Los Sackler, la dinastía sin escrúpulos que se enriqueció con la crisis de los opioides

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Los vídeos tardaron unos meses en hacerse viral en redes sociales. Estaba rodado en el barrio de Kensington, en Philadelphia, Estados Unidos, un lugar que a muchos de los que veían los clips —y, desde luego, a los lectores españoles— no les sonaría de nada. Su autora era igualmente desconocida: Kim Gary, una persona anónima, no una influencer ni una periodista de renombre. Si se hicieron virales era porque su contenido resulta terrorífico y desgarrador. Personas que están claramente bajo los efectos de alguna droga, detenidas en medio de la calle, sentadas, tumbadas —¿están vivas?— o, aún peor, de pie, con la cabeza gacha, los hombros inclinados hacia el suelo, o incluso totalmente dobladas por la cintura, las manos apoyadas en la acera, en una postura que nadie podría mantener durante mucho tiempo pero en la que ellas parecen congeladas. Algunos en redes les han bautizado como zombieszombies.

Son las víctimas de una epidemia que asola Estados Unidos durante años, la epidemia de los opioides, que se ha cobrado la vida de más de 500.000 personas desde 1999. No podemos saber a qué son adictas esas personas de los vídeos que llenan las calles de Kensington. Probablemente fentanilo o heroina. Pero sí podemos saber, nos dice el periodista Patrick Radden Keefe, qué puerta les ha llevado allí. Esa puerta tiene un nombre comercial: OxyContin, narcótico contra el dolor a base de oxicodona comercializado por Purdue Pharma. Y, si tiene nombre comercial, esa puerta tiene dueños: la familia Sackler, a quien en su libro El imperio del dolor el periodista hace responsable de la aprobación y propagación de un medicamento extremadamente adictivo, extremadamente nocivo y extremadamente rentable.

Los adictos se cuentan por millones. También los dólares que se ha embolsado la familia Sackler: 35.000 millones gracias al OxyContin, según los datos de Keefe. El periodista comenzó a interesarse por el medicamento cuando, investigando los careles mexicanos, le hablaron de un repunte en el consumo de heroina. Los toxicómanos señalaban una y otra vez la misma puerta de entrada: OxyContin, prescrito por su médico. Los medios estadounidenses llevan varios años tratando esta crisis de salud pública, sobre todo desde el punto de vista de los adictos y sus familias. El documental El crimen del siglo, de Alex Gibney, relata en HBO el sufrimiento de los expacientes y la responsabilidad del Gobierno. Barry Meier, periodista del New York Times, publicó en 2018 el libro Pain killer, al que El imperio del dolor debe mucho —cosa que se le reconoce explícitamente—. Pero Keefe tuvo suerte.

Una suerte en forma de procesos judiciales contra Purdue Pharma y la familia Sackler, que han liberado documentos internos inéditos de Purdue Pharma. Gracias a estos procesos, el autor de No digas nada pudo convertir su reportaje de 2017 en el New Yorker en un libro de 590 páginas más notas, editado en España por Reservoir Books. ¿Y qué hace diferente al libro de Keefe? Que no hace un retrato de las víctimas del OxyContin, sino de los responsables de su sufrimiento. En el punto de mira no están esos que algunos llaman, morbosamente, zombies, sino quienes se han enriquecido con su dependencia. Este es un libro, dice su autor, que “pone sobre la mesa el modo en que el sistema capitalista, el sistema gubernamental y el sistema judicial de los Estados Unidos tienden a proteger a las súper élites de las consecuencias negativas derivadas de su propia toma de decisiones”.

Keefe describe a unos nuevos Médici, una familia de magnates que se consideran a sí mismos unos filántropos o, mejor, unos “entrepreneurs sociales”. Su nombre está grabado en el Louvre, en Harvard, en Oxford, y sufragan gastos culturales y de investigación desde Tel Aviv hasta Pekín. Son más ricos, explica el periodista, de lo que fueron en su mejor momento las famosas estirpes de millonarios benefactores, como los Carnegie o los Vanderbilt. Primero estuvo Arthur Sackler, el gran patriarca por delante de sus hermanos Raymond y Mortimer, fundador de Purdue Pharma y comercializador del Valium. Después llegó Richard Sackler, sobrino de Arthur e hijo de Raymond, que logró ponerse al frente de la inmensa fortuna... y de Purdue Pharma, su principal fuente. Sin embargo, al contrario de los Rockefeller, y de manera muy astuta, los Sackler han tratado de que su apellido y el nombre de su empresa no permanezcan ligados. Hay que bucear en la web de Purdue Pharma para encontrar la marca OxyContin. Y hay que bucear aún más para encontrar el apellido Sackler. Que no sepa la mano izquierda lo que hace la mano derecha, decía el precepto bíblico sobre la limosna. En este caso, se trata de que no lo sepan los ciudadanos.

La eficacia de las puertas giratorias

El romance de la familia Sackler con la morfina comenzó en los ochenta, con Raymond y Mortimer: MS Contin liberaba lentamente el sulfato de morfina Contin alude a su efecto continuo—, y comenzó a recetarse para tratar el dolor crónico. Pronto se convirtió en el superventas de Purdue. Pero a finales de los ochenta, cuando la patente estaba cerca de expirar y la competencia amenazaba con comerles el pastel, los Sackler tuvieron que ponerse manos a la obra. Y ahí apareció Richard, el hijo de Raymond y padre del OxyContin. MS Contin había hecho su agosto tratando, principalmente, a los pacientes que sufrían un dolor moderado o grave durante un corto periodo de tiempo, como aquellos con cáncer. Pero ¿por qué quedarse ahí? El mercado potencial del OxyContin podía ser mucho más amplio: ahí estaban los pacientes con dolor moderado prolongado, como los que sufrían de la espalda, los que jamás se recuperarían del todo de una lesión grave, los que tenían artritis o fibromialgia... Había que orientar el nuevo medicamento hacia el “dolor crónico no maligno”, que desde luego era mucho más frecuente (y lucrativo) que el maligno.

¿Cómo hacer que el Gobierno estadounidense y los médicos vieran con buenos ojos que se administrara un tratamiento tan fuerte como este para dolores que podían durar toda la vida? “Durante años, los partidarios del MS Contin”, escribe Keefe, “habían estado argumentando que, en situaciones de vida o muerte, en las que alguien libra una batalla mortal contra un cáncer, era un poco absurdo preocuparse de si el paciente se enganchaba a la morfina”. Lo que tenía que lograr Purdue y los Sackler es que siguieran sin preocuparse aunque no fuera cuestión de vida o muerte.

Y lo que Keefe describe pormenorizadamente es una campaña de marketing marketingque puso en la diana primero al Gobierno (concretamente a la FDA, el organismo encargado de aprobar el uso de nuevos medicamentos) y luego a los médicos y a los pacientes (porque había que luchar también contra los prejuicios, justificados, contra la morfina, que ese identificaba claramente como una droga peligrosa). Richard Sackler tenía que enfrentarse a Curtis Wright, empleado de la FDA que sería “el inquisidor principal” en el caso. Pero del enfrentamiento se pasó a la amistad: Purdue le enviaba información sobre el OxyContin a su domicilio personal, el funcionario y directivos de la farmacéutica hablabam apasionadamente del producto en congresos médicos, un equipo de la empresa ayudó a Wright a escribir sus informes para la FDA, y aquella colaboración llevó a una de las claves para que OxyContin fuera recetado pese a la adicción que, estaba probado, generaba la oxicodona.

En el prospecto aprobado por la FDA se podía leer: “Se cree que la absorción dilatada que porporcionan los compromidos del OxyContin reduce la propensión a un posible abuso”. “Se cree”. ¿Quién lo creía y por qué? No se sabía. Wright negaría luego haber escrito esta frase, pero lo cierto es que llegó a defenderla ante los compañeros de trabajo que la cuestionaban. Más tarde, Richard Sackler presumiría de lo bien que había ido el proceso: “Esto no es algo que haya 'pasado' sin más; se ha tratado de un incidente hábilmente planeado y coordinado. A diferencia de otras solicitudes, que se pasan años en manos de la FDA, este producto se ha aprobado en once meses y catorce días”. Un último detalle: al poco de la aprobación del OxyContin, Wright dejó la FDA para pasarse a la privada. Un año después de abandonar el puesto, estaba trabajando para Purdue en un puesto por el que cobraba 400.000 dólares al año.

Morfina, un tratamiento para toda la vida

Una vez aprobado el medicamento, había que hacer que los médicos lo recetaran. Y para eso, Richard Sackler también tenía un plan: visitas médicas, almuerzos profesionales, congresos con los gastos pagados. No era un plan original, pero era un plan eficaz. “Durante algunos años”, escribe Keefe, “Purdue destinó una cifra tan considerable como nueve millones de dólares a invitar a comer a los profesionales a los que trataba de persuadir”. Sackler no hubiera permitido este dispendio si hubiera resultado inútil. En 1996, el magnate aseguraba en una comunicación interna que “los médicos que han acudido a alguna cena o a algún encuentro de fin de semana han prescrito el doble de Rx [recetas] nuevas del OxyContin con respecto al grupo de control”. Los encuentros de fin de semana eran más eficaces, decía Richard Sackler, aunque en un estudio de 2016 que cita el periodista se demostraba que “una mera invitación a una comida por un valor de veinte dólares podía bastar para que un profesional de la medicina cambiase un producto por otro en sus recetas”.

Para asegurarse de que los doctores recetaban el nuevo medicamento, Purdue aumentó su plantilla de comerciales, que tendrían una única misión: “Vender, vender y vender OxyContin”. Tenían que lograr que los médicos dejaran de recetar su analgésico más socorrido y que lo cambiaran por el OxyContin. OxyContin, explicaban en los centros médicos, servía para cualquier tipo de dolor de moderado a intenso y podía consumirse durante semanas, meses, durante toda la vida, sin efectos secundarios. ¿Y si los doctores tenían reparos, sobre todo en lo relativo a la posible adicción? Se recitaba la frase del prospecto aprobada por la FDA: “Se cree que la absorción dilatada que porporcionan los compromidos del OxyContin reduce la propensión a un posible abuso”. Funcionó. A principios de los dosmiles, el único límite al crecimiento del OxyContin era la propia capacidad de producción de Purdue.

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Los casos de adicción al OxyContin empezaron a registrarse casi desde el comienzo de su comercialización, cuenta Reefe. El propio prospecto advertía de que si las píldoras se machacaban, la acción de la oxicodona se aceleraba y podía llevar a la sobredosis. El OxyContin comenzó a venderse en el mercado negro, donde las personas adictas podían comprar pastillas por un dólar el miligramo y luego machacarlas para esnifarlas o diluirlas para inyectarse su dosis. Eso no hizo que Purdue retirara el medicamento: ¡todo era culpa de los adictos! Cuando se registraron casos de pacientes que habían recibido recetas de OxyContin y que morían a los pocos meses de comenzar el tratamiento, Purdue tampoco lo retiró. Y tampoco cuando muchos pacientes empezaron a sufrir síndrome de abstinencia incluso entre sus dosis diarias, que debían tomarse cada doce horas. Ni cuando los médicos empezaron a recibir pacientes que pedían dosis más elevadas, ya que las recomendadas habían dejado de hacerles efecto. Purdue había creado un mercado al que no podía renunciar. Pero las demandas empezaron a llegar a mediados de los dosmiles, y en 2010, la farmacéutica reformuló el medicamento para que las pastillas no pudieran machacarse. Y tuvo efecto: muchos dejaron de consumir OxyContin... y pasaron a consumir otras drogas.

Reefe habla de dos tipos de adictos: los de mayor edad, que siguen obteniendo OxyContin con las recetas de su médico; y los más jóvenes, que quizás no pueden hacer frente a su precio —que ha ido creciendo— y que se dirigen al mercado negro para encontrar sustitutos más baratos a su adicción. Ahí están el fentanilo y la heroina. Según la American Society of Addiction Medicine, cuatro de cada cinco adictos a la heroina empezaron tomando tratamientos contra el dolor. Un estudio de 2010 analizaba el recorrido de 242 personas as las que se les había recetado OxyContin y que ingresaron en programas para el tratamiento de la adicción tras su reformulacón. Un tercio de ellos se habían pasado a otras drogas. De ese tercio, el 70% consumía heroina.

Las más de 600 páginas de El imperio del dolor van mucho más allá de este somero resumen de las acciones de los Sackler, en un relato que no escatima detalles y que resulta a menudo indignante para el lector. Entre esos lectores quizás no se encuentren aquellos jóvenes de Kensington, en Philadelphia, a los que en redes han llamado zombies.

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