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'Los testamentos': instrucciones para acabar con Gilead

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"Escribir distopías y utopías es una manera de hacerle al lector la pregunta: '¿Dónde quieres vivir?", decía Margaret Atwood (Ottawa, Canadá, 1939) en el congreso Women in the World hace ya más de un año. La escritora, desde luego, conoce a la perfección el poder de la ficción especulativa: El cuento de la criada, novela publicada en 1985, ha trascendido con mucho el contexto de su escritura. En los últimos años, esta distopía que dibujaba un Estado autoritario ultrarreligioso, centrado en el control de los cuerpos y las vidas de las mujeres, se ha convertido en un símbolo para activistas feministas de todo el mundo —desde la primera Marcha de las Mujeres en Estados Unidos en 2017 al último Orgullo LGTB en Madrid—, sirviendo como advertencia ante el auge de la extrema derecha y la reacción machista. No es extraño que la secuela de aquella historia, Los testamentos (editada por Salamandra en español), haya sido esperada como una de las grandes novedades literarias de la temporada o incluso uno de los fenómenos culturales del año. Sirva decir que pasó a formar parte de los finalistas del premio Booker antes incluso de su llegada a las librerías. 

Pero el público ha recibido El cuento de la criada, en esta relectura colectiva, también como si se tratara del mensaje de una guía políticoespiritual. A sus casi 80 años, Atwood ha hablado, consciente de dirigirse a cientos de miles, a millones de seguidoras en todo el mundo, en su mayoría mujeres, que esperan de ella más que un libro. Gilead, aquella república de ficción, tiene una cualidad casi material para las lectoras que la han visto como un reflejo distorsionado de las políticas percibidas como machistas y autoritarias, como podrían ser los vientres de alquiler, los movimientos de Trump contra las organizaciones de planificación familiar o la negativa a legalizar el aborto en algunos países latinoamericanos. Pero la pregunta a la que hacía mención, "¿dónde quieres vivir?", parece ensancharse en este nuevo título. Ya no se trata solo de qué mundos resultan deseables —en contraposición a aquellos que deberían evitarse—, sino de cómo lograr que no sean solo imaginarios. En Los testamentos, la protagonista es la resistencia. 

Los testamentos está ambientada 15 años después de los sucesos que se narran en El cuento de la criada, cuando su protagonista, Defred, era introducida en una furgoneta con destino a un final ambiguo. La serie de televisión producida por la cadena estadounidense Hulu, responsable en gran medida de la renovada popularidad del libro, se ha atrevido en la segunda y tercera temporada a ir un poco más allá de lo dibujado por Atwood, imaginando el futuro cercano de Defred, aquí bautizada como June e interpretada por Elisabeth Moss. Con este salto de 15 años, la escritora se aleja de la saga televisiva, dándole vía libre —aunque estableciendo, a la vez, su horizonte narrativo a medio plazo— y asegurando para sí misma una mayor libertad creativa. Pero se trata de una decisión tan literaria como práctica: esa distancia temporal le permite abandonar a su narradora original, que apenas pronuncia aquí un par de frases, utilizar a personajes que entonces apenas existían y, sobre todo, desplazarse por la historia de Gilead. Porque si todos los grandes imperios han caído, Gilead no iba a ser menos. 

Renunciar a la ambigüedad

 

Las lectoras de El cuento de la criada encontrarían en la novela un poderoso elemento narrativo que la serie decidió no reproducir: el relato de Defred —una Criada, es decir, una mujer descarriada que es secuestrada y violada ritualmente para que engendre a los hijos de las élites— es ambiguo. En ocasiones podría parecer incluso que no es una narradora fiable, que está ocultándonos información o mintiendo deliberadamente. No está claro hasta qué punto la protagonista ha sucumbido a la reeducación de Gilead, qué justifica su aparente pasividad, hasta qué punto estaría dispuesta a rebelarse, a renunciar a los escasísimos privilegios de los que dispone para arriesgarse a castigos más duros o a la muerte. No está claro hasta qué punto es una heroína. Es un mecanismo que la novelista ha utilizado desde entonces en otras novelas, como Alias Grace, convertida también en serie de televisión. En la producción de Hulu protagonizada por Moss, esa duda se disipa pronto, y June pasa a convertirse en una combatiente por la resistencia, un reflejo aspiracional para las espectadoras. Los testamentos se acerca más a este segundo tono que al primero. 

Atwood vuelve a recurrir aquí al mecanismo del manuscrito encontrado que utilizaba en aquella novela —un falso epílogo, escrito por académicos, nos revelaba que el texto que leíamos había sido encontrado tras una falsa pared. Pero en este caso hay tres narradoras. A dos de ellas, dos adolescentes, no las hemos escuchado antes: están identificadas como los testigos 369A y 369B, una ha sido criada en Gilead y la otra fue evacuada de niña a Canadá mediante una red que ya aparecía en el primer volumen, llamada el Ferrocarril subterráneo en referencia a la vía de escape organizada por el movimiento de abolición de la esclavitud en Estados Unidos durante el siglo XIX. Pero la tercera sí resulta más que familiar: es Tía Lydia, la máxima responsable de Casa Ardua, centro de reeducación y control de las Criadas, una mujer despiadada que ha llegado a la primera línea del poder gracias al sadismo, la discreción y el respeto escrupuloso de las normas.

Lo que oculta la Tía Lydia

La serie de Hulu había tratado ya de adentrarse en este personaje otorgándole un trasfondo personal lleno de dolor y vergüenza. En su libro, Atwood parece enmendar aquel intento y se interesa por Lydia del mismo modo en que los pensadores que vivieron la Segunda Guerra Mundial se interesaron por los jerarcas intermedios del horror nazi. "¿Cómo te conviertes en una persona de alto rango en una sociedad dictatorial?", se preguntaba la novelista en una entrevista para The New York Times. "Bien eres un verdadero creyente desde el inicio (...) o bien eres un oportunista. O puede ser el miedo, o puede ser una combinación de todo ello. Pondría el miedo en primer lugar: si no hago esto, me matarán". Pero este mismo personaje —evitamos los spoiler— sirve como caso de estudio para reflexionar sobre cómo caen estos mismos regímenes. "Hay diferentes escenarios", explicaba la autora. "El derrumbamiento interno, la corrupción y las purgas entre las élites; ataques desde fuera; sucesión generacional". Y todas ellas se exploran en Los testamentos

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El cuento de la criada y su secuela tienen, como es lógico, muchos puntos en común. El interés sobre los efectos que los regímenes autoritarios tienen sobre quienes los sufren, ya sean estos víctimas o verdugos. La tensión entre los límites que imponen las condiciones políticas y las grietas de libertad —o, mejor, capacidad de decisión— que se abren en cualquier situación, por asfixiante que esta sea. La repetición histórica de los castigos específicos que se imponen a las mujeres por el hecho de ser mujeres. La transformación de las víctimas en colaboradoras y la posibilidad o no de verdadera sororidad entra ellas. Pero hay una preocupación en Los testamentos que no parecía existir en su predecesora, o no con tanta fuerza.

En El cuento de la criada, la esperanza parecía localizarse, sobre todo, en el destinatario futuro que Defred esperaba encontrar para su relato: allí donde hay alguien que dé testimonio y alguien que lo escuche, decía Atwood, existe algo de luz. Pero, al desgranar sus motivos para iniciar la saga, la novelista temía que esta manera de pensar, que basta con recordar y contar para que otros extraigan enseñanzas, que basta con imaginar con eficacia para exorciza el mal, fuera una clase de "wishful thinking". No se puede confiar en él, advertía. Quizás por ese motivo Los testamentos no se limita a señalar el horror y hacerlo verosímil, a recordar que "cualquier cosa puede pasar en cualquier parte, dadas las circunstancias". En su nuevo libro, y al final de su carrera como narradora, Atwood tiene otro mensaje: si es posible entrar en una distopía despreocupadamente, casi sin darse cuenta, pensando que nada es tan grave como parece y que quienes advierten del peligro son unos agoreros, también es posible salir de ella. Los testamentos señala el camino: mediante la organización, la hermandad, la lucha y un buen relato. 

 

"Escribir distopías y utopías es una manera de hacerle al lector la pregunta: '¿Dónde quieres vivir?", decía Margaret Atwood (Ottawa, Canadá, 1939) en el congreso Women in the World hace ya más de un año. La escritora, desde luego, conoce a la perfección el poder de la ficción especulativa: El cuento de la criada, novela publicada en 1985, ha trascendido con mucho el contexto de su escritura. En los últimos años, esta distopía que dibujaba un Estado autoritario ultrarreligioso, centrado en el control de los cuerpos y las vidas de las mujeres, se ha convertido en un símbolo para activistas feministas de todo el mundo —desde la primera Marcha de las Mujeres en Estados Unidos en 2017 al último Orgullo LGTB en Madrid—, sirviendo como advertencia ante el auge de la extrema derecha y la reacción machista. No es extraño que la secuela de aquella historia, Los testamentos (editada por Salamandra en español), haya sido esperada como una de las grandes novedades literarias de la temporada o incluso uno de los fenómenos culturales del año. Sirva decir que pasó a formar parte de los finalistas del premio Booker antes incluso de su llegada a las librerías. 

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