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Las nuevas crisis liquidan la ortodoxia neoliberal y empujan a los gobiernos a intervenir los mercados

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A la fuerza ahorcan y bien lo saben los gobiernos. Hace sólo tres meses, la comisaria europea de Energía, Kadri Simson, argumentaba su rechazo a reformar el mercado eléctrico en que cambiarlo pondría en riesgo “la predictibilidad del mercado, la competitividad y la transición a las energías verdes”. “El modelo actual garantiza que casan en todo momento la oferta y la demanda”, lo que a su juicio resultaba fundamental “para garantizar la seguridad en el suministro” y evitar apagones. Pero los precios de la energía no han dejado de subir según se prolonga la guerra en Ucrania y la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, ya lamentó antes del verano que el mercado actual de la electricidad funcionara con un diseño de hace 20 años, cuando las renovables aún estaban en pañales. El pasado lunes, finalmente, la propia Von der Leyen dio el golpe de timón y anunció una “intervención de emergencia” y una “reforma estructural” en el mercado eléctrico, cuyas “limitaciones”, dijo, han quedado al descubierto por una escalada de precios que parece imposible frenar. Las presiones de Alemania, Austria, Bélgica y Chequia explican el giro.

El chantaje energético ruso, por usar los mismos términos que la presidenta europea, y la inflación galopante provocada por unos precios estratosféricos de la luz y el gas han obligado a virar a quienes consideraban un anatema la intervención de un mercado. Pero éste de Bruselas es sólo el último ejemplo de cómo la necesidad fuerza la caída de principios  y decisiones económicos que se tenían por inamovibles e indispensables para la supervivencia del sistema. Muchos de esos vuelcos, además, los han dado precisamente grandes adalides de esa ortodoxia neoliberal: Mario Draghi, George W. Bush, Mariano Rajoy, Emmanuel Macron, Mark Rutte

Más impuestos a multinacionales, energéticas y bancos

Hace casi un año, los líderes del mundo rico, reunidos en la cumbre del G20 en Roma, se pusieron de acuerdo para implantar un impuesto mínimo global del 15% a las grandes multinacionales. Tras cuatro años de debates y de superar fuertes resistencias, las principales potencias económicas del planeta se comprometían con una medida destinada a evitar que la riqueza de los países se escape por los agujeros del sistema y se esconda en paraísos fiscales. Cierto que la OCDE acaba de admitir que los trabajos técnicos para ponerlo en marcha llevan retraso y hasta 2024 no verá la luz, y que los recelos de muchos gobiernos seguirán torpedeando la iniciativa, pero el camino ya está trazado. EEUU acaba de aprobar este agosto la Ley de Inflación, que incluye un impuesto mínimo del 15% para las empresas con beneficios superiores a los 1.000 millones de dólares. España lo introdujo en la Ley de Presupuestos de este año para las empresas que forman parte de un grupo consolidado o facturen más de 20 millones de euros anuales. En la UE, el bloqueo de algunos países impide de momento la adopción de la directiva de la OCDE que establece ese suelo fiscal.

Además, la ruptura del tabú ha hecho perder el miedo a subir los impuestos a las grandes compañías. En marzo, Mario Draghi, vicepresidente de Goldman Sachs y presidente del BCE antes que primer ministro, aplicó un tributo del 10% a las empresas energéticas por los beneficios extraordinarios que les está proporcionando la guerra, y que sólo un mes más tarde subió hasta el 25%. Es el mismo gravamen aprobado por el Gobierno del conservador Boris Johnson en el Reino Unido para las empresas del petróleo y el gas. En España será en 2023 cuando comience a recaudarse un impuesto del 1,2% sobre las ventas de las energéticas que facturen más de 1.000 millones de euros. También deberán tributar los bancos, un 4,8% del margen de intereses y comisiones, para financiar los planes contra la inflación. Bélgica, Grecia, Hungría y Rumanía han aprobado impuestos similares a las empresas de energía.

Rescates financieros de Bush, Johnson y Rajoy

Los cambios de paso, no obstante, fueron ya extraordinarios tras la anterior gran crisis. Apenas habían transcurrido 18 días de la quiebra de Lehman Brothers cuando George W. Bush aprobó un programa de rescate financiero de 700.000 millones de dólares, con los que el Tesoro de Estados Unidos compró y garantizó todo tipo de activos tóxicos para sacar de los balances de los bancos los activos ligados a las hipotecas basura. Un Gobierno republicano ponía en marcha la mayor intervención económica de la historia de Estados Unidos.

Después llegaría el Recovery Act del presidente Obama, 780.000 millones de dólares para reactivar la economía estadounidense tras el golpe de la crisis financiera. Y los enormes paquetes de ayudas de Joe Biden para combatir la paralización económica causada por la pandemia: 1,9 billones de dólares contra la emergencia sanitaria y otros tanto para modernizar infraestructuras. El primero, un aumento de gasto público casi inédito en un país alérgico a la protección económica estatal, y el segundo sustentado en subidas de impuestos, otro paradigma roto.

Con ese dinero, Bush nacionalizó las dos principales sociedades hipotecarias del país, Fannie Mae y Freddie Mac, propietarias de casi la mitad de la deuda hipotecaria de EEUU entonces, unos 5,3 billones de dólares. También compró el 92% de la aseguradora AIG, la más grande del mundo, y recibieron ayudas públicas JP Morgan, Bank of America, Citigroup, Wells Fargo, Goldman Sachs, Morgan Stanley… y hasta automovilísticas como Chrysler y General Motors.

Reino Unido no le fue a la zaga. Aunque en su caso el responsable fue el primer ministro laborista, Gordon Brown. Los británicos no dudaron en nacionalizar o intervenir el Royal Bank of Scotland (RBS), el Northern Rock y Lloyds, al que el Gobierno había obligado a absorber otra entidad en crisis, el HBOS. En total, medio billón de libras –577.000 millones de euros–.

En España también fue un gobierno conservador, el del PP, el que rescató a la banca. El Estado inyectó 58.000 millones de euros en el sector financiero, de los que 24.000 millones fueron para comprar el 68% de Bankia. Las cajas de ahorro desaparecieron, forzadas a la fusión y luego convertidas o vendidas a bancos: Caixa Catalunya, Novacaixagalicia… También fueron rescatados Liberbank, Banca Cívica, Banco Gallego, Banco de Valencia. Una década después, el Estado sólo ha recuperado el 10% de la cantidad invertida, unos 6.000 millones de euros. Y las posibilidades de recuperarlo todo son casi nulas.

Eurobonos

La siguiente crisis mundial fue la propiciada por el covid-19. En 2020 los gobiernos volvieron a intervenir una economía en cuarentena. Los milmillonarios planes de EEUU tuvieron su réplica inmediata en Europa. Atrás quedaron el dogma de la austeridad y el corsé al déficit público. En junio la UE aprobó el que se publicita como el mayor programa de estímulo económico de su historia: los 750.000 millones de euros del Fondo NextGeneration. Al mismo tiempo, Bruselas suspendió las reglas fiscales que obligan a los Estados miembros a controlar sus niveles de déficit y deuda públicos. Las mismas reglas que defendían como dogmas inapelables los halcones comunitarios –Alemania, Países Bajos, Austria, Finlandia– y han dejado un reguero de desigualdad en España, Portugal, Italia y Grecia, los países más tocados por aquella crisis.

Para conseguir esos 750.000 millones, Bruselas ha emitido eurobonos, con lo que se ataca otro de los credos de la ortodoxia, defendido hasta ahora con uñas y dientes por los halcones alemanes, holandeses, austriacos y finlandeses: el rechazo a mutualizar la deuda. Hasta ahora, los que se endeudaban eran los Estados miembros; ahora lo ha hecho la Unión Europea.

Nacionalizar aerolíneas y energéticas

Además, como parte del escudo económico anticovid, los estados volvieron a salir al rescate. En este caso, de las aerolíneas. Francia y Países Bajos pusieron en Air France-KLM, su compañía de bandera, 10.000 millones de euros. Había que salvar, destacaron ambos gobiernos, 350.000 empleos directos e indirectos. Cada uno de los estados posee el 14% de las acciones de la aerolínea que, como el resto de las europeas, se vio obligada a dejar todos sus aviones en tierra durante el confinamiento. Ya lo había anunciado Emmanuel Macron nada más estallar la pandemia: Ninguna empresa será abandonada al riesgo de quiebra por el impacto del coronavirus”.

Más radical fue la decisión de Italia, que inyectó 3.000 millones en Alitalia para nacionalizarla, rebautizarla como ITA e intentar su reactivación, pues llevaba en concurso de acreedores desde 2017. Al Estado portugués, comprar el 72,5% de la aerolínea nacional TAP en plena pandemia le costó 1.200 millones de euros. Incluso el Gobierno alemán, aún en manos de Angela Merkel, no dudó en entrar en el capital de Lufthansa para salvarla de la parálisis pandémica. En total, incluido el 20% de la aerolínea que compró el Gobierno federal, el rescate ascendió a 9.000 millones de euros.

Tampoco España escapó a la ola de intervenciones públicas. El Gobierno de Pedro Sánchez destinó 475 millones a rescatar Air Europa, en una decisión polémica porque el gigante IAG –Iberia, British Airways– había alcanzado previamente un acuerdo para adquirir la compañía, la segunda aerolínea española con más vuelos internacionales, a la familia Hidalgo. El Estado, a través de la SEPI, ha pagado 70 millones de euros públicos para acudir a la ampliación de capital que hizo en septiembre de 2020 el grupo IAG, del que posee un 2,5%. Una forma diferente de acudir al rescate. Otros 111 millones han ido a parar a Air Nostrum.

A Macron no le ha temblado el pulso tampoco para nacionalizar EDF, la principal eléctrica francesa. La crisis energética le ha empujado a hacerse con el 100% de la compañía, de la que el Estado ya poseía el 83,88% y que, además, sufre un tremendo deterioro financiero: según publica el diario francés Mediapart, las pérdidas este año pueden alcanzar los 15.000 millones de euros y la deuda superar los 60.000 millones. Además, desde que el Gobierno de Macron ha limitado en el 4% la subida que se permite a la factura de la luz, el resto hasta el precio real pagado por EDF lo cubre el Estado. Un coste considerable para las arcas públicas.

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El aumento de las desigualdades durante la lenta y dolorosa salida de la crisis financiera ha roto igualmente la resistencia de muchos gobiernos a implantar o subir el salario mínimo. En 2015 empezó a aplicarse en Alemania, y lo hizo por decisión de Angela Merkel. Entonces era de 8,5 euros la hora o 1.445 euros al mes. Este año, el Gobierno de Olaf Scholz lo ha subido hasta los 12 euros, un 22%.

En Estados Unidos, Joe Biden mejoró este año el salario mínimo de los trabajadores empleados en empresas contratados por el Gobierno, hasta los 15 euros la hora. Aunque su intención era subírselo hasta esa cantidad a todos los asalariados del país, para lo que se encuentra con el rechazo de los republicanos. El salario mínimo federal se mantiene en 7,25 dólares desde 2009. Pero en 21 estados se ha mejorado este año.

El pasado mes de junio, el Parlamento y el Consejo Europeo llegaron a un acuerdo para crear un salario mínimo “adecuado” en la UE. No se fijará una cantidad única para todos los Estados miembros, sino unos criterios para determinar cuál es el salario necesario para hacer frente al coste de la vida. Hasta ahora, la Carta Social de la UE establecía que el salario mínimo debe equivaler al 60% del salario medio de cada país. Y en calcularlo está ahora de nuevo enfrascada la comisión de expertos reunida por el Ministerio de Trabajo. Cuando termine la tarea, el Gobierno propondrá a patronal y sindicatos una nueva subida del SMI, que asciende a 1.000 euros tras mejorar un 31% en los últimos tres años. La inflación ha obligado también a los gobiernos a aprobar este año subidas de dos dígitos en muchos países europeos. Por ejemplo, en Países Bajos, a cuyo frente lleva 12 años el conservador Mark Rutte, aumentará el salario mínimo un 10%. La inflación alcanzó en julio el 10,3%, una de las más altas del Continente. Atrás van quedando también los recelos sobre la amenaza para el empleo que pueden suponer las subidas del suelo salarial.

A la fuerza ahorcan y bien lo saben los gobiernos. Hace sólo tres meses, la comisaria europea de Energía, Kadri Simson, argumentaba su rechazo a reformar el mercado eléctrico en que cambiarlo pondría en riesgo “la predictibilidad del mercado, la competitividad y la transición a las energías verdes”. “El modelo actual garantiza que casan en todo momento la oferta y la demanda”, lo que a su juicio resultaba fundamental “para garantizar la seguridad en el suministro” y evitar apagones. Pero los precios de la energía no han dejado de subir según se prolonga la guerra en Ucrania y la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, ya lamentó antes del verano que el mercado actual de la electricidad funcionara con un diseño de hace 20 años, cuando las renovables aún estaban en pañales. El pasado lunes, finalmente, la propia Von der Leyen dio el golpe de timón y anunció una “intervención de emergencia” y una “reforma estructural” en el mercado eléctrico, cuyas “limitaciones”, dijo, han quedado al descubierto por una escalada de precios que parece imposible frenar. Las presiones de Alemania, Austria, Bélgica y Chequia explican el giro.

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