“¿Por qué nadie de mi familia me habló nunca de esto?”

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Fue en abril de 2007. Sacha Batthyany estaba trabajando, como siempre, en la edición dominical del Neue Zürchre Zeitung cuando un amigo le alargó un artículo del Independent. "Pero, ¿qué clase de familia tienes tú?". El titular era: "La condesa asesina: el oscuro pasado de la hija del barón Heinrich Thyssen". Su apellido no aparecía hasta el séptimo párrafo, pero ahí estaba. Era el que Margit había adoptado al casarse con su tío abuelo Iván. Efectivamente, "la condesa asesina" era la tía Margit, esa que sacaba la punta de la lengua, como los lagartos, entre frase y frase. ¿Qué hacía la tía Margit ahí, en el periódico, qué hacía su apellido en un reportaje sobre el asesinato de 200 judíos en una macabra fiesta nazi?

Eso es lo que el autor se proponía descifrar en La matanza de Rechnitz. Historia de mi familia (Seix Barral), una investigación que ha copado siete años de su vida. El título en alemán da, sin embargo, una idea más clara de lo que acabó siendo el libro: ¿Qué tiene esto que ver conmigo? El artículo y la conciencia de la relación de su familia con el nazismo —los lazos de los Thyssen con el partido, sobre todo en su financiación, habían sido investigados, pero él es un Batthyany— acabaron derivado en una crisis existencial. "¿Por qué nunca había escuchado hablar de la masacre? ¿Por qué nadie de mi familia me habló nunca de esto? ¿Por qué tengo que leer una historia como esta en el periódico?", se pregunta por e-mail desde su corresponsalía estadounidense para el Tages-Anzeiger, el Süddeutsche ZeitungDas Magazin.

La historia, tal y como la contaba el periodista David R. Litchfield, es la que sigue: en la noche del 24 al 25 de marzo de 1945, Margit Batthyány-Thyssen, hermana de Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza y mujer del empobrecido conde Iván Batthyány, celebró una fiesta para aristócratas y dirigentes nazis, entre los que se encontraban varios de sus amantes. Los invitados se emborrachan y bailan mientras el ejército ruso avanza. Cerca de allí, casi 200 judíos húngaros construyen una zanja para detener al enemigo. En un momento dado de la noche, los invitados se arman y van en busca de los presos, enfermos y debilitados. Les obligan a cavar su propia fosa. Disparan sobre ellos entre gritos. 18 prisioneros sobreviven solo hasta la mañana siguiente para enterrar a sus compañeros. Poco después, el Ejército Rojo llega a Rechnitz y arrasa el castillo. Los cuerpos de los asesinados jamás se encuentran. 

"Creo que tanto yo como mi familia tenemos la responsabilidad de mirar hacia ese oscuro capítulo de nuestra historia. Tenemos que encontrar nuestras respuestas también, no solo dejar a los otros que encuentren las suyas", defiende la penúltima generación de los Batthyany. Otros antes que él han escrito sobre aquella noche: el propio Litchfield en La historia secreta de los Thyssen, pero también la premio Nobel Elfriede Jelinek en Rechnitz (El ángel exterminador)Rechnitz (El ángel exterminador). Las preguntas que Batthyany plantea a su familia a lo largo del libro no tienen, de hecho, respuestas satisfactorias. "Es una sandez lo que dicen los periódicos", le dicen en una comida familiar con la familia lejana. "Quizá no hubo ninguna matanza." "¿Qué nos aporta todo esto?", "¿Para qué?". "Ya se ha escrito lo suficiente acerca de los crímenes cometidos contra los judíos". "Cuida el nombre de la familia. No debes arrastrarlo por el fango". 

La posición del escritor no es sencilla. Por un lado, su lazo con los Thyssen, incluida la tía Margit, es meramente circunstancial, y su relación con ellos dista de ser íntima. Por otro, el mero silencio de la familia parece hacerles cómplices, no de la matanza, pero sí del secretismo en torno a ella. Batthyany entrelaza la investigación sobre el suceso de 1944, más factual, con su propio viaje hacia los orígenes de la culpa y la carga psicológica y moral de la memoria histórica.

Lo primero no fue sencillo. Batthyany realizó varias visitas a Rechnitz a lo largo de la investigación esperando encontrar testigos, implicados dispuestos a hablar. No. "La gente del pueblo me llama señor conde. A algunos les faltó poco para hacerme una reverencia", dice a su padre, que sigue de cerca sus pasos. Los vecinos no quieren hablar, y algunos guardan buen recuerdo de la tía. No ayuda que algunos de los principales testigos murieran en circunstancias sospechosas durante la instrucción del juicio allá por 1946. Karl Muhr, el armero de palacio, quien distribuyó las armas, apareció muerto en el bosque con una herida de bala. Nikolaus Weiss, testigo ocular, fue tiroteado mientras viajaba en coche. De los siete acusados, tres obtuvieron la absolución en 1948, uno fue condenado a cinco años y otro a tres, y dos más huyeron. El fiscal aseguró al final del proceso que no habían sido encontrados "los verdaderos asesinos". "Este pueblo se ha convertido en un símbolo del modo como Austria afronta su pasado nacionalsocialista", escribe el autor.

La conclusión de su investigación no arroja mucha más luz sobre el tema. Setenta años más tarde, no encuentra la fosa ni logra la confesión de ningún nuevo testigo. La participación de tía Margit en el crimen se resuelve en unas pocas líneas en la primera mitad del volumen: "Tras las conversaciones mantenidas con mis parientes, con algunos testigos y con mi padre, después de todas las actas y los viajes, abrigaba la certeza de que tía Margit no había disparado aquella noche de luna del 24 de marzo de 1945, un mes antes del suicio de Hitler. Ella no asesinó a ningún judío como afirman los periódicos. No hay pruebas al respecto. Tampoco testigos". Esta conclusión ha desatado las críticas del propio Litchfield, que acusa al escritor de "calmar las conciencias de los Thyssen tanto como de los Batthyany". "Todas sus acusaciones son erróneas", responde simplemente el escritor.

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Pero el periodista incide en que, incluso si su tía no estuvo presente durante las ejecuciones ni efectuó ningún disparo, sí "reía y bailaba mientras los cuerpos demacrados caían a la tierra" y "rió y bailó con los asesinos cuando estos, a las tres de la madrugada, volvieron al palacio". Esto se acerca más al centro de interés del autor: ¿dónde acaba la responsabilidad por un crimen? Aquí, la matanza de Rechnitz engarza con otra historia que ocupa, en realidad, mucho más espacio en el relato. Es la de su abuela, Maritta Batthyany, y Agnes Mandl, hija de tenderos y luego superviviente de Auschwitz. Esa es la gran culpa con la que carga Batthyany, y que descubre en los diarios que la abuela les deja al morir. Las dos mujeres habían sido amigas en Sárosd, pero cuando llegan los alemanes las cosas se tuercen para la familia judía. Maritta presencia cómo detienen a los Mandl, cómo estos piden ayuda. Y no hace nada. El escritor viajará hasta Argentina para conocer a Agnes, de quien recibirá otro breve diario.

"Después de mi investigación en Rechnitz", cuenta, "y después de haber escrito un largo artículo sobre el papel de la tía Margit y mi familia, pensé que todo se había acabado y me podría centrar en otras cosas". Pero no. Su viaje interior, que narra con detalle, incluidas las sesiones con el psiquiatra, acababa de empezar. "Vi un patrón similar en esta historia que en la historia de Rechnitz. Es sobre tener la valentía de afrontar la verdad, la valentía de hablar. Sobre las dinámicas en las familias y el poder de la narrativa familiar. ¿Por qué nos callamos sobre ciertas cosas?". En el contexto español, sus palabras resuenan con fuerza.

Finalmente, ¿qué tiene todo esto que ver con él? La respuesta es compleja pero Batthyany trata de atraparla en un par de líneas: "Todos nosotros cargamos con una mochila llena de las historias de nuestros ancestros, llena de emociones, de desesperanza. Y yo he mirado a la mía durante los últimos siete años".

Fue en abril de 2007. Sacha Batthyany estaba trabajando, como siempre, en la edición dominical del Neue Zürchre Zeitung cuando un amigo le alargó un artículo del Independent. "Pero, ¿qué clase de familia tienes tú?". El titular era: "La condesa asesina: el oscuro pasado de la hija del barón Heinrich Thyssen". Su apellido no aparecía hasta el séptimo párrafo, pero ahí estaba. Era el que Margit había adoptado al casarse con su tío abuelo Iván. Efectivamente, "la condesa asesina" era la tía Margit, esa que sacaba la punta de la lengua, como los lagartos, entre frase y frase. ¿Qué hacía la tía Margit ahí, en el periódico, qué hacía su apellido en un reportaje sobre el asesinato de 200 judíos en una macabra fiesta nazi?

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