El pasado agosto la revista británica The Economist reclamaba una remodelación total de los sistemas tributarios nacionales para adaptarlos al siglo XXI. Las normas fiscales que sirven para gravar a empresas y contribuyentes se han quedado obsoletas. La globalización y las rapidísimas innovaciones tecnológicas, argumenta la publicación, han hecho de los impuestos unos mecanismos ineficientes e injustos: ni recaudan lo que debieran y necesitan las administraciones públicas para cumplir con sus compromisos con los ciudadanos, ni gravan más a quien más tiene o gana, por lo que fallan a la hora de mitigar las desigualdades.
“Adam Smith decía que los impuestos deberían ser eficientes, ciertos, convenientes y justos. Por el contrario, las políticas fiscales actuales son una chapuza imperdonable”, resume la revista, estandarte del liberalismo económico desde 1843. En uno de sus habituales artículos sin firma, The Economist se queja de la “abrumadora” complejidad de los sistemas tributarios, así como de sus numerosos “agujeros”, por donde cada año se escapan millones. Y propone cambios sustanciales en el modelo fiscal que prima en casi todos los países del mundo: en lugar de crear nuevas tasas y eliminar las antiguas, debería acometerse una “reforma fundamental” de los sistemas tributarios para que “graven las rentas, preserven los incentivos y sean difíciles de eludir”.
En concreto, plantea que el fisco ponga la mira en la propiedad y la herencia, de forma que tributen más los beneficios que proceden de la posesión de inmuebles y que “persisten durante generaciones”. Por ejemplo, sugiere un impuesto sobre el valor de los suelos, “el más eficiente de los tributos sobre la propiedad y con una larga tradición liberal”. Los precios de la vivienda se han disparado un 34% en los últimos cinco años en todo el mundo, destaca la revista, mientras que la recaudación de impuestos sobre la propiedad sigue representando el 6% de los ingresos estatales en los países ricos, el mismo porcentaje que antes del estallido de la burbuja inmobiliaria.
También invita a los gobiernos a gravar el capital, exceptuando el destinado a la inversión. “La participación del capital en el PIB de los países ricos ha aumentado cuatro puntos porcentuales desde 1975, transfiriendo cada año casi dos billones de dólares [1,7 billones de euros] de las nóminas de los trabajadores a los bolsillos de los accionistas”, calcula The Economist. O lo que es lo mismo, señala, ha aumentado la capacidad de las empresas para extraer rentas de la economía. Por eso insta a los gobiernos a mover su foco de atención de las empresas a los accionistas gravando los dividendos y recompras de valores, así como eliminando las deducciones por el pago de intereses, que a su juicio alientan a las empresas a endeudarse de forma temeraria.
Así se conseguiría, dice la revista, que los nuevos gigantes tecnológicos paguen impuestos. Según sus cifras, casi el 40% de los beneficios de estas multinacionales son trasladados hacia países de baja tributación cada año.
Finalmente, plantea que las cotizaciones sociales de los trabajadores con sueldos más bajos sean mínimas o incluso negativas, para luchar contra la desigualdad, “que se encuentra a su nivel más alto en el último medio siglo”. En su lugar, sugiere que, al menos en Estados Unidos, donde no existe el IVA, se grave más el consumo.
El problema es llevarlo a la práctica
“No son ideas nuevas, las han sugerido profesores británicos y norteamericanos y llevan mucho tiempo rondando”, explica Adolfo Martín Jiménez, catedrático de Derecho Financiero de la Universidad de Cádiz y miembro del Foro Conjunto de la UE sobre Precios de Transferencia, a propósito de los planteamientos de The Economist. Aunque cree que los sistemas tributarios necesitan “un cierto ajuste”, desaconseja una “reforma radical” como postula la revista británica. Prefiere una “evolución”, que considera “más factible”, a una “revolución”, que se verá dificultada por “condiciones políticas y económicas”. El debate teórico sobre estas propuestas ha sido amplio; lo que hace falta, según destaca, es decidir “cómo aterrizar las ideas en la práctica”.
De hecho, Martín Jiménez considera que los marcos desarrollados por la ONU y la OCDE sobre fiscalidad internacional ofrecen “mucho margen de actuación y mejora”. El problema estriba en que los gobiernos nacionales no lo están aprovechando, lamenta. A su juicio, no tiene sentido aplicar impuestos de igualación, como la tasa Google, cuyo diseño estudia la Unión Europea y que algunos países ya han comenzado a imponer sin esperar a Bruselas. También España ha anunciado que prepara su propio impuesto a las grandes compañías digitales. Adolfo Martín tacha de “error” aplicar este tipo de tasas a un sector específico y de forma unilateral, sin contar previamente con el consenso internacional. “Va a plantear problemas en los convenios para evitar la doble imposición”, adelanta. “Además, ¿por qué gravar sólo las operaciones digitales? Las compañías textiles, por ejemplo, utilizan los mismos mecanismos cuando venden ropa por internet”, protesta.
Por el contrario, defiende que las normas de la ONU ofrecen ámbitos importantes de actuación que los países deberían utilizar: ya se ha aumentado el umbral de tributación en materia de cánones, royalties y servicios técnicos, pero aún queda espacio, sugiere, para actuar en precios de transferencia y en la definición del concepto de establecimiento permanente, el lugar fijo de negocios que se somete a tributación. Y que puede ser difícil de determinar en el caso de plataformas tecnológicas y páginas de internet.
El objetivo es impedir que las multinacionales eludan el pago de impuestos manipulando los precios de transferencia entre filiales y matriz cuando se localizan en países con diferente carga fiscal. Hasta ahora las compañías han aprovechado las dificultades que tienen las administraciones tributarias para gravar los beneficios que las primeras obtienen en este tipo de operaciones con bienes intangibles, esos cánones o royalties. “La OCDE ha realizado actuaciones sobre bienes intangibles que tienen cabida en los convenios actuales contra la doble imposición, el problema es que los gobiernos nacionales no las han adoptado”, subraya de nuevo Adolfo Martín, quien invita a “agotar los mecanismos existentes” antes de adoptar “medidas unilaterales, que pueden ser nocivas para los países y las empresas”.
Lo que no ve “viable” el catedrático de la Universidad de Cádiz es gravar los dividendos como propone The Economist. “Implica un cambio muy radical del sistema actual y sería muy complicado por razones políticas y técnicas”, razona. Sería muy difícil, recalca, averiguar quiénes son los accionistas de una compañía que los tiene repartidos en todo el mundo, además de ocultos tras “muchas capas” de sociedades intermedias. Más sencillo, apunta, es gravar directamente a las empresas como se hace ahora. Además, resultaría problemático distribuir los ingresos tributarios entre los diferentes países, porque se atribuirían más rentas a los países ricos que a los pobres, aunque en éstos también operan las grandes compañías.
Tampoco apoya Adolfo Martín los impuestos sobre el capital, “que es transnacional igualmente”. “Si se sube la tributación de las sicav, sus socios se irán a Luxemburgo”, opone. Mejor y más fácil, por tanto, aumentar los impuestos a la vivienda que, a diferencia del capital, no es móvil.
Lo fundamental es el impuesto de sociedades
En que no hace falta una reformulación fiscal global coincide José María Mollinedo, secretario general de Gestha, el sindicato de técnicos de Hacienda. “Ya existen normas fiscales suficientes, lo que se necesita es que se hagan cumplir”, resume. Sólo con reducir a la mitad la pérdida de ingresos –80.000 millones de euros, calcula– atribuible a la economía sumergida, España se acercaría a la media de recaudación de la Unión Europea, “sin necesidad de aumentar los impuestos”. Además, durante los últimos años, “reforma fiscal” ha sido sinónimo en España de “rebaja fiscal”, se queja Mollinedo, quien recuerda que incluso del FMI advierte de que existe margen para aumentar la tributación “sin perjudicar la actividad económica”.
“La Constitución establece que los impuestos sirven para sostener las cargas públicas, pero lo primero que tiene que haber es suficiente dinero y ese principio de suficiencia exige que se recaude”, explica el responsable de Gestha. Pero en España la presión fiscal respecto al PIB se sitúa siete puntos por debajo de la media de los Veintiocho. “Eso son 80.000 millones de euros cada año”, concluye.
Por ese motivo, aumentar la recaudación del impuesto de sociedades es, a su juicio, fundamental. Gestha defiende que se establezca un mínimo de tributación del 15% del resultado contable de las empresas, que debería ser hasta del 20% para los bancos –el tipo que soportan las entidades financieras es del 30%, por un 25% el resto de las sociedades–. En España, el único tributo que “aporta progresividad”, sostienen los técnicos de Hacienda, es el IRPF, que es además el que más recauda: 77.038 millones de euros en 2017 frente a los 23.143 millones del impuesto sobre sociedades. Pese a que los beneficios de las empresas ya se han recuperado de la crisis, alcanzando los 220.381 millones de euros el último ejercicio –más de lo que ganaban antes de la recesión--, por el impuesto sobre sociedades Hacienda ingresa ahora poco más de la mitad de los 44.823 millones que recaudó en 2007.
Tampoco apoya Gestha el gravamen sobre los dividendos. En su opinión, sería como extender a todas las empresas el régimen de que disfrutan las socimis (Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión en el Mercado Inmobiliario). Estas sociedades, dedicadas a invertir en activos inmobiliarios para luego alquilarlos, tributan a un tipo del 0% en el impuesto de sociedades, mientras que tienen sometido a un gravamen del 19% el importe íntegro de los dividendos o participaciones en beneficios distribuidos a sus accionistas cuya participación en el capital sea igual o superior al 5%. Además, “no todas las empresas están obligadas a repartir dividendos”, apunta José María Mollinedo, por lo que insiste en que éstas deben tributar por todo su resultado contable.
Los técnicos de Hacienda tachan de “medida provisional” y “cosmética” el impuesto a las tecnológicas, que desechan por su escasa capacidad recaudatoria: según los cálculos de Bruselas, en toda Europa latasa Googleno reuniría ingresos superiores a los 5.000 millones. El objetivo debe ser, recalca José María Mollinedo, que las grandes compañías paguen impuestos allí donde obtienen sus beneficios. Y aproximar la tributación de las rentas procedentes del ahorro a la de la renta general: “Se grava con el mismo tipo a quien gana 25.000 euros al año con una nómina que a quien obtiene 600.000 euros de rentas del capital”. También, dice, debería transformarse el actual impuesto sobre el patrimonio en un “impuesto personal de toda la riqueza”, en el que no tengan cabida las bonificaciones y exenciones –hasta 300.000 euros del valor catastral de la vivienda habitual, las acciones del negocio principal o el patrimonio histórico y las obras de arte...–. Tampoco las que han aplicado algunas comunidades autónomas, como Madrid. Lo que le lleva a lamentar que en España existan “demasiados impuestos”, pero “muy poco recaudatorios”. Sobre todo, los autonómicos: por sucesiones y donaciones las comunidades sólo ingresan 2.725 millones de euros al año y por las transmisiones patrimoniales, 8.396 millones. Otro tanto ocurrirá con el impuesto a la banca, advierte. “Tendrá un efecto político, pero poca recaudación”, unos 2.000 millones de euros.
Que paguen donde esté el consumidor
Por el contrario, Jordi Baqués, delegado de la Asociación Española de Asesores Fiscales (Aedaf) en Cataluña, cree que es necesario “más que un remake” de los sistemas tributarios, una “modificación general” de un modelo que “tiene ya un siglo de vida”. No basta con pequeños retoques. “La globalización permite a los grandes generadores de riqueza localizar sus rentas o beneficios en territorios de baja tributación, mientras que la política fiscal de la mayoría de los países europeos se ha limitado a subir o bajar tipos, y a otorgar o cambiar ciertas deducciones”, se queja.
En cualquier caso, Baqués advierte de que las propuestas de The Economist ya están “en buena parte recogidas en el proyecto BEPS (Erosión de la Base imponible y Traslado de Beneficios, siglas en inglés), la iniciativa de la OCDE para combatir la elusión fiscal a la que también se ha referido más arriba Adolfo Martín Jiménez. Como él, el representante de la Aedaf lamenta que la falta de consenso internacional esté frenando la puesta en marcha de esas medidas.“Cada país tiene sus propios intereses”, protesta. Ése es el motivo de que las iniciativas destinadas a la economía digital, que se han presentado este año, se hayan quedado en un cajón. Aun así, calcula que algunas de estas medidas ya han aportado más de 3.000 millones de euros a las arcas de los países de la UE que las han aplicado.
Para Jordi Baqués es menos importante aumentar los impuestos sobre la vivienda –“demasiada presión sobre las familias de clase media”, precisa– que revisar el impuesto de sociedades. “Cada vez más los sistemas tributarios descansan sobre las rentas del trabajo, sobre el IRPF en España, mientras que el impuesto sobre los beneficios va a la baja por la facilidad que tienen algunas estructuras internacionales de localizarlos en otros territorios. Por ejemplo, los gigantes de la venta por internet obtienen grandes ganancias en Europa sin tributar nada aquí”, sostiene. Por tanto, las compañías deberían pagar impuestos “allá donde esté el consumidor”. La globalización, continúa, ha convertido en obsoleto que una empresa tribute sólo donde tenga su sede.
Ese nuevo enfoque no sólo tendría efectos positivos en la recaudación sino que, además, proporcionaría otros beneficios “colaterales”, asegura el asesor fiscal. Aumentaría la competitividad de las empresas de los países donde están los consumidores y estimularía a las multinacionales a generar “mayor valor añadido en esos países finales y mayor oferta de trabajo”, mejorando así, incluso, “las expectativas de los sistemas de pensiones”.
El pasado agosto la revista británica The Economist reclamaba una remodelación total de los sistemas tributarios nacionales para adaptarlos al siglo XXI. Las normas fiscales que sirven para gravar a empresas y contribuyentes se han quedado obsoletas. La globalización y las rapidísimas innovaciones tecnológicas, argumenta la publicación, han hecho de los impuestos unos mecanismos ineficientes e injustos: ni recaudan lo que debieran y necesitan las administraciones públicas para cumplir con sus compromisos con los ciudadanos, ni gravan más a quien más tiene o gana, por lo que fallan a la hora de mitigar las desigualdades.