'La virginidad no existe, ¿o sí?': un concepto milenario cada vez más laico pero aún muy opresor

Hay dos hitos sociales y culturales que marcan la transición de la juventud a la madurez, y que varían en función del sexo de una persona, entendiendo el sexo como la división binaria que se hace de los cuerpos: ellos pasan de “ser niños a convertirse en hombres” con la primera relación sexual y ellas pasan de ser “niñas a mujeres” con la llegada de la menstruación. Ambas han sido tradicionalmente celebradas, pero, mientras que la primera ha estado orientada al placer y el estatus, la segunda lo ha hecho en torno a la reproducción. Es precisamente esto, el inicio de la capacidad reproductiva de las mujeres -y el deseo de ellos por tener control sobre la misma- lo que permitió el origen del concepto de la virginidad.

Miriam Jiménez Lastra explica en su ensayo La virginidad no existe. ¿O sí? que esta es una idea que se ha impuesto históricamente a las mujeres para “garantizar que los hombres sepan quiénes son sus hijos biológicos, y así asegurar la transferencia del linaje y del patrimonio a través de su herencia”. Más tarde, las diferentes religiones -especialmente la del catolicismo en nuestro territorio- aportarían a esta necesidad material de los hombres toda una narrativa y una carga simbólica que sustentase y reprodujese este privilegio masculino, gracias, especialmente, a la figura de la Virgen. Cuando buscas “virginidad” o “virgen” en el diccionario te salen sinónimos como “doncellez”, “castidad”, “pureza”, al igual que la definición “uno de los títulos y grados que da la Iglesia católica a las santas mujeres que conservaron su castidad y pureza”. Un discurso que, además, siempre ha asociado la virginidad al coito con penetración, y que durante mucho tiempo ha sido perpetuado por la comunidad científica al hablar de la ruptura del himen, de la normalización del sangrado y del dolor. Mitos que, hoy en día, se consideran falsos. 

“Todo esto nos coloca en una posición de sumisión absoluta que nos hace desconectarnos de nuestro propio placer y de saber qué es lo que realmente queremos o necesitamos. El hecho de naturalizar la sangre, por ejemplo, no nos permite poder identificar un desgarro, o tampoco un vaginismo si existe dolor o incapacidad para penetrar. Entonces, todo lo que rodea el concepto de virginidad se convierte en un terror para nosotras”, explica Jiménez Lastra en conversación con infoLibre. Esta idea de “terror” alrededor de la virginidad fruto de una construcción cultural remite a la idea de “terror sexual” que utiliza Nerea Barjola en su ensayo Microfísica sexista del poder. El caso Alcasser y la construcción del terror sexual. En esta investigación, Barjola realiza un análisis minucioso de cómo los medios de comunicación abordaron el crimen de Alcasser y, a su vez, jugaron un papel fundamental a la hora de infundir a las mujeres un temor constante a ser agredidas sexualmente con la creación de un relato aleccionador. Esta narrativa ponía el foco en cómo debían comportarse las mujeres para no ser agredidas, en lugar de realizar un análisis crítico al problema estructural -el del patriarcado- que permite que ocurran casos como estos. Por lo tanto, aunque hablemos de otros términos, cabría pensar en el relato de la virginidad como otra forma de “terror sexual” que constriñe las vidas y los cuerpos de las mujeres.

Por todo ello, cuando hablamos de virginidad, es de ellas de quienes hablamos principalmente. Ellas son las que, a día de hoy, aun se ven sometidas -especialmente en círculos religiosos- a la presión por mantener su pureza hasta el matrimonio, pero también al estigma de ser consideradas “mojigatas” o “monjas” por no cumplir con las expectativas de lo que debe ser el sexo en círculos aparentemente más progresistas, o con ser calificadas como “putas” o “guarras” si se exceden estas expectativas. En cualquier caso, haga lo que haga una mujer en relación a su cuerpo y su sexualidad, siempre va a ser sometido al juicio externo.

Un país cada vez más laico y sexualizado

El estudio Laicidad en cifras del año 2023, llevado a cabo por la Fundación Ferrer Guardia dice que “la población española es cada vez menos creyente. En las generaciones más jóvenes son mayoría las adscripciones de conciencia no religiosas en un 60,3% entre los 18 y los 24 años, y un 57,9% entre los 25 y 34 años”. Al estar el concepto de la virginidad tan altamente arraigado a la religión, cabría esperar que en una sociedad cada vez menos creyente, el propio constructo cultural de la virginidad se fuera difuminando más y más. Sin embargo, esto no ha sido así. Otras formas de dominación hacia las mujeres, como la idea del amor romántico, han sido atravesando la socialización de las niñas y jóvenes en los últimos años. Y, aunque la idea de preservar la honra y la pureza ya no está tan presente, sí que lo está el hecho de tener que esperar a alguien “especial”, y que la relación sexual se produzca bajo unas condiciones determinadas. Algo que, si no ocurre, acaba siendo generador de culpa y malestar. 

Y aunque la virginidad está principalmente ligada a la sexualidad de las mujeres, las consecuencias negativas en el desarrollo de su sexualidad también les afectan a ellos. Volviendo a las cifras, según el estudio Juventud y pornografía en la era digital. Consumo, percepción y efectos de la Fundación Fad Juventud, se afirma que seis de cada diez jóvenes en España (62,5%) consumen pornografía. Entre ellos, un 72,2% del total son chicos. Sobre esto, en su ensayo El derecho al sexo. Feminismo en el siglo XXI, Amia Srinivasan habla de cómo casi todos los alumnos -hombres- a los que imparte clase en la universidad “habían tenido su primera experiencia sexual enfrente de una pantalla (con el porno), tan pronto como quisieron. Y seguramente casi todas las mujeres tuvieron su primera experiencia sexual, si no enfrente de una pantalla, con un chico cuya primera experiencia sexual sí había sido así”.

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La mayor parte del porno que se consume actualmente de forma muy accesible y gratuita en Internet está lleno de prácticas que, por un lado, cosifican a las mujeres y colocan su placer en un lugar de subordinación, pero también establecen en el hombre unas expectativas sobre lo que significa “cumplir” en el sexo. En relación a esto, Jiménez Lastra habla de las consecuencias de la presión que tienen los jóvenes en la adolescencia, unida a la necesidad de narración, especialmente en entornos y círculos masculinizados, e incluso pone el ejemplo de un hombre bisexual de 25 años que cuenta cómo su primera experiencia fue “con una chica que no le gustaba, pero quería perder la virginidad. Con toda la presión no se le levantaba, y ella forzó la situación”. Aunque el imaginario de la virginidad les afecta más a ellas, los jóvenes también “sufren el peso de ser quienes deben conocer y controlar la situación, por ser sujetos activos en el sexo. Se da por hecho que siempre están dispuestos, y se invisibilizan realidades muy comunes como la disfunción eréctil momentánea”, afirma la autora. Algo que también provoca inseguridad y un miedo a ser considerados “menos hombres”, de acuerdo a los roles asignados por la sociedad. 

La expectativa de cambio

Jiménez Lastra asegura que todavía queda mucho por cambiar en este ámbito, ya que, aunque la religión sí ha quedado relegada a un segundo plano, todavía hay muchos estigmas en torno a la idea de la virginidad. Uno de los cambios que ella ha percibido viene de la mano de la juventud LGTBIQ+, ya que, como para las personas que pertenecen a este colectivo, “el concepto de virginidad siendo heterosexual no les aplica, en vez de destruir el concepto, lo están adaptando, porque al final es un evento social que a día de hoy sigue ocurriendo en la adolescencia”. Sin embargo, como feminista, ella aspira a que la meta sea deshacernos del concepto, ya que no cree que “debamos de ser definidas en base a nuestra actividad sexual de ninguna manera. […] Es dañino, limita la sexualidad, limita a las personas y, además, con este término en concreto estamos reproduciendo un concepto que tiene muchísima carga simbólica, social y cultural adherida”. 

Junto a la virginidad, esta autora y activista cree que la institución del matrimonio y de la familia son los ámbitos pendientes sobre los que deben pensar y reflexionar los feminismos. Todos ellos pilares fundamentales altamente institucionalizados, que, como sociedad, hemos naturalizado, de los que nos hemos quedado con su simbología sin apenas cuestionárnosla, y de los que parece que hemos olvidado todo el daño que, durante décadas, nos han infligido.

Hay dos hitos sociales y culturales que marcan la transición de la juventud a la madurez, y que varían en función del sexo de una persona, entendiendo el sexo como la división binaria que se hace de los cuerpos: ellos pasan de “ser niños a convertirse en hombres” con la primera relación sexual y ellas pasan de ser “niñas a mujeres” con la llegada de la menstruación. Ambas han sido tradicionalmente celebradas, pero, mientras que la primera ha estado orientada al placer y el estatus, la segunda lo ha hecho en torno a la reproducción. Es precisamente esto, el inicio de la capacidad reproductiva de las mujeres -y el deseo de ellos por tener control sobre la misma- lo que permitió el origen del concepto de la virginidad.

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