Cuando Hemingway escribió París era una fiesta, entre 1956 y 1964, a partir de las notas tomadas durante su famosa estancia allí en los años veinte, París ya no era una fiesta. O no era, al menos, la misma fiesta. Se había acabado la fértil bohemia artística de entreguerras, con esa modernidad unificadora en la que se encontraban los creadores llegados de aquí y de allá y que hizo de París la capital del arte. Era el momento, en los años cuarenta y cincuenta, de las ideas existencialistas, que marcarían toda la filosofía europea durante buena parte del siglo XX, y el jazz, que encontraba en Francia su puerta de entrada al continente. Pero la capitalidad artística se había movido ya 5.800 kilómetros hacia el oeste, hasta Nueva York, desde donde reinaría durante décadas el expresionismo abstracto.
O al menos eso es lo que suele contarse, porque la muestra París pese a todo. Artistas extranjeros 1944-1968, en el Museo Reina Sofía entre el 20 de noviembre y el 22 de abril, busca cuestionar ese discurso. "La historia del arte moderno la escriben aquellos que tienen una posición económica de poder", advierte Manuel Borja-Villel, director del museo, en la presentación de la exposición. Y esta "posición de poder" la tenían los artistas estadounidenses que se hicieron con un espacio central tanto en el mercado como en el discurso, de Pollock a Kooning. La "hegemonía" del expresionismo abstracto, dice Borja-Villel, unida a la división del mundo entre los dos polos de la Guerra Fría, "dejó en la sombra a muchos artistas no solo europeos sino americanos". Y son estos nombres, sus apuestas, sus relaciones y sus preocupaciones sociopolíticas las que pretende recuperar la muestra.
Con esta "exposición de tesis", en palabras del director, el Reina Sofía continúa con su proyecto de mirar al arte producido en el siglo XX desde una perspectiva "periférica". Lo hizo con una muestra que miraba a las vanguardias desde el a menudo desconocido Portugal, el pasado febrero, y con otra que se asomaba al dadaísmo, creado en el famoso Café Voltaire suizo, desde la revolución rusa. Ahora el museo no toma esa idea de periferia desde el punto de vista geográfico —al fin y al cabo, París sí ha sido uno de los nodos artísticos mundiales—, sino temporal: se llega a la capital francesa justo cuando esta estaba perdiendo su condición de centro. Pero además se parte, no de los autores sobre los que se construyó esa capitalidad —aunque aparezcan por ahí Picasso y Kandinski—, sino de aquellos otros creadores, en su gran mayoría extranjeros, que trabajaban en París desde presupuestos que no salieron triunfantes en la competición por el relato cultural.
Gran cuadro antifascista colectivo, de Enrico Baj, Roberto Crippa, Gianni Dova, Erró, Jean-Jacques Lebel y Antonio Recalcati, en París pese a todo, muestra del MNCARS. / EFE
Una cita recibe al visitante: "El genio francés: necesita del extranjero para funcionar". Eso decía el crítico e historiador del arte Michel Florisoone en 1945, y tanto Borja-Villel como el comisario de la muestra, Serge Guilbaut, insisten en este punto. El segundo habla de una "nación de inmigración": "Lo franceses sabían que sin artistas de fuera no puedes reivindicar la fuerza de París". El primero subraya este hecho en un momento "en el que Europa no sabe qué hacer con los inmigrantes". La muestra no podría ser más variada: sus más de 200 obras provienen de un centenar de artistas provenientes de España (Eduardo Arroyo, Picasso...), Argelia (Mohammed Khadda), Chile (Roberto Matta), Estados Unidos (Nancy Spero), Loló Soldevilla (Cuba), China (Chu Teh-Chun), Portugal (Maria Helena Vieira da Silva)... Son, en realidad, una pequeña muestra de los 4.500 artistas extranjeros que llegó a haber en París en 1965.
El vibrante ambiente de entreguerras había quedado completamente destruido por la II Guerra Mundial, la ocupación y el colaboracionismo de Vichy. Francia trataba de reconstruirse en más de un sentido: junto a la recuperación material, estaba la reparación de la identidad nacional. En las primeras salas de la muestra se da buena cuenta de la discusión de los críticos franceses en torno a la nueva Escuela de París, llamada a sustituir a la que dominó el mundo entre 1915 y 1940. La exposición se inicia, de hecho, con un empuje de optimismo: el homenaje a Pablo Picasso en el Salón de Otoño de 1944, llamado de la Liberación, que suponía, según Guilbaut, "más que un homenaje a un pintor (...) la señal de que por fin había llegado la victoria y de que esa victoria contra las fuerzas del mal y el colaboracionismo tenía una cara, una cara moderna, una cara moderna y extranjera, internacional".
Pero, mientras Estados Unidos, intacto tras la guerra, se aglutinaba en torno a un solo movimiento y exportaba la "nueva pintura americana" más allá de sus fronteras, en Europa se revelaba que con la victoria no llegaba la paz. El arte que se hacía en París, heterogéneo y en permanente disputa, no era más que un reflejo de las tensiones sociopolíticas que aparecían una vez deshecho el bloque de las fuerzas democráticas. En Francia, el Partido Comunista promovía el realismo socialista que lideraba en la URSS, y el arte abstracto sufría los desprecios de parte de la crítica. La abstracción geométrica utópica era criticada por aquellos que veían en ella cierto escapismo, y a la pesimista abstracción informal se le afeaba su individualismo y su abandono a la negrura.
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En 1958, el artista francés Alain Jouffroy preguntaba a 17 pintores extranjeros sobre el futuro de la Escuela de París. 14 de ellos defendían la preminencia francesa: "París es el corazón artístico del mundo", decía el ruso Serge Charcoune; el español Francisco Nieva aseguraba que "Nueva York no puede sustituir a París". Pero otros, más clarividentes, no estaban tan seguros: la argentina Alicia Penalba aseguraba que "la Escuela francesa dejó de existir como movimiento colectivo"; Leonardo Cremonini advertía sobre la igualdad entre Nueva York y París. No tardarían en darse cuenta de que llevaban razón. La Bienal de Venecia de 1964 otorgaba el León de Oro al estadounidense Rauschenberg y la Ciudad de la Luz se apagaba.
¿Y qué quedaba? Quedaba, precisamente, lo que nunca pretendió formar parte de la Escuela de París. Los artistas reunidos en torno a la multirracial Galerie Huit, como Al Held, Raymond Handler o el japonés Shinkichi Tajiri, que realizaba esculturas efímeras en las orillas del Sena. El holandés Bran van Velde y el alemán Wols cuestionaban la reconstrucción nacional y señalaban la violencia presente en ese mundo en paz. El español José García Tella subrayaba en sus óleos ajenos a cualquier escuela la deshumanización de una sociedad supuestamente organizada y moderna. El argelino Mohammed Khadda se convertía en la voz de la descolonización. El inmenso lienzo Gran cuadro antifascista colectivo, firmado por los italianos Enrico Baj, Roberto Crippa, Gianni Dova y Antonio Recalcati, el francés Jean-Jacques Lebel y el islandés Erró, arremetía en 1960 contra la serpiente que no se había derrotado para siempre en 1944. Con todos ellos ocurrió una suerte similar a la del cuadro, que permaneció oculto durante 23 años. Ahora vuelve a tener un lugar central en las paredes del Reina Sofía.
Cuando Hemingway escribió París era una fiesta, entre 1956 y 1964, a partir de las notas tomadas durante su famosa estancia allí en los años veinte, París ya no era una fiesta. O no era, al menos, la misma fiesta. Se había acabado la fértil bohemia artística de entreguerras, con esa modernidad unificadora en la que se encontraban los creadores llegados de aquí y de allá y que hizo de París la capital del arte. Era el momento, en los años cuarenta y cincuenta, de las ideas existencialistas, que marcarían toda la filosofía europea durante buena parte del siglo XX, y el jazz, que encontraba en Francia su puerta de entrada al continente. Pero la capitalidad artística se había movido ya 5.800 kilómetros hacia el oeste, hasta Nueva York, desde donde reinaría durante décadas el expresionismo abstracto.