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Cultura

Benedetta, la monja mística del siglo XVI que cayó en desgracia por sus “actos impúdicos” con otra novicia

Daphné Patakia como Bartolomea (izq.), y Virginie Efira como Benedetta, en 'Benedetta', de Paul Verhoeven.

Una monja mística del siglo XVI asediada por el mundo sobrenatural. Visiones religiosas llenas de erotismo y violencia. Una relación lésbica entre novicias narrada con todo lujo de detalles. Batallas de poder en el seno de la Iglesia católica. La amenaza de la peste a las puertas de una pequeña ciudad del Renacimiento italiano. Cuando el cineasta Paul Verhoeven leyó Immodest acts, de la historiadora Judith C. Brown, debió pensar que le había tocado la lotería. El autor de Elle, Showgirls o Instinto básico tenía ante sí todos los elementos necesarios para construir un thriller erótico-religioso de épocathriller , ¡y apenas tendría que retocar la realidad! Un poco de exageración aquí, un poco de grandilocuencia autoconsciente por allá, un compromiso absoluto con la blasfemia, una actriz (Virginie Efira) que lleve sobre sus hombros el peso de una película que exige algo más que un salto de fe, y listo. Benedetta entró en la competición oficial del Festival de Cannes y se proyecta ahora en el Festival de San Sebastián, antes de su estreno en cines el 1 de octubre.

El espectador no puede esperar de Verhoeven ni sutilidad, ni contención, ni finura. El director nunca ha estado interesado por lo que otros llamarían buen gustobuen gusto. Su particular estilo le ha llevado a firmar exitazos del cine reciente (como RoboCop o Instinto básico), fracasos absolutos convertidos en obras de culto (Showgirls) y películas incómodas que han suscitado acalorados debates (Elle). No es extraño que las opiniones de la crítica en torno a Benedetta, aunque mayoritariamente positivas, no sean unánimes. Hablamos de una película que ofrece escenas de una violencia inverosímil —las cabezas vuelan, la sangre cae a chorros— junto a otras de una trascendencia hermosamente ridícula —un cristo luminoso camina por los campos en medio de un rebaño de ovejas—, una película que describe enfrentamientos políticos entre monjas inteligentes y poderosas y sacerdotes calculadores y arribistas, pero también escenas de sexo con intervenciones marianas. El encuentro entre Benedetta y Verhoeven parece, como dirían los ingleses, a match made in heaven. La monja mística también se entregó a la exageración, a la transgresión y al sexo. Ella tampoco estaba interesada en el buen gusto.

De niña milagrosa a mística pecadora

Benedetta Carlini nació en 1590 en Vellano, un pueblo de 800 habitantes al norte de Florencia, en el seno de una familia de clase media. Su madre y ella se salvaron milagrosamente de un parto que iba a acabar en muerte, y de inmediato se decidió que, para dar gracias a Dios y a la Virgen, el destino de la niña sería el convento. Benedetta ingresó con nueve años en el de la orden de las Teatinas en Pescia, y allí pasaría toda su vida. Pero qué vida: a los 23 años comunicaría por primera vez a su madre superiora y a su confesor que estaba experimentando visiones en las que se le aparecían la Virgen o Jesucristo, y de las que no sabía si eran de origen divino o demoniaco. Las visiones llevaron a la presentación de estigmas, y los estigmas al sufrimiento de un dolor atroz de origen incierto, y de ahí a las manifestaciones de ángeles de la guarda que hablaban por su boca, y de ahí a la organización de una boda pública con Jesucristo. Etcétera.

Ordenada abadesa a los 30 años y venerada por los vecinos de Pescia, ciudad de la que se había declarado a sí misma protectora, los dirigentes eclesiásticos de la región pasaron de dar por buenas sus visiones místicas a negar su veracidad, sus compañeras pasaron de admirarla a temerla y después a delatarla. Pero nada de eso es lo más extraño que puede encontrarse en su expediente. Ese lugar está reservado a sus relaciones sexuales con la hermana Bartolomea, una novicia más joven que la atendía en sus dolores divinos y que acabó confesando que la abadesa la asaltaba “por la fuerza” en la cama, hasta “tres veces a la semana”, para practicar “actos impúdicos” por los que ambas se “corrompían”.

Conquistar el poder con la ayuda de Dios

Judith C. Brown descubrió la historia investigando en los Archivos Estatales de Florencia, donde encontró unas cien páginas relativas a las investigaciones eclesiásticas sobre Benedetta, que se extendieron entre 1619 y 1623. El proceso contaba en detalle las visiones místicas de la abadesa, las disquisiciones de los dirigentes eclesiásticos sobre su veracidad y las reacciones de los habitantes de Pescia y de las demás integrantes de la congregación ante las manifestaciones. Detrás de todo ello había una historia apasionante de la conquista de una parcela de poder por parte de una mujer que, de otra forma, jamás hubiera tenido derecho a ella. Benedetta dio sermones en los que decía encarnar a los ángeles y a Cristo mismo, cuando las mujeres no tenían derecho al discurso público ni en los conventos; impuso sus propias normas de comportamiento en la clausura por encima de las de la orden o las de los religiosos que la tutelaban; alcanzó muy joven un puesto reservado a las religiosas con más experiencia; se convirtió en una figura popular en Pescia, hasta el punto de que a su muerte se formaron revueltas para ver su cadáver. Es decir, transformó la vida anodina que le estaba reservada, la de una niña de clase media que no tenía la suficiente dote como para entrar en un convento prestigioso, en una absolutamente excepcional: la de una figura de santidad, vehículo de lo divino.

Para la historiadora Brown, sin embargo, había algo especialmente importante en los escritos sobre Benedetta: “La investigación contenía, entre otras cosas, una detallada descripción de sus relaciones sexuales con otra monja. Esto lo convierte en un documento único para la Europa premoderna e inestimable por su análisis de áreas nunca exploradas hasta entonces de la vida sexual de las mujeres, así como de la mirada renacentista sobre la sexualidad femenina”. La Europa del siglo XVI castigaba duramente la homosexualidad masculina, que describía en manuales médicos y en códigos legales, pero, pese a considerar que la mujer se veía más sometida por sus propios instintos sexuales que el hombre, apenas concebía la idea de la homosexualidad femenina. Hasta el proceso contra Benedetta, no existían en Italia registro de juicios por lesbianismo, y en otros países del entorno —notablemente en España— apenas se habían dado un puñado de ellos. La visión absolutamente falocéntrica de la sexualidad, explica Brown, suponía un desafío para la mentalidad renacentista: era imposible que una mujer sintiera deseo por otra, ¿con qué fin? Y era más imposible aún que este se materializara: ¿cómo?

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¿Cómo se castiga lo inconcebible?

El podcast Las hijas de Felipe, en el que las investigadoras Ana Garriga y Carmen Urbita divulgan aspectos poco conocidos de los siglos XVI y XVII —desde el ejercicio físico pacticado en la época hasta la especulación inmobiliaria—, aborda la concepción que entonces había del lesbianismo, fijándose justamente en las relaciones entre religiosas. En el episodio ¿Qué hace una lesbiana como tú en un convento como este?, en el que también hablan de Benedetta Carlini, dan cuenta de la escasa legislación existente en la época… y de las fijaciones un tanto particulares de la misma. Uno de los pocos ejemplos, que de hecho serían estudiados en Italia, es un edicto de Carlos V, datado en 1532, en el que se advertía de que “si alguien comete impurezas con una bestia, o un hombre con un hombre, o una mujer como una mujer, perderá su vida y será sentenciado a morir en la hoguera, como es costumbre”. Pero, como se discutía la naturaleza misma de los crímenes cometidos —insistimos en que apenas podía concebirse el deseo entre mujeres—, también se discutía el castigo. En opinión de Antonio Gómez, se requería solo la hoguera en los casos en que se mantuvieran relaciones mediante algún “instrumento material”, es decir, un dildo. Si no se hacía tal cosa, el castigo podía ser menos severo. Por supuesto, Paul Verhoeven no puede resistirse ante estas curiosas apreciaciones, y las hace aparecer en la película imaginando una escena que nunca sucedió —que sepamos— y que es puro Verhoeven: Bartolomea talla para Benedetta un dildo en la estatuilla de madera de una Virgen —la figurilla más querida de la monja mística, que sí existió—.

El destino de Benedetta después de que se descubrieran sus relaciones sáficas nos es desconocido. Los papeles encontrados por Judith C. Brown no lo aclaran; el veredicto y el castigo infligido parecen haberse perdido. Sí sabemos que Benedetta no fue quemada, porque, según nos aclara el diario posterior de otra religiosa, murió a los 71 años en el mismo convento de las teatinas, “en penitencia” y tras 35 años de encarcelamiento en esos mismos muros. Ah, he ahí la pena a la que fue sometida, podría pensar el lector. Es posible, pero quizás no: ese tiempo de prisión empezó tres años después de que se descubrieran los pecados de la mística. Verhoeven aprovecha este misterio para imaginar el gran acto de poder de Benedetta Carlini, el gran signo de su interlocución directa con Jesucristo, una venganza sobre sus detractores que, no podía ser de otra manera, llegará en forma de sangre, fuego y enfermedad. Y sexo y amor, claro. Si la hermana Benedetta ha ascendido al cielo, como ella misma predijo, quizás no esté del todo contenta con el retrato de Verhoeven, que cree más en la inteligencia terrenal de esta mujer imparable que en sus conexiones divinas. Pero, ah, qué satisfecha estará de que en todo el mundo se pronuncie su nombre.

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