Pepa Bueno: "La instrumentalización política de las víctimas del terrorismo es un trágico error"

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Cuenta Pepa Bueno (Badajoz, 1963) que no guarda recuerdos personales del 11 de diciembre de 1987, aquel día en que la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza saltó por los aires. Y eso que la directora del programa Hora 25 en la Cadena Ser trabajaba por entonces en Aragón, en la emisora de Radio Nacional de España en Teruel. Pero a ella no le tocó cubrir el atentado en el que murieron 11 personas y decenas resultaron heridas: el coche bomba con 250 kilos de amonal que destrozó el edificio pasó a ese telón de fondo que acaba construyendo la memoria. Para José Mari y Víctor Pino Fernández, de 13 y 11 años respectivamente, aquel día se convertiría en un precipicio, una brecha abierta en sus vidas. El día en que murieron sus padres, el sargento José Pino y María del Carmen Fernández, y su hermana Silvia, de 7 años. El día en que empezaron a tener miedo. 

La periodista conocería sus historias mucho después, a través de la editora Ángeles Aguilera. Tras años de dolor, de rencor y, al fin, de terapia, los hermanos querían contar su historia. Antes de conocerles, Pepa Bueno pudo leer el diario de José Mari, en el que recoge desde hace tiempo las sombras que le persiguen en las noches de insomnio. "Me encontré el abismo", dice sobre su lectura de aquellas páginas íntimas, "me encontré a una persona rota, que ha tardado muchos años en identificar lo que le estaba pasando y en encontrar a quien le ayudara a entenderlo". La historia a la que ha terminado dedicando dos años de su vida y su primer libro, Vidas arrebatadas (Planeta) no es exactamente la de dos víctimas dignificadas, reconocidas por el Estado y acompañadas por la sociedad. Es la historia de dos niños desamparados que tuvieron que hacer frente al trauma prácticamente solos y que únicamente de adultos han encontrado las herramientas para hacerlo. 

Dos niños en la oscuridad

"Me lo he preguntado muchas veces a lo largo del proceso, cuántos José Maris y Víctor habrá por ahí", dice la autora. Pero ella insiste en que no está hablando por las víctimas, un colectivo con "experiencias muy diversas", aunque tengan en común "el dolor y la pérdida". "Yo no sé si su caso es extrapolable, lo que sé es que de alguna manera, cuando se iban los periodistas y los políticos y se apagaban los focos, se quedaban solos", señala. En Vidas arrebatadas, el retrato del país de los ochenta y noventa corre paralelo al de José Mari y Víctor. El Acuerdo de Madrid, precedente del Pacto de Ajuria Enea, pero luego en seguida los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla, el futuro cada vez más cerca y cada vez más rápido. No había tiempo para el trauma. "Las víctimas eran testigos incómodos de un país que quería quitarse aquella pesadilla de encima y que miraba al futuro", dice Pepa Bueno. 

Para componer el libro, la periodista se ha entrevistado varias veces con los protagonistas, pero también con parte de la familia con la que aún conservan relación y con quienes han ido integrando su círculo más estrecho. Y el círculo ha sido verdaderamente estrecho. Los hermanos cuentan que tras la pérdida de sus padres y su hermana llegó una infancia triste y solitaria, primero a cargo de un abuelo muy poco cariñoso, luego el Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil, una institución gobernada por agentes de la vieja guardia que José Mari y Víctor recuerdan con absoluto espanto. Aquellos niños se adentrarían en la adolescencia sin apenas apoyos. "Me parecía que se ha hablado mucho de las víctimas, pero que la tragedia íntima de los supervivientes y de los atentados se ha contado menos", cuenta la autora. "Qué pasa cuando la onda expansiva de la bomba alcanza todos los rincones de tu vida, cuando dormirte es un horror porque aparecen las pesadillas y despertarte es un horror porque te das cuenta de que todo es real". 

Porque el Estado entonces tenía poco o nada que ofrecerles. De entrada, no tuvieron acceso a ningún tipo de atención psicológica que les ayudara a superar no solo el duelo, sino las imágenes de escombros y cadáveres que les asaltaban por las noches, el miedo a las multitudes, las fantasías de venganza. "A mí también me choca muchísimo", dice Pepa Bueno, "fue de las cosas que me resultó más llamativa, que no tuvieran esa asistencia psicológica de niños, y que no la tuvieran ni siquiera hasta la segunda década de los dos mil". El libro cuenta cómo por entonces empezaban a publicarse los primeros estudios sobre la situación de las víctimas, que los Gobiernos apenas consideraban de su incumbencia. La Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, la primera que preveía indemnizaciones por parte del Estado, no llegaría hasta 1999, con el Ejecutivo de Aznar; en 2011 se aprobaría la Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, bajo el de Zapatero. Los hermanos Pino Fernández, cuenta la periodista, tardarían 20 años en recibir una compensación por el daño sufrido, y otros diez en que el Estado reconociera la relación entre sus problemas de salud mental y el atentado que arrasó sus vidas. 

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Han sido, dice Bueno, "dobles víctimas de ETA": víctimas de la violencia de la banda terrorista, pero también "del momento histórico en el que el trato a las víctimas no estaba institucionalizado". La compasión estaba ahí, explica, en un momento en el que ETA tomaba además la vía de los asesinatos indiscriminados —también de 1987 es la bomba en el Hipercor de Barcelona—, pero no había un sistema que protegiera a los supervivientes. Resulta también sorprendente que, cuando los hermanos decidieron seguir la carrera del padre en la Guardia Civil, nadie se preguntara si sería lo mejor para ellos. José Mari y Víctor recuerdan con amargura un homenaje en el Congreso celebrado en el año 2000, en el que se entregaba la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil a los asesinados por la banda, medalla que recogerían ellos en nombre de sus padres y su hermana. Pero nadie se acordó de Silvia. No estaba en la lista, nadie la nombró. En ese mismo acto, en un corrillo de políticos y militares, alguien se sorprendió de que Víctor estuviera destinado en Bilbao, teniendo en cuenta su historia familiar, y le prometieron sacarle de allí en tres meses. La promesa nunca se cumplió. 

"Todo el mundo cree que hizo lo que estaba en su mano por ellos. Para ellos no solo no fue suficiente, sino que fue muy poco". Y la desconfianza de los Pino Fernández en las instituciones es absoluta. Cuenta Pepa Bueno que su reacción ante hitos como el anuncio del fin de ETA o la detención de Josu Ternera fue de desconfianza, de desapasionamiento. Los homenajes y los aniversarios no funcionaban como un bálsamo, casi al contrario: los describen como momentos de gran estrés y sufrimiento. "Les ha costado mucho que reconocieran su condición de víctimas, y las consecuencias que eso ha tenido para su vida presente han sido muy duras", apunta la periodista. Ahora ambos tienen reconocida la incapacidad permanente a causa de las consecuencias psicológicas de aquel 11 de diciembre, pero esta no llegó hasta 2017 en el caso de Víctor y 2019 en el de José Mari. El daño ya estaba hecho: "No ha cambiado su relación con las instituciones en los últimos años, pero es que además, escuchándoles, no tengo la impresión de que vaya a cambiar nunca".

Vidas arrebatadas plantea preguntas incómodas sobre el rol político de las víctimas, porque todo esto sucedía mientras los partidos políticos —sobre todo, en la derecha— ponían en el centro del discurso a los y las supervivientes del terrorismo. Para la autora, esta paradoja no es accidental: "Evidentemente, se ha instrumentalizado políticamente a las víctimas del terrorismo. De entrada, poniéndoles una etiqueta a todas ellas, como si tuvieran las mismas vivencias. Y la instrumentalización política de las víctimas es un trágico error que no beneficia a las víctimas y que perjudica a la sociedad. Su dolor es de ellas y el deber de ofrecerles memoria, reparación y justicia es responsabilidad de toda la sociedad, no solo de un partido". Para José Mari y Víctor, que han encontrado sus propias herramientas para seguir adelante, y que empiezan a dejar atrás la oscuridad pasados los cuarenta, quizás sea tarde. 

Cuenta Pepa Bueno (Badajoz, 1963) que no guarda recuerdos personales del 11 de diciembre de 1987, aquel día en que la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza saltó por los aires. Y eso que la directora del programa Hora 25 en la Cadena Ser trabajaba por entonces en Aragón, en la emisora de Radio Nacional de España en Teruel. Pero a ella no le tocó cubrir el atentado en el que murieron 11 personas y decenas resultaron heridas: el coche bomba con 250 kilos de amonal que destrozó el edificio pasó a ese telón de fondo que acaba construyendo la memoria. Para José Mari y Víctor Pino Fernández, de 13 y 11 años respectivamente, aquel día se convertiría en un precipicio, una brecha abierta en sus vidas. El día en que murieron sus padres, el sargento José Pino y María del Carmen Fernández, y su hermana Silvia, de 7 años. El día en que empezaron a tener miedo. 

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