norte de América Central, en Venezuela y en Colombia, donde ahora está bajando. Los otros 15 países están en la media mundial, no son ni más ni menos violentos que el resto. Entonces ¿de dónde viene esa idea?

P. Uno de los ejes de análisis es que hay grandes diferencias entre los países que forman esta zona. Desde el principio se pregunta si existe esa Latinoamérica entendida como conjunto homogéneo. Después de hacer este viaje, ¿existe para usted esa Ñamérica, o le suena más a construcción?

R. Existe porque fue construida —nada existe por sí mismo—, pero existe. Con sus enormes diferencias. Como cualquier espacio, tiene dentro de él subespacios que de algún modo se unen a partir de ciertas cosas. En este caso, el idioma es muy fuerte: que haya 20 países que hablan el mismo idioma no sucede en ningún otro lugar del mundo, más bien al contrario. Y con el idioma viene toda una historia, unas formas culturales, una religión, mal que me pese. En Ñamérica es muy curioso lo claro que está de dónde venimos. Hubo básicamente tres o cuatro corrientes migratorias muy definidas, cosa que no ocurre en otros lugares. Hubo una corriente que llegó de Asia hace 20.000 años, cruzaron por el estrecho de Bering, que luego se cerró, y durante 15.000 años no vino más nadie. Luego, en el 1500, llegaron los españoles, conquistaron, invadieron. En el siglo XVI y XVII esos mismos trajeron violentamente africanos para trabajar como esclavos. Y en el siglo XIX y principios del XX llegó una nueva ola de europeos pobres; llegaron cuando estaba todo más o menos formado, pero comparativamente eran muchos. Entre esas cuatro oleadas estamos todos, en la misma amalgama. Esto no quiere decir que seamos todos iguales.

P. La unidad supranacional más cercana que tenemos aquí es la Unión Europea, que no se percibe como una unión entre países iguales, sino que un acuerdo al que se llega como estrategia política. No estaríamos hablando de esto.

R. No, no hablo en términos políticos, sino culturales o sociales. No hay una unidad política, más bien todo lo contrario: lo que hemos hecho durante los últimos 200 años ha sido desunirnos, crear unidades distintas allí donde no existían. Se llaman países, y cada uno de ellos está hecho para convencer a sus habitantes de que los de enfrente son sus enemigos, o al menos lo suficientemente distintos como para desconfiar de ellos. Ese ha sido el trabajo de las élites de la región durante los últimos 200 años, y lo han hecho muy bien.

P. Aunque en el libro no se centre en el qué debería ser, sino en el qué es: ¿debería haber una unión política en Latinoamérica?

R. La verdad es que ese tipo de cosas no me calientan. Me calienta la idea de que no haya países, no de que los países se unan. Me parece que la cosa no tiene que ver con las unidades nacionales, sino con la forma de reparto de la riqueza, que es lo que realmente es grave en América Latina. No por nada siempre se dice, y es bastante cierto, que es la región más desigual. No es la más pobre, pero sí de las más desiguales. Y tratando de explicarme por qué, creo que tiene que ver con la forma de apropiación de la riqueza en Ñamérica, que es consecuencia del poder político.

P. ¿No es así en otras regiones?

R. Según la teoría clásica, quienes tienen poder económico consiguen poder político. En Ñamérica, eso no se cumple, sino lo contrario: es el poder político el que te da el poder económico, en la medida en que el poder económico viene de la extracción de materias primas, que necesita del poder político. Desde la conquista hasta ahora. Y eso produce dos efectos muy notorios: si tu riqueza depende de la extracción, no necesitas mucha mano de obra, y si depende de la exportación, no necesitas mercado interno. Si a los pobres no los necesitas ni para trabajar ni para consumir, te resulta muy barato tirarlos al margen y olvidarte de ellos, siempre y cuando el Estado te ayude reprimiéndoles cuando es necesario o dándoles alguna limosna. Esa es la razón por la que la desigualdad es tan grande: porque se puede.

P. ¿Diría que esos tres elementos que ha mencionado, la desigualdad, la economía extractivista y la relación entre poder económico y político son constantes a lo largo del territorio?

R. Son constantes. Desde el extremo venezolano, donde el 98% de sus exportaciones vienen del petróleo, hasta el extremo uruguayo, que tienen ovejas y vacas, pero también servicios bancarios y turísticos, la matriz extractiva-exportadora se mantiene.

P. Al inicio del libro menciona Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, y habla del contexto de producción del libro, de las ideas a las que servía, y de cómo esas ideas quizás ya no sean útiles. ¿Qué espacio cree que ocupa hoy el imperialismo a la hora de hablar de Ñamérica?Las venas abiertas de América Latina

P. Sospecho que hay que repensar la idea de imperialismo. Comparando la geopolítica actual con lo que era cuando ese concepto se acuñó, hace ya más de 100 años, los cambios son tantos que probablemente ya no sea tan útil como concepto. Llamar a un sistema imperialismo es pensar en un centro del poder concreto, situado, visible, algo que pudo aplicarse a Gran Bretaña, a Estados Unidos, pero ahora lo que hay es un poder más difuminado, concentrado pero no localizado. El centro de poder mundial ya no se sabe dónde está, en la medida en que hay un poder económico que no está en ninguna parte sino en todas, y en la medida en que todavía no hay instituciones políticas acordes a esa nueva forma de poder económico.

Por otro lado, en América Latina el gran imperio del siglo XX fue claramente Estados Unidos, y ya no es. A Estados Unidos dejó de interesarle América Latina. La idea del patio trasero, que duró hasta los ochenta, un patrio trasero que servía para explotar sus riquezas, un patio trasero que había que controlar y para lo cual no se desdeñaban intervenciones militares… todo eso se fue desarmando. Creo que también por la globalización y por los cambios técnicos. Ya no importa que las riquezas estén a mil kilómetros o a cuatro mil. Y tampoco importa tener bases militares en el norte de Ecuador, porque con tener unos misiles en Oklahoma te da lo mismo. La ocupación económica, política y militar ya no se decide por cercanía.

P. En los últimos años se ha vuelto a hablar en España del Imperio, se ha defendido la gloria española contra la leyenda negra… ¿De qué manera la imagen de nuestra propia historia sigue condicionando la relación de España con América Latina?

R. Los españoles siguen imaginando que hay una relación equivalente y unívoca entre un país de 45 millones de habitantes y veinte países de 450 millones de habitantes. ¡No! ¡No es lo mismo! España se debería poder relacionar con México, con Ecuador, con Uruguay, con Chile… Cuando empecemos a hablar de cómo están las relaciones entre España y Colombia, ahí vamos a estar empezando a formar una estructura razonable de relación. Pero mientras los españoles sigan pensando que se tienen que relacionar con América Latina, está todo mal, es que no han conseguido superar la pérdida del imperio. Y de hecho no han conseguido superarlo, pero bueno. Me gusta citar a este respecto el Premio Cervantes, que se da un año a un español, ciudadano de un país de 45 millones de habitantes, y un año a un latinoamericano, ciudadano de uno de los veinte países con 450 millones. Mientras España no se convenza de que es uno entre veintitantos, no va a tener relaciones con nada, porque solo se relaciona con algo que tiene en su cabeza.

P. ¿Porque sigue siendo así en 2021?

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R. Todo esto es resultado de ese último intento español de aprovechar América Latina, en los ochenta o noventa, cuando por un lado se presentaron como los intermediarios entre Europa y América Latina para conseguir negocios, y por otro lado se pusieron a comprar empresas privatizadas. Eso no funcionó, así que ya es hora de que empiecen a pensar que esa idea de España por un lado y América Latina por otro no estaría resultando, y hay que imaginar otra cosa. Para que los Estados se den cuenta de esas cosas es necesario mucho tiempo o un sacudón muy fuerte. Y en este caso el sacudón no lo veo: ¿qué podría pasar?

P. ¿Cuál ha sido el momento en que se ha sentido más parte de esa Ñamérica como espacio común? ¿Y en qué momento se ha sentido más ajeno a ella?

R. Lo primero que se me ocurre es un momento de mucha distancia que cuento en el libro. Estaba en un pueblito cerca de Oaxaca, donde una señora me contaba con mucha convicción cómo dos mujeres del pueblo se transformaban en una especie de espíritus malignos que atacaban a una pariente de esa señora, porque la pariente había tenido un niño y en cambio una de estas mujeres no podía embarazarse, y entonces ellos se hacían cruces para protegerse, en fin, toda una historia que para mí era como si me hablaran en japonés. La proximidad solía sucederme en Oaxaca mismo, a 20 kilómetros de ese lugar, donde hasta antes de la pandemia —y espero que también después— hacía todos los años un taller en el que ocho escritores o periodistas de la región venían con libros en marcha. En esa semana, todos leíamos todos y discutíamos cómo se podían llevar adelante. Eran ocho con ocho acentos distintos, y yo, pero esa sensación de que estábamos trabajando con un idioma común, en un sentido fuerte de la expresión, era muy intensa.

Ni América Latina, ni Latinoamérica, ni Hispanoamérica. Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) tiene otro nombre para esa veintena de países engarzados por una misma historia, una misma cultura y un mismo idioma. La clave está en la eñe, dice, esa letra estrafalaria que solo los hablantes del español consideramos pedestre. Ñamérica. Y ese bautismo es también el título del último libro del periodista y escritor argentino, un volumen de más de 600 páginas en el que se propone lo imposible: tratar de desgranar diferencias y similitudes entre esos países, qué une y qué separa a sus cientos de millones de habitantes, qué es esa cosa que él llama Ñamérica. Si es que es algo. 

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