LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
La “contienda atronadora” es más ruido que parálisis: cinco acuerdos entre PSOE y PP en la España de 2024

La memoria en la cocina

1

Clara Morales

Raquel Martos no consigue decidirse. ¿Cuál sería ese plato que elegiría entre todos, esa comida que le vincula, por encima de todas, a un recuerdo feliz? "Filetes rusos con tomate", dice finalmente. El plato de infancia, asociado a la piscina y las vacaciones y las tardes interminables y libres, sin deberes ni compromisos. Pero sigue: "Y cuando tienes hermanos compartes algunos. Para mi hermana, es el pollo asado en la bandeja del horno… pero claro, también es mío". Un plato compartido que invita a pensar en quien cocinaba, en aquella casa, en esa cocina tan estrecha o tan luminosa. Pero hay otro más: "Platos de cuando estabas mala... Recuerdo un pescado hervido con patata, cebolla y limón... Era como un mimo". Se podría pasar la tarde, dice, enumerando. Y en parte por eso nació Los sabores perdidos (Ediciones B), su tercera novela, construida en torno a la cocina hasta el punto de estar trufada de recetas reales, elaboradas por la chef Gabriela Tassile y perfectamente integradas en la narración. 

"Nos conocemos desde hace algunos años", dice la periodista, recién salida de su colaboración en el programa Julia en la Onda, de Onda Cero, "y el asunto de la comida estaba muy ligado a nuestras conversaciones. En una de esas, hablando de ligar la emoción y los recuerdos, empezamos a ver una lucecita". La lucecita era la colaboración, cada una en su campo, para un libro que mezcla ambos. Martos construye el grueso del volumen, una historia que se desarrolla en torno a un taller de "cocina emocional". Los asistentes acuden a una casa apartada del mundanal ruido, en la sierra de Madrid, para, durante un fin de semana, dedicarse a construir los platos que unos y otros han elegido. Una labor de arqueología que rescata otros lugares, otras épocas y también otros momentos vitales —algún plato prefigura, incluso, algún momento futuro— de los participantes. En ese contexto, los personajes irán compartiendo con los demás, mediante flashblacks, qué se esconde detrás de cada plato. Pero el presente, la relación entre ellos en esa casa que funciona como oasis, también tendrá su peso. 

 

Más que la cocina en sí, explica la autora, pesaba el "cómo conectar los recuerdos para deshacer nudos, cerrar círculos, resolver asuntos que han quedado mal cerrados en la vida". De ahí, claro, lo de "cocina emocional", una disciplina que la misteriosa profesora-cocinera parece haber creado. A partir de esa basa, Martos y Tassile elaboran sus contribuciones de manera independiente, aunque con cierta coordinación. Era necesario que estuviera la berza jerezana, un potaje gaditano que el personaje de Rafa asocia a su abuela. Y el tajín de cordero, que evoca para Amina su conflicto interno entre el país en el que nació y en el que vive su familia, Marruecos, y el país que la acoge. Está el solomillo de tomate de Luz, que es vegana y trata de aprender a cocinar según sus convicciones morales en un mundo que aún no entiende bien su elección personal. O el sarmale, la especialidad rumana que Loreto quiere aprender a hacer para acercarse un poco más a la cultura de su futuro marido. 

"La idea exigía que cada personaje fuera de género diferente, de procedencias diferentes, de clases sociales diferentes…", continúa explicando la periodista, también colaboradora de infoLibre. Ese tipo de heterogeneidad que a menudo se encuentra solo en los espacios situados fuera de la vida diaria, asociados al ocio o a un hobby de amplio espectro, digamos, como puede ser un curso de cocina. "Son personajes que se pueden encontrar a través de la cocina, y también chocar, porque no es que se genere un sentimiento mágico y que todo el mundo se transforme en otra cosa, es la vida real". La difícil tarea de lidiar con extraños y de tener que decidir si es más lo que nos une o lo que nos separa. "Nos pasamos la vida situándonos siempre con los colores de un equipo", reflexiona, "estamos siempre dispuestos a tomar posiciones enfrentadas, como con Greta Thunberg, que hay mucha más discusión en torno a la niña que en torno al cambio climático. Y ante la diversidad nos pasa lo mismo". Es probable que muchos rechacen probar un tajín, explica, pero esos mismos seguramente lo comerían con gusto si no supieran su procedencia. "Se llama prejuicios", sentencia. 

Con el relator llegó el escándalo

Ver más

Raquel Martos apunta también a otro aspecto de la cocina que señala cierto espíritu común: "Tenemos la necesidad de parar el tiempo". En el libro, se propone a los personajes que abandonen sus móviles por un par de días, lo que condiciona la dinámica del fin de semana. "La cocina exige paciencia, entrega, concentración, y todo eso choca de bruces con el ritmo de vida que tenemos", expone la autora. "Eso de esperar a que llegue algo u olvidar el teléfono, eso me hacía también falta a mí personalmente, y el libro me ha servido para relacionarme con eso de otra manera". Describe el apego a la inmediatez como una especie de adicción: "Creo que todos estamos asumiendo esa velocidad y rechazándola a la vez". Por eso, dice, en los restaurantes se usa como reclamo el adjetivo de la abuela y se insiste en que todo es casero o elaborado siguiendo antiguas recetas familiares. "Hemos pasado de despreciar esa cocina de casa a enloquecer con el fast food y la nueva cocina, a necesitar volver de nuevo a lo antiguo. Y lo hacemos de modo artificial". Entre otras cosas, porque eso no pasa por reproducir esas recetas en casa, sino por pedirlas fuera. "Es cierto que se habrán perdido muchos sabores, de abuelas, de pueblos". Un patrimonio popular en peligro. 

Y el patrimonio personal, claro. Esos sabores que, por mucho que traten de reproducirse, nunca se logran recuperar del todo. "Es la metáfora de que en el fondo, aunque nos quede el recuerdo, nunca lo vamos a vivir de igual manera", se lamenta. "Tratas de recuperar cosas de tu vida que vas perdiendo, personas a las que vas perdiendo…". No se trata tanto del resultado, porque "el bocado es efímero", como del proceso. El ritual de la cocina, con sus tiempos marcados, sus procedimientos milenarios, el saber pasado de generación en generación. Y luego, un segundo de magia: "Es como el algodón de azúcar. Muerdes y estás ahí, tienes siete años otra vez. Y, de pronto, se te evapora". Una alquimia breve. Pero algo es algo. 

 

Raquel Martos no consigue decidirse. ¿Cuál sería ese plato que elegiría entre todos, esa comida que le vincula, por encima de todas, a un recuerdo feliz? "Filetes rusos con tomate", dice finalmente. El plato de infancia, asociado a la piscina y las vacaciones y las tardes interminables y libres, sin deberes ni compromisos. Pero sigue: "Y cuando tienes hermanos compartes algunos. Para mi hermana, es el pollo asado en la bandeja del horno… pero claro, también es mío". Un plato compartido que invita a pensar en quien cocinaba, en aquella casa, en esa cocina tan estrecha o tan luminosa. Pero hay otro más: "Platos de cuando estabas mala... Recuerdo un pescado hervido con patata, cebolla y limón... Era como un mimo". Se podría pasar la tarde, dice, enumerando. Y en parte por eso nació Los sabores perdidos (Ediciones B), su tercera novela, construida en torno a la cocina hasta el punto de estar trufada de recetas reales, elaboradas por la chef Gabriela Tassile y perfectamente integradas en la narración. 

Más sobre este tema
>