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De los prados de León a las campanadas del Big Ben

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Un humilde vaquero leonés que acaba arreglando el Big Ben, previo paso por el ejército liberal tras el pronunciamiento de Riego y un exilio a Inglaterra. Esa fue la historia de película que el escritor Emilio Lara (Jaén, 1968) escuchó de boca de un compañero en el instituto en el que imparte Geografía e Historia. Su sexto sentido de novelista histórico se disparó: todo aquello parecía mentira. ¿Quién era ese tal José Rodríguez Lara, del que nada había oído y que, por lo que le contaban, había construido el reloj de la Puerta del Sol? Incluso el título del volumen con el que ya soñaba parecía claro. Algo más de un año después, El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa). 

"La suya es una lucha contra el destino y la adversidad", dice Lara durante una jornada de presentación del libro en Madrid, y raptado aún por el entusiasmo. Y continúa, sin esconder su admiración por ese personaje que se ha movido en los márgenes de la historia: "En España, los héroes han sido los militares y los políticos, pero esta era la heroicidad de un hombre corriente". Aunque lo de "un hombre corriente" quizás no sea exactamente así. Pero vayamos primero a esa primera fase de investigación que llevó a Lara de librería de viejo en librería de viejo buscando el rastro del relojero y algún dato más fresco que los que cacareaban un puñado de artículos en Internet. Los encontró en José Rodríguez Losada: vida y obra (1995), de Roberto Moreno García, y en El reloj de la Puerta del Sol: vida y genio de su constructor Losada (1990), de Luis Alonso Luengo. 

 

La cosa tiene algo de truco, porque Losada era ya un personaje literario. Le había retratado José Zorrilla en sus memorias, y aparecía en los Episodios nacionales de Benito Pérez GaldósEpisodios nacionales, concretamente en La revolución de julio, el cuarto volumen de la serie. "Llegó a ser un hombre muy famoso, el relojero más conocido de Europa", precisa Lara, cuando llevar uno encima era una señal de verdadero lujo y poder, y la vida de las ciudades se medía todavía al ritmo de los relojes de las torres. Los relojes J. R. Losada, con sede en Regent Street, fueron llevados por la reina Isabel II, por la reina Victoria, por el general Narváez. Retoma el escritor: "Yo no entendía cómo no tenía una película o varias novelas". 

Entre las "grandes lagunas" que llenan la biografía del relojero, sobre todo en sus primeros años, hay algunos "fogonazos" que han ido guiando la novela. Se sabe que nace en Iruela, una pedanía de La Cabrera, en León, en torno a 1801, y que deja muy pronto el hogar familiar y los valles en los que guardaba las vacas, para acabar vagando por Extremadura y Madrid. En su primera juventud será oficial del ejército liberal para luchar contra el absolutismo de Fernando VII. Ya saben que la cosa acaba mal. También para Losada, que, perseguido por la policía al comienzo de la Década ominosa, se ve obligado a exiliarse a Londres. "Este momento es uno de los que me parecían más interesantes", explica el novelista. "La España de la que él huye va en tartana, y la Inglaterra a la que va se mueve en ferrocarril."

El Londres que le acoge ya ha llenado el Támesis de peces muertos, y el hollín roe desde hace un tiempo los muros de un Parlamento con el que España sueña. Lara habla de la reconstrucción de los ambientes de uno y otro país como un proceso "gozoso", saltando de los Episodios galdosianos a las penurias de DickensEpisodios  y apoyándose en la historia de la fotografía, testigo del mundo desde entonces. Losada debió de fascinarse tanto como él: "Llega a Londres con treinta y pocos años, sin conocer una palabra de inglés y sin un céntimo en el bolsillo" (¿les suena?). Un comité de ayuda a los exiliados políticos, muy activo en esos años, le acoge y le encuentra un hogar y un trabajo como barrendero en una relojería. Después de seis meses, el dueño descubre que, tras sacar la basura, el joven extranjero se dedica a trastear entre los mecanismos. Y los arregla. Años después será el relojero más famoso de Inglatera. 

La carrera de este artesano autodidacta se disparará. No paran de llegar encargos y empieza a hacerse un nombre en la sociedad londinense. Aunque nunca volverá a España, cuenta el escritor, "no alberga resentimientos contra un país que no lo quiso": "Él nace en una España reaccionaria y absolutista, negra, en la que no podía prosperar. Pero cuando lo hace fuera no duda en volver y devolverle algo". El gran gesto triunfal será, claro, el regalo del reloj de la Puerta del Sol que corona la hoy sede de la Comunidad de Madrid, entonces la Gobernación. Pero antes había fundado, en la trastienda de su relojería, la Tertulia del habla española, en la que reúne tanto a exiliados como a viajeros y en la que, curándose en salud, se prohíbe hablar de política. 

Pero a Lara le parece especialmente emocionante un dato de su biografía sobre el que se explaya Zorrilla en sus Recuerdos del tiempo viejo (editado ahora en Planeta). Losada había sido perseguido con particular inquina por un cierto superintendente de policía bajo el reinado de Fernando VII llamado José Zorrilla. En Londres, el que era ya un relojero de éxito se encuentra con un dramaturgo en apuros, enfangado en las deudas y, en sus propias palabras, "para tirarse al Támesis". Un tal José Zorrilla, hijo. Losada no solo salda todas sus deudas, sino que le toma como protegido y le introduce en la vida social londinense, en su casa y en las tertulias. Aquí ve Lara la esencia del Losada al que admira, "un hombre que pasa por la vida sin hacer mucho ruido, que se dedica a hacer el bien".

Y esto iguala casi, casi, a su gran hazaña: arreglar el Big Ben, que se había quedado huérfano cuando murió su responsable y que retrasaba toda la ciudad de Londres. Losada estudió el mecanismo a conciencia: a aquel armatoste le sobraba un segundo... lo que quería decir que al péndulo le faltaba peso. Para ajustar el mecanismo, narra Lara, el relojero fue depositando algunos peniques sobre la pieza de 300 kilos hasta conseguir la oscilación exacta. Al lado de ese ingenio, el carrillón de la Puerta del Sol, un reloj que conserva más del 95% de sus piezas originales 151 años después de su inauguración, parece quedarse corto.  

No es pequeño el salto —temporal, al menos— que Lara ha dado desde su primera novela, La cofradía de la Armada invencible (Edhasa) a esta incursión en el XIX. El autor reivindica el potencial narrativo de un periodo que considera poco explorado, sobre todo en comparación con épocas como el Siglo de Oro o el Imperio romano. "El siglo XIX es un siglo fascinante pero muy convulso y muy triste, porque es la historia de lo que pudo haber sido y no fue", lamenta. Su relojero muestra que también tiene alguna historia con final feliz. 

 

Un humilde vaquero leonés que acaba arreglando el Big Ben, previo paso por el ejército liberal tras el pronunciamiento de Riego y un exilio a Inglaterra. Esa fue la historia de película que el escritor Emilio Lara (Jaén, 1968) escuchó de boca de un compañero en el instituto en el que imparte Geografía e Historia. Su sexto sentido de novelista histórico se disparó: todo aquello parecía mentira. ¿Quién era ese tal José Rodríguez Lara, del que nada había oído y que, por lo que le contaban, había construido el reloj de la Puerta del Sol? Incluso el título del volumen con el que ya soñaba parecía claro. Algo más de un año después, El relojero de la Puerta del Sol (Edhasa). 

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