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Festivales, un modelo ya en manos de fondos de inversión orientado más al turismo y menos a la música

Elrow Town en Madrid

Sirva la historia del Festival Internacional de Benicàssim (FIB) como ejemplo de lo que han cambiado los tiempos. Retrocedamos hasta mitad de los años noventa y situémonos en la barra de la sala Maravillas de Madrid, en el epicentro de Malasaña. Allí se reúne diariamente un grupúsculo de amigos melómanos a quienes, en un momento dado, se les ocurre que estaría bien montar un festival para traer a sus grupos favoritos y reunir a gente con gustos similares (recordemos que nada era como ahora y que las redes sociales, ni en sueños).

Desde un primer momento decidieron que tenía que ser en un sitio de costa, pero la elección de Benicássim fue aleatoria, sencillamente porque alguno de ellos tenía un contacto en el ayuntamiento. Uno de aquellos pioneros que entonces no sabían que lo eran es Joan Vich Montaner, quien trabajó en el FIB desde su fundación en 1995 hasta que fue vendido a otra empresa en 2019. Empezó como camarero y terminó codirigiéndolo y ahora rememora sus vivencias en Aquí vivía yo. Una crónica emocional de mis 25 años en el FIB (Libros del K.O.).

Una sucesión de anécdotas protagonizadas por iconos musicales como Lou Reed, Morrissey, Raimundo Amador, Björk, The Killers, Kings of Leon, Belle & Sebastian o Lemonheads, por citar solo algunos. A través de esas historias, Vich Montaner va describiendo el contexto en el que fue creciendo un festival que desde el más absoluto amateurismo terminó convirtiéndose en referente en el circuito internacional. Una narración divertida que no oculta los momentos de tensión y las crisis con la llegada de nuevos propietarios desde el Reino Unido, hasta desembocar en la venta final en 2019 que, con el cambio a otra compañía, propició la llegada de un nuevo equipo y acabó con todos los trabajadores del anterior en la calle.

"Los hermanos Miguel y José Morán –primeros directores– fueron los que realmente dieron el salto y tomaron las decisiones necesarias para convertirlo en lo que se convirtió, pero lo que íbamos haciendo los trabajadores era sacar el trabajo adelante", apunta a infoLibre Vich Montaner, quien añade: "Íbamos viendo que todo crecía y, al mismo tiempo, crecían también nuestros medios, así que simplemente nos adaptábamos a la nueva situación". "Te ibas adaptando a año a año al nuevo contexto, que era también el nuevo contexto que se iba reproduciendo por todo el país", apostilla.

Ese contexto es el de finales de los años noventa, momento de resurgimiento de los festivales musicales en España, que habían empezado en los setenta con varias iniciativas: el festival de rock progresivo de Granollers (1971), Canet Rock (1975), el Festival de Ortigueira (1975) o el conocido como festival de la cochambre de Burgos (así fue denominado por un titular de prensa, también en 1975, con Triana o Burning, entre otros). El modelo se evaporó en los ochenta y se reactivó varios lustros más tarde precisamente con el FIB, el Sónar de Barcelona o el Espárrago Rock.

"Cuando no hay nada más, el primero es fundamental. Ese fue el Espárrago Rock, que empezó como una cosa muy pequeñita, pero fue el primero en traer a grupos internacionales como Sonic Youth", destaca a infoLibre el periodista musical David Saavedra, autor a su vez del libro Festivales de España (Anaya Touring). "Después, el Sónar o el FIB, cuyas primeras ediciones de los noventa fueron increíbles", agrega para continuar su relato cronológico señalando otros proyectos como el Doctor Music Festival, Primavera Sound, Festimad o más tarde Summercase: "Este último tuvo una repercusión muy importante en su momento porque (en sus tres ediciones de 2006, 2007 y 2008) se hacía simultáneamente en Madrid y Barcelona. Pero como pagaban el triple del caché habitual, acabaron quebrando".

Retoma la palabra Vich Montaner para conceder que su condición de "pionero" es la que ayudó a "consolidar el mito de Benicàssim" porque de ese tamaño prácticamente no había nada más. "Eso dejó una huella muy grande porque todo el mundo quería pasar por allí, tanto los artistas como el público. La falta de competencia ayudó consolidar esa leyenda y, por otro lado, luego surgieron un montón de imitadores, algunos muy buenos y otros muy malos", resalta, para en este punto hacer un salto temporal hasta el momento actual con un millar de festivales repartidos por todo el país y más de una decena de gran formato. 

Este pasado fin de semana, de hecho, han coincidido el Mad Cool en Madrid (310.000 asistentes), Bilbao BBK Live (115.000), Cruïlla Barcelona (72.000) y Weekend Beach Málaga (135.000). "Aparentemente todos han estado llenos, parece que hay público para todos, pero no sé hasta qué punto esto es o no es sostenible. Lo sabremos con el tiempo", reflexiona Vich Montaner, quien subraya además la importancia del público internacional, sobre todo para los festivales más grandes.

Grandes citas que este año se están llenando porque el público está respondiendo bien e indudablemente tiene ganas de invertir su dinero en recuperar el tiempo perdido. "El problema es que hay una crisis económica brutal que parece que va a ir creciendo y yo no sé si el público va a poder seguir respondiendo los próximos años, porque los festivales no son sitios precisamente baratos para todos los bolsillos", interviene Saavedra, quien recuerda, asimismo, que con la entrada de los patrocinadores más pudientes en la década de los 2000 se fue "perdiendo paulatinamente" el carácter primordialmente musical de las primeras citas para convertirse en una forma de ocio en el sentido más amplio del término.

Otro impulso en esa dirección lo ha propiciado, según el periodista, la entrada "a saco" de un tiempo a esta parte de fondos de inversión internacionales, "metiendo mucho dinero en los grandes festivales", que pasan así a guitarse por "una lógica capitalista de crecimiento continuo". Y así llegamos a este 2022 de eclosión festivalera tras la pandemia: "Creo que va todo un poco parejo a, casi diría, la evolución del capitalismo del mercado de la vivienda y del turismo de masas, que se preveía que con la pandemia iba a tener un decrecimiento pero, sin embargo, ha ocurrido todo lo contrario. El mercado de la vivienda y el turismo de repente han vuelto con mucha fuerza, los precios se han disparado, y con los festivales ha pasado lo mismo. Yo creía que iban a decrecer, que iban a ser más más sostenibles, que van a durar menos días y estar menos masificados, pero ha sucedido todo lo contrario".

En esta línea, destaca, asimismo, que muchos de estos grandes festivales están en realidad orientados hacia el turismo extranjero, lo que propicia que cada vez acudan más asistentes británicos, franceses o alemanes, "gente que tiene un poder adquisitivo mucho mayor y para la que estos festivales resultan baratos porque España es un país barato". Están en nuestro país, pero no piensan tanto en la divulgación cultural propia como en la captación de dinero que llegue de fuera. Por eso, plantea que "para el español medio es casi un lujo ir a estos festivales", a pesar de que Vich Montaner asegure que el precio de los festivales de gran formato en España ha sido a lo largo de los años "muy barato en comparación con los festivales europeos o estadounidenses".

En cualquier caso, Saavedra algo que el público ya está sufriendo en sus bolsillos: la estratificación. "Antes todos éramos iguales, todo el mundo estaba en las mismas condiciones para bien o para mal. Pero ahora hay diferentes gradaciones de público, hay zonas VIP, zonas ultra VIP, zonas premium dentro de la zona VIP... cuanto más pagues más privilegio vas a tener, o casi diría al revés, cuanto menos pagues menos derechos vas a tener dentro del festival. Esa es una tendencia al alza también que me parece muy perjudicial", subraya.

Así las cosas, reafirma Saavedra que los primeros festivales estaban creados "por fans de la música", como ocurrió con el FIB o el Sonorama, puesto en marcha por unos chavales que eran "los únicos indies de Aranda de Duero, que tenían una tienda de discos y montaron un festival que al principio fue un fracaso morrocotudo". Frente a este tipo de iniciativas pretéritas -el Sonorama sigue fiel a su espíritu original-, los festivales de nuevo cuño "ya no son así, sino que se trata de iniciativas empresariales o incluso iniciativas de los propios ayuntamientos o de Comunidades Autónomos que invierten mucho dinero público para dinamizar el turismo de la zona creando un festival". "Es el mundo al revés. Son festivales ya creados desde arriba y con ánimo claramente empresarial", sostiene, añadiendo que ya no está aquel "criterio de prescripción que podían tener los primeros organizadores de festivales, de educar al público, sino que ahora se amparan en el Big Data o hacen estudios de mercado buscando qué es lo que su público potencial va a demandar".

Vich Montaner vivió en primera persona esa llegada masiva de público internacional, especialmente inglés e irlandés, a medida que iba creciendo la popularidad del FIB. Pero más allá de la procedencia, señala que cuando un festival reúne a 40.000, 50.000 o 60.000 personas es "obvio" que no todas acuden "solamente por la música". "En cuanto se convierten en los monstruos que se convierten, hay una gran cantidad de gente que va por la experiencia", asegura, para luego puntualizar: "Eso también es muy respetable, porque la experiencia del festival se distingue de otros tipos de celebración o de disfrute relacionados con la música en que es muy comunitaria. Y esa celebración en comunidad y ese disfrute de la música rodeado de gente también es una cosa muy bonita", reflexiona.

Otra situación que en primerísima persona vivió este incansable trabajador por el FIB durante un cuarto de siglo es la de la subida exponencial de los cachés de los artistas a medida que aparecían más y más festivales en todos los países, provocando así una lucha en no pocos casos fratricida por conseguir las contrataciones con más poder de convocatoria. En cualquier caso, no cree Vich Montaner que "la subida de los cachés vaya a acabar con los festivales", aunque sí que va a "complicar que los festivales sean muy rentables, por lo que entonces a lo mejor lo que acaba con los ellos es que sus propietarios decidan que no les vale la pena". "Pero seguirá habiendo -prosigue-, si bien creo que lo que puede pasar es que, debido a la subida de cachés, haya una reducción de la competencia que podría ir hacia cierto tipo de casi monopolios".

Por último, se refieren ambos a las quejas de los asistentes que, especialmente este año, denuncian sentirse maltratados en muchos festivales al no encontrar las condiciones de comodidad esperadas. Vich Montaner concede que hay festivales que "tratan mal a su público", pero también otros que lo tratan "muy bien", por lo que habla de su propia experiencia en el FIB: "Quiero pensar que siempre se intentó tratar muy bien al público, a pesar de que éste no siempre lo reconociera. Pero yo creo que sí que se tenía muy presente la comodidad y la facilitación de todo al público. Está claro que si un festival está pegado a una zona urbana provoca quejas de los vecinos, por lo que lo lógico es que esté alejado, pero entonces no es nada fácil organizar esa logística. Luego, lo de las colas en las barras y demás, eso sí es un problema que si el festival no tiene controlado tiene que ponerse las pilas".

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Saavedra, por su parte, asegura que, "al final, los festivales tienen un público que no se lo merecen", porque realmente se pasan "todo tipo de penurias y, sin embargo, siguen volviendo año tras año porque le gusta mucho la música y la experiencia de estar con tus amigos viendo a los grupos en directo supera cualquier dificultad que se ponga por delante". "Estar con tus amigos al aire libre viendo a tus grupos favoritos y tomando unas cervezas, sobre todo cuando eres un melómano de verdad, es un modelo de música y ocio imbatible, y aunque lo pase mal, la gente vuelve. Yo recuerdo en realidad de toda la vida pasar verdaderas penurias", afirma.

Todo esto último es precisamente lo que se evoca desde las páginas de Aquí vivía yo, esa crónica emocional de 25 años en el FIB en la que Vich Montaner se muestra tanto como fan como trabajador. Multitud de recuerdos vividos en esos festivales concebidos en última instancia como zonas temporalmente autónomas en la que la sensación de libertad es tal que "la gente se comporta de una manera distinta a la que se comportaría en la calle". "Ese es también otro puntito que le da", bromea, sin tratar de esquivar en ningún momento ciertas revelaciones sobre drogas y excesos reflejadas en las páginas de sus recuerdos. 

Unas páginas donde no falta, claro que no, la dichosa visita en Falcon del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, al FIB de 2018 para ver a The Killers. Tampoco la de la reina Letizia Ortiz en 2013, igualmente para ver a The Killers (¿qué tendrá la banda de Brandon Flowers?). "Hay una parte mediática que te viene muy bien y una parte que no tanto porque es un dolor de cabeza", explica, recordando los requerimientos relacionados con la seguridad. Y termina con una última confesión que, de alguna manera, anima aún más a leer todo lo que nos cuenta en Aquí vivía yo: "Personalmente, no me parece súper atractivo lo de los festivales. Laboralmente, es algo que hago dignamente y con solvencia, pero vamos, que igual no lo volvería a hacer. Aunque me perdería conocer a toda la gente que he conocido".

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