Historia
"El 'terror rojo' en Cataluña durante la Guerra Civil es un mito"
Verano de 1937. En Cataluña escasean el arroz, las lentejas, las judías y las habas, y en Barcelona la población las sustituye por verduras frescas que muchos no se pueden permitir. La cosecha de trigo se reduce casi a dos terceras partes mientras la población crece un 20% por la llegada de refugiados de todo el país. Unos 160.000 catalanes luchan contra el bloque fascista en el Ejército Popular, suponiendo el 30% del total de sus fuerzas (según cifras de Esquerra Republicana). Los enfrentamientos armados de mayo entre organizaciones como CNT, FAI, POUM, PSUC y PCE han quebrado a la izquierda. Y aún queda un año y medio de guerra hasta la entrada de las tropas franquistas en Barcelona en enero de 1939.
La idea que persiste sobre aquellos años, explica el historiador José Luis Martín Ramos (Barcelona, 1948), es la de un nido de intrigas y negociaciones entre la resistencia al golpe de Estado, un escenario de "terror rojo" en el que nadie estaba a salvo, un territorio sin reglas en el que unos trataban de hacer la revolución y otros trataban de impedirlo. Su libro, Guerra y revolución en Cataluña (1936-1939) (Crítica) trata de negar o matizar lo que considera unas "interpretaciones tópicas" sobre la contienda. Ángel Viñas, uno de los investigadores de referencia en el período, se deshace en elogios en el prólogo: "El análisis que el lector tiene en sus manos es, en mi opinión, el más depurado, el mejor que se ha escrito hasta hoy sobre el tema, en castellano, inglés, alemán, francés o italiano".
Viñas confirma la imagen de avispero del frente catalán: "No cabe duda de que, de todos los territorios que constituyeron la retaguardia republicana, Cataluña constituyó el ejemplo político, económico y social —y a la postre militar— más complejo. También, por consiguiente, el más interesante". Pero Martín Ramos se detiene un segundo, al otro lado del teléfono, cuando se le pregunta por las particularidades de la contienda catalana en comparación con las demás regiones que resistieron hasta bien avanzada la contienda, como Valencia o Madrid. La escasez, la ruptura de las instituciones o las colectivizaciones se dieron igualmente en otros territorios. También la violencia de la retaguardia republicana, más señalada en Cataluña, pero presente en los primeros meses tras el golpe de Estado, explica el autor, en todo el bloque. El historiador esboza dos: la supervivencia precaria de las instituciones de la Generalitat, que convivirían con el Gobierno central, y la presencia de este a partir de octubre del 37.
Ante el llamado "terror rojo" —que "mucha propaganda y no poca historiografía sigue sosteniendo"—, Martín Ramos se detiene para refutarlo. "Que hay violencia en la retaguardia es indiscutible", lanza el historiador, "en la retaguardia republicana, practicada por quienes defienden la república, y en el bando sublevado, por los sublevados". Pero establece una primera diferencia: entre los fascistas, la violencia va "de arriba a abajo, primero para el triunfo del golpe y luego para la formación de un nuevo Estado". En la zona republicana, sin embargo, va "de abajo a arriba", no está impulsada ni por la Generalitat ni por el Gobierno, ni siquiera por las direcciones de sindicatos y partidos. El mismo 25 de julio de 1936, días después del golpe, Lluís Companys, presidente de la Generalitat, se dirige ya al Comité Central de Milicias Antifascistas pidiendo el fin del derramamiento de sangre.
El volumen cifra el número de víctimas en toda Cataluña en 8.360, un 2,9% de la población, "un porcentaje situado en la franja media de la represión en el territorio republicano". Unas 400 de estas muertes corresponden a sentencias dictadas por distintos tribunales de guerra o tribunales populares, lo que supone un porcentaje de un 1,3 por diez mil, "que resistiría cualquier comparación sobre represión institucional o de retaguardia en una situación de guerra civil". "En Cataluña, la violencia institucional es muy pequeña", insiste el historiador. "El 'terror rojo' es un mito. No hubo. Eso no quiere decir que la gente no estuviera aterrorizada, lo que decimos es que no había una represión política organizada, como en la Revolución Francesa".
Los "asesinatos extrajudiciales" se concentran, sobre todo, en el verano tras el levantamiento (un 61%), y entre octubre y diciembre (22%). "El parcial vacío de poder tras el golpe significa que el control de la sociedad se rompe, y la respuesta violenta o el ajustar cuentas no tiene freno en los primeros, y parece favorecido por la lucha contra los sublevados y los que apoyan a los sublevados", explica. Se da lo que llama una "violencia reactiva" contra los participantes en la rebelión o las instituciones a las que representan, pero también "ajustes de cuentas de conflictos sindicales que vienen de los años veinte, ajustes de cuentas entre patronos y obreros, arrendatarios y amos, ajustes de cuentas políticos…". Lo que Solidaridad Obrera, periódico de CNT, llamó "Ojo por ojo y diente por diente", celebrando el asesinato de un dirigente patronal que había instigado el pistolerismo contra los sindicalistas. Pero Martín Ramos advierte: "Esta violencia afecta a todos los republicanos, no solo a los anarquistas, por coger un estereotipo".
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La visión que el historiador da sobre los sucesos de mayo del 37, en los que se enfrentaron a tiros las distintas fuerzas de izquierdas en Barcelona y en toda Cataluña, difiere también del de parte de la historiografía. Antes de las jornadas que provocarían una crisis en el Gobierno republicano y una brecha más profunda en la resistencia antifascista, la situación era inédita. La Generalitat sobrevive "en precario" mientras las organizaciones de izquierdas ocupan las calles, los centros de trabajo, las fábricas. Algunas instalaciones arrebatadas a los rebeldes, como el edificio de la Telefónica en la plaza de Cataluña, centro de los enfrentamientos, no habían vuelto a manos de las autoridades. "Siguiendo las memorias de los dirigentes de la CNT o del POUM, se ha entendido siempre que había unos revolucionarios y unos contrarrevolucionarios en el campo republicano", explica Martín Ramos. "Yo defiendo que eso es imposible: los contrarrevolucionarios son los que se han levantado en armas. Mi tesis es que revolucionarios son todos, y que cada formación entiende la revolución de manera diferente". Insiste el investigador en que estas visiones no eran antagónicas. Pero acabaron siéndolo: "La confrontación no consigue resolverse en términos políticos, y cuando discutes en una situación de guerra, entre gente armada, si no llegas a un acuerdo un día u otro te enfrentarás con las armas".
Martín Ramos no se cansa de repetirlo: hasta ahora, defiende, el estudio sobre el período se ha construido sobre las memorias de sus protagonistas o los relatos de las organizaciones a las que pertenecían. En un momento de especial tensión política, estas fuentes son solo fiables en parte. Por ello, para estudiar, por ejemplo, los movimientos de la CNT, no se fija tanto en las acusaciones de otros sindicatos o en los amargos recuerdos de sus dirigentes, sino en sus documentos internos —que, por cierto, dan fe según el investigador, de una rebelión anarquista en el origen de los enfrentamientos de mayo—. Es una manera de revolverse ante un estudio del período que, considera, se ha movido por inercia. "Es la dictadura la que ha organizado la memoria colectiva de las generaciones de después de la guerra", denuncia. "La Transición fue un pacto y, de una manera implícita, el análisis a fondo de la guerra en esa etapa quedó en suspenso". Además de una estudio reavivado de la Guerra Civil, Martín Ramos percibe un "cambio en la memoria colectiva". Pero añade, algo escéptico: "Aunque fíjate, aquí estamos, hablando aún de 1939".