El desplome de las hipotecas basura que desencadenó la crisis financiera internacional forzó una respuesta coordinada, y cooperativa, de las mayores economías mundiales en 2008. El miedo al colapso empujó a los líderes mundiales a la acción y en sólo cuatro meses se sucedieron dos cumbres de jefes de Estado y de Gobierno del G-20. En Washington y Londres hubo unanimidad para aprobar “el mayor plan coordinado de reactivación económica de la historia”, como lo ensalzó el entonces gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn. Acababa de quebrar Lehman Brothers y, pese a las dificultades, se acordó un estímulo fiscal sin precedentes de 1,1 billones de dólares. Entre menciones a Bretton Woods –el histórico acuerdo que creó el FMI y el Banco Mundial en 1944–, Nicolas Sarkozy, presidente francés, pedía “la refundación del capitalismo” y la Unión Europea lo secundaba.
Ocho años después, la economía internacional vuelve a sucumbir a la incertidumbre. Las bolsas caen en picado, el precio del petróleo se desplomael precio del petróleo se desploma, los países emergentes entran en recesión, China se frena, la inflación no remonta, Reino Unido amenaza con abandonar la Unión Europea… El magnate George Soros invoca el fantasma de 2008 y Lehman Brothers. “Es para asustarse”, concede Santiago Carbó, catedrático de la Universidad británica de Bangor. Sin embargo, la última reunión del G-20, de ministros de Finanzas, no de jefes de Estado, celebrada en Shanghai la pasada semana, no ha reaccionado. “Estamos sufriendo un estancamiento prolongado, sin un momento de caída tan dramático como ocurrió con Lehman, así que los países tienden a escurrir el bulto”, describe Miguel Otero-Iglesias, investigador del Real Instituto Elcano.
Nada, en realidad, que no haya ocurrido antes. “Históricamente ha existido muy poca cooperación internacional en las finanzas, puesto que son el corazón de la soberanía de cada país”, explica Otero-Iglesias. En principio, no habrá cumbre de jefes de Estado y de Gobierno del G-20 hasta septiembre. “Me sorprende la falta de reacción ante la magnitud de las amenazas”, confiesa Santiago Carbó, “el Brexit puede causar un infarto en la economía europea y mundial; el desplome del petróleo o el avance de populistas como Donald Trump merecían una respuesta de los gobiernos”.
Sin embargo, el único resultado de Shanghai fue una foto de división. Entre los ministros de Finanzas de las 20 potencias económicas se reprodujo la disputa ya habitual a pie de calle entre partidarios de las políticas fiscales y monetarias expansivas –barra libre de liquidez para estimular el crecimiento–, y defensores de las reformas estructurales y la austeridadreformas estructurales austeridad. Por un lado, Estados Unidos y China; por otro, Alemania, apoyada en esta ocasión por Francia.
“El G-20 ha perdido mucho perfil desde su momento cumbre en 2008, cuando marcó una agenda de regulación del sistema financiero y de coordinación de las políticas macroeconómicas que no ha tenido seguimiento”, lamenta José Moisés Martín Carretero, de Economistas frente a la Crisis. A su juicio, la labor de coordinación que lleva a cabo el G-20 es “muy laxa”. “Carece de capacidad real para cambiar las políticas macroeconómicas y ese espacio es necesario”, destaca. El grupo ha devenido en mero foro “informal”, añade, "sin capacidad de seguimiento de los acuerdos ni para convertir sus recomendaciones en decisiones ejecutivas”.
También lo cree Santiago Carbó. “No es que no sirva para nada”, apunta, “sino que necesita una estructura concreta y vehículos legales para que los países apliquen los acuerdos a los que llega”. Miguel Otero-Iglesias es partidario igualmente de que el G-20 se “institucionalice”. El Real Instituto Elcano, una fundación privada dedicada al análisis de las relaciones internacionales, forma parte de uno de los grupos de trabajo del G-20, Think 20, que integra a centros de investigación, laboratorios de ideas e instituciones académicas. “Pedimos”, recuerda, “la creación de un secretariado permanente, y China no lo veía mal, pero la idea no funciona fuera de la UE: nadie quiere un aumento de burocracia”.
De crisis en crisis
El G-20 nació como reacción a otra crisis financiera, la que a partir de 1997 se extendió al resto del planeta desde el sudeste asiático. En 1999 comenzó a operar como foro de reunión de ministros de Finanzas y banqueros centrales de 19 países más la Unión Europea. En 2008, el G-20 adquiere un nuevo nivel, el que implica a jefes de Estado y de Gobierno. Desde entonces ha celebrado 11 cumbres.
Además de las potencias económicas mundiales –Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia, Italia y Canadá–, lo integran los países emergentes China, Brasil, Rusia, India, así como Corea del Sur, Argentina, Australia, México, Arabia Saudí, Suráfrica, Turquía e Indonesia. España es invitado permanente desde 2008. En total, representan el 90% del PIB mundial, el 80% del comercio y el 66% de la población del planeta.
Regulación financiera, lucha contra los paraísos fiscales
Tanto Carbó como Martín y Otero-Iglesias aseguran que el G-20 va mucho más allá de la foto de los líderes y la retórica de las declaraciones finales. Hasta ahora, sobre todo en sus primeros años tras el revolcón financiero de 2008, el G-20 ha establecido una agenda de regulación financiera que incluye a la banca en la sombra –desde los fondos de capital riesgo y las socimis hasta el crowdfunding– y los derivados. También los Acuerdos de Basilea III –que obligaron a los bancos a aumentar sus reservas de capital para protegerse ante futuros cracs– fueron impulsados por el G-20.
Igualmente lleva su firma el plan contra los paraísos fiscales que elaboró listas negras y grises de países según su grado de colaboración y transparencia, y anunció sanciones. Miguel Otero asegura que es en esta área donde “más avances” ha hecho el G-20, "gracias a la presión de EEUU y con el apoyo de la UE”, pero Carbó le contradice: “Su trabajo ha sido muy insuficiente, hay casos sangrantes de paraísos fiscales que campan a sus anchas”.
Para Martín Carretero, el capítulo pendiente es la coordinación de las políticas económicas nacionales. “Cuando el mandato del G-20 se dirige a las instituciones internacionales [el FMI, el Banco Mundial, la OCDE], los acuerdos se cumplen”, resalta, “cuando se trata de los países, no le hacen caso, cada uno tiene su propia agenda soberana”. El G-20, insiste Santiago Carbó, carece de herramientas para traducir los acuerdos en hechos. Además, las iniciativas se topan con los intereses y prioridades nacionales, también con los “marcos ideológicos”, advierte el investigador del Real Instituto Elcano.
“Ya no hay un país hegemónico, como antes lo era Estados Unidos, mientras China, Alemania o Japón han ganado en autonomía”, explica, “por lo que no es fácil coordinar las políticas”. Tampoco funciona fuera de la UE el “multilateralismo” europeo. La cultura de los consensos y las cesiones de soberanía de la que ha hecho gala hasta ahora la Unión Europea no tiene mucho éxito entre países como China y Estados Unidos, acostumbrados al funcionamiento unilateral, o incluso el mismo Reino Unido, que practica el “multilateralismo a la carta”, y Brasil o India, “que no tienen interés alguno en ceder soberanía”.
Austeridad contra estímulo fiscal
Mención aparte merecen las posturas ideológicas de cada uno. Aunque Otero-Iglesias recuerda que en 2008 el exprimer ministro británico Gordon Brown fue capaz de convencer a todos los países –incluso a los que lo consideraban una “herejía”– de la necesidad de inyectar dinero público para rescatar la banca. El problema ahora es que los países del G-20 no coinciden siquiera en el diagnóstico de los problemas. Así, en la última cumbre de Shangai, el acuerdo aboga por una solución general que lo incluye todo: política monetaria agresiva, política de estímulo fiscal y reformas estructurales. “Y luego que cada uno lo haga como quiera”, concluye el investigador del Instituto Elcano.
En China también quedó claro que Alemania, “por razones ideológicas”, no va a abrir el grifo de su superávit para ayudar al resto de las economías. Pese a que tanto Carbó como Martín Carretero consideran necesaria una política de estímulo fiscal: “Mario Draghi [el gobernador del BCE] ya no puede hacer mucho más”, advierte el primero, y en países como España “la austeridad, que ha atornillado a la sociedad, ya no tiene mucho más recorrido”. Otero-Iglesias también augura el regreso de Keynes, más estímulo público para reactivar la economía, si la coyuntura empeora.
Más países, mayor radio de acción
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Santiago Carbó echa en falta que el G-20 atienda con mayor interés la crisis de los refugiados o el desplome de los precios del petróleo. Y lo considera el foro adecuado para acordar el establecimiento de la tasa sobre las transacciones financieras que no termina de ver la luz. “Porque deben aplicarla todos a la vez, no vale con que lo haga sólo la UE”, avisa. Al tiempo, el catedrático de la Universidad de Bangor cree que la relevancia de algunas de las decisiones del G-20 queda en entredicho porque “faltan actores” en el grupo, como países productores de crudo o grandes potencias sectoriales. Martín Carretero va más allá y aboga por “un G-192”, en el que estén presentes todas las naciones.
En el futuro más inmediato, Miguel Otero-Iglesias sólo adivina acuerdos de “cooperación ad hoc, puntuales”ad hoc para salvar situaciones límite. “Pero mayor coordinación a corto plazo si no se institucionaliza el grupo… lo veo difícil”. Martín Carretero es más pesimista, a la vista del peso que ha ido perdiendo el G-20 desde 2008 y de la dinámica de los intereses nacionales. “Es pura teoría de juegos”, aclara. “De la coordinación [de las políticas económicas] nos beneficiamos todos, pero al mismo tiempo cada país tiene incentivos para no coordinarse”. Santiago Carbó contrapone que el G-20 sigue siendo una “voz importante”. “Grandes actores económicos, desde multinacionales y bancos hasta bloques políticos como la UE, esperan al G-20 para ver por dónde respira”.
Pese a la pérdida de fuelle y las disensiones internas, los tres expertos coinciden en que son ellos, los gobiernos del G-20, no los mercados ni las multinacionales ni la industria financiera, los que mandan en la economía mundial, los dueños de la gobernanza global.
El desplome de las hipotecas basura que desencadenó la crisis financiera internacional forzó una respuesta coordinada, y cooperativa, de las mayores economías mundiales en 2008. El miedo al colapso empujó a los líderes mundiales a la acción y en sólo cuatro meses se sucedieron dos cumbres de jefes de Estado y de Gobierno del G-20. En Washington y Londres hubo unanimidad para aprobar “el mayor plan coordinado de reactivación económica de la historia”, como lo ensalzó el entonces gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn. Acababa de quebrar Lehman Brothers y, pese a las dificultades, se acordó un estímulo fiscal sin precedentes de 1,1 billones de dólares. Entre menciones a Bretton Woods –el histórico acuerdo que creó el FMI y el Banco Mundial en 1944–, Nicolas Sarkozy, presidente francés, pedía “la refundación del capitalismo” y la Unión Europea lo secundaba.