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Los misioneros laicos de la República

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Llegaron aquellos misioneros laicos a multitud de pueblos remotos de la España rural, todavía anclados en la Edad Media, y fueron recibidos con una mezcla de sorpresa, expectación y recelo que, al final, derivó en un sentimiento de auténtico entusiasmo de los lugareños. Las misiones pedagógicas, inspiradas en las ideas de la Institución Libre de Enseñanza, fueron uno de los grandes ejes de la reforma educativa que los gobiernos de la Segunda República impulsaron entre 1931 y 1936. Millares de voluntarios, la mayoría de ellos maestros y estudiantes, pero también intelectuales de la talla de Federico García Lorca, Luis Cernuda o Ramón Gaya recorrieron aldeas de la España profunda y analfabeta para predicar la buena nueva que no era otra que acercar la cultura hasta el último rincón.

“Se trata de una experiencia poco conocida, más allá de iniciativas como el grupo teatral La Barraca que dirigió Lorca”, señala Alejandro Tiana, catedrático de Historia de la Educación y rector de la UNED que acaba de publicar el libro Las misiones pedagógicas (Catarata), un ensayo riguroso y ameno sobre aquella aventura cultural. En opinión de Tiana, en aquellas misiones confluyeron las ideas socialistas con el proyecto de renovación pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) que habían impulsado profesores como Bartolomé Cossio o Fernando Giner de los Ríos desde finales del siglo XIX. “Cuando se proclama la República en 1931”, comenta el autor, “algunos de los principales institucionistas ocupan puestos de responsabilidad en el Gobierno, como Rodolfo Llopis, que fue director general del Ministerio de Instrucción Pública. De este modo se crearon condiciones muy favorables para que la educación y la cultura llegaran a todos los sectores sociales”. Los dirigentes republicanos estaban muy preocupados por el atraso del mundo rural y por su sumisión hacia el poder de la Iglesia y de los caciques. Llopis dejó escrito en 1931 que “las grandes ciudades son republicanas, mientras que el campo sigue aferrado a la tradición”.

Para miles de gentes de zonas rurales (hombres, mujeres y niños) la llegada de las misiones pedagógicas significó el descubrimiento del cine o de las representaciones teatrales. Grupos de misioneros arribaron así cargados con proyectores, con tablados de escenarios o con libros, a lomos de mulos o en destartaladas camionetas para acercar, por primera vez, la cultura a poblaciones en su mayoría analfabetas. “En cualquier caso”, explica Tiana, “los miembros de las misiones pedagógicas desplegaron su labor con mucho respeto hacia los vecinos y con un propósito declarado de recuperar una cultura rural, en buena medida despreciada en los núcleos urbanos. Además aquella experiencia resultó muy original porque ponía el acento no solamente en que los campesinos aprendieran a leer y escribir, sino también en que las gentes del campo tuvieran una formación cultural y artística. Por otra parte, aquellos habitantes de pequeños pueblos valoraron poco a poco la generosidad de unos maestros y estudiantes que, en su tiempo libre y de forma totalmente altruista, viajaban hasta localidades remotas para representar una función de teatro”.

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Las fotos que se han conservado de aquella época valen, como siempre, más que millones de palabras y así las expresiones de asombro y fascinación ante la primera película que veían en sus vidas, por poner un ejemplo, reflejan un país que ansiaba salir del subdesarrollo. El manifiesto con el que se presentaban los misioneros ante sus auditorios resulta muy revelador de su filosofía y sus intenciones. “Porque el Gobierno de la República”, decía aquella declaración, “que nos envía, nos ha dicho que vengamos ante todo a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas, a las más abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo de lo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden. Y porque nadie, hasta ahora, ha venido a enseñároslo. Pero que vengamos también, y lo primero a divertiros, como os alegran y divierten los cómicos y los titiriteros”.

¿Qué hubiera pasado si la guerra y la posterior dictadura franquista no hubieran liquidado experiencias como las misiones pedagógicas? “Bueno”, contesta Tiana, “si la extensión de las bibliotecas populares hubiera seguido, muy probablemente se hubiera acabado mucho antes con el analfabetismo en España. Conviene subrayar que las condiciones sociales y económicas han sido muy diferentes con la democracia, pero también resulta indudable que las misiones pedagógicas dejaron un legado que más tarde fue recogido por los movimientos de renovación pedagógica. Desde luego, su experiencia no fue en vano”.

Aunque las misiones pedagógicas han sido objeto de estudio por parte de historiadores, como Eugenio Otero principalmente; y han sido asimismo el tema de una amplia exposición montada en Madrid en 2006, aquella experiencia no contaba hasta ahora con una obra divulgativa destinada no sólo a un lector especializado, sino a un público generalista. Alejandro Tiana ha quedado satisfecho con el reto de escribir este ensayo de divulgación. “Me pareció un buen proyecto el que me propuso la editorial Catarata”, afirma el autor de Las misiones pedagógicas, un experto en política educativa que fue secretario general de Educación entre 2004 y 2008. “Creo que, en ocasiones”, agrega Tiana, “los profesores universitarios pensamos más en escribir textos académicos para nuestros colegas que en publicar para un sector amplio de lectores”.

Llegaron aquellos misioneros laicos a multitud de pueblos remotos de la España rural, todavía anclados en la Edad Media, y fueron recibidos con una mezcla de sorpresa, expectación y recelo que, al final, derivó en un sentimiento de auténtico entusiasmo de los lugareños. Las misiones pedagógicas, inspiradas en las ideas de la Institución Libre de Enseñanza, fueron uno de los grandes ejes de la reforma educativa que los gobiernos de la Segunda República impulsaron entre 1931 y 1936. Millares de voluntarios, la mayoría de ellos maestros y estudiantes, pero también intelectuales de la talla de Federico García Lorca, Luis Cernuda o Ramón Gaya recorrieron aldeas de la España profunda y analfabeta para predicar la buena nueva que no era otra que acercar la cultura hasta el último rincón.

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