LA MUERTE DEL PAPA
La conversión de Bergoglio en Francisco, aquel obispo de derechas que ahora adora la izquierda de Latinoamérica

“Nunca un papa me había besado”. Las palabras de Cristina Fernández de Kirchner aquel 18 de marzo de 2013, durante su primer encuentro con Francisco en el Vaticano, dejaban atrás años de diferencias entre la presidenta argentina y Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires desde finales de los años 90. Mientras se intercambiaban los regalos protocolarios, Kirchner le acercó la mano al pontífice en señal de afecto y enseguida se la retiró. “¡Ay, no puedo tocar! ¿Puedo tocar?”, balbuceó con gesto infantil. “Sí, puede”, le contestó sonriendo Francisco. Y acto seguido le dio un beso en la mejilla para romper el hielo. Tanta cortesía contrastaba con un pasado, entonces muy reciente, de desencuentros constantes entre el arzobispo Bergoglio, de formación jesuita, y un kirchnerismo que disfrutaba de la hegemonía política en Argentina. Poco a poco, ese Bergoglio conservador se iría transformando en un Francisco dedicado a abrir las ventanas en el Vaticano y a situar el humanismo como piedra angular de su papado.
Cuando recibió a Kirchner en el Vaticano tan sólo habían pasado cinco días desde que Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, 17 de diciembre de 1936-Ciudad del Vaticano, 21 de abril de 2025) había sido ungido obispo de Roma. Las relaciones entre la presidenta argentina y el arzobispo de Buenos Aires no eran precisamente cordiales. Hasta el punto de que ambos recordaron nada más verse en el Vaticano que se debían una reunión desde hacía mucho tiempo. Un tiempo en el que Bergoglio criticaba ferozmente en sus homilías algunas de las iniciativas progresistas de Néstor Kircher (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2015), como la ley del matrimonio homosexual. Tildado como “obispo de derechas” por el kirchnerismo, Bergoglio se ganó, sin embargo, el favor de algunos curas villeros de los barrios marginales de la capital (las villas miseria) por su preocupación por los sectores más desfavorecidos de la población.
La llegada de Bergoglio al Vaticano apaciguó los ánimos. Cristina enterró enseguida el hacha de guerra. Francisco era ahora un jefe de Estado y el máximo exponente de la Iglesia católica. La mandataria no tardó en acallar las voces más críticas del kirchnerismo con Bergoglio. Y el papa le correspondió con un giro también copernicano en su relación con la líder indiscutible del peronismo. “Cuiden a Cristina”, llegó a decir en alguna ocasión. Pero esos gestos diplomáticos iniciales no impidieron que años más tarde el papa recordara cómo el kirchnerismo quiso “cortarle la cabeza” cuando estaba al frente del arzobispado de Buenos Aires. Fue en el transcurso de una conversación con un grupo de jesuitas húngaros, publicada en 2023 por la revista jesuita italiana La Civiltá Cattolica.
Bergoglio había sido acusado por el periodista Horacio Verbitsky (kirchnerista y ex montonero) de haber delatado a dos sacerdotes jesuitas, Orlando Yorio y Ferenc Jálics (éste último de origen húngaro) durante la dictadura (1976-1983). Los militares argentinos los relacionaban con la guerrilla montonera. A finales de 2010 declaró ante los jueces que investigaban los denominados “vuelos de la muerte” y se defendió alegando que él intercedió por los sacerdotes ante la junta militar. “Algunos en el Gobierno querían cortarme la cabeza (…) Pusieron en duda todo mi modo de actuar durante la dictadura”, dijo Francisco en esa charla con los sacerdotes húngaros reproducida por La Civiltá Cattolica con la aquiescencia del Vaticano.
Los reproches por el pasado conservador de Bergoglio desde las tribunas de izquierda fueron desapareciendo con el paso del tiempo. Francisco sufría en Roma el embate de otros enemigos: los sectores más reaccionarios de una Iglesia renuente a los cambios que proponía un papa que priorizaba los viajes a la periferia y hacía gala de un continuo acercamiento a los pobres. Un pontífice que se apartaba de los moldes retrógrados tan al uso en el Vaticano.
En una de sus últimas decisiones, Francisco ordenó la disolución del Sodalicio de Vida Cristiana, organización ultracatólica peruana denunciada por abusos sexuales cometidos por algunos de sus responsables, entre ellos su fundador, Luis Fernando Figari, expulsado por el papa en agosto de 2024. El Sodalicio fue reconocida como comunidad religiosa por el papa Juan Pablo II en 1997. Fundada en Perú en 1971, se expandió por una veintena de países y llegó a contar con 20.000 miembros. Exponente de los valores conservadores, su influencia política y económica en el país sudamericano ha sido notable en las últimas décadas.
Previamente, en agosto de 2022, Francisco había tomado otra decisión de calado: obligar al todopoderoso Opus Dei a reestructurarse y a rendir cuentas anualmente ante la Congregación del Clero. La Obra dejaba así de hacer y deshacer a su antojo y veía limitada su influencia y su poder. Bergoglio degradó también la jerarquía del máximo representante del Opus, que no podría ya ostentar el cargo de obispo. Uno de los casos relacionados con esta institución que más le impactó a Francisco fue la denuncia de 42 mujeres de Argentina, Uruguay, Bolivia y Paraguay contra el Opus Dei por delitos de abuso de poder y explotación.
Otras organizaciones ultraconservadoras, como Comunión y Liberación o los Heraldos del Evangelio, también estuvieron en la mira de Francisco. Una de sus prioridades durante su papado fue denunciar y combatir los casos de abusos sexuales en la Iglesia, en los que estaban involucrados algunas de esas instituciones ultracatólicas.
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El papa del fin del mundo, como se presentó Francisco en sociedad, aquel hijo de migrantes italianos que iba para médico, nunca viajaría a ese fin del mundo del que provenía: Argentina. La grieta política en el país (entre kirchnerismo y antikirchnerismo) fue en parte responsable de esa ausencia. Pero Bergoglio sí quiso prestarle atención a Latinoamérica. Viajó a Brasil (2013), Ecuador, Bolivia y Paraguay (2015), Cuba (2015), México (2016), Colombia (2017), Chile y Perú (2018) y Panamá (2019). A la selva amazónica le dedicó una exhortación apostólica, Querida Amazonia, publicada en 2020 tras el Sínodo de los Obispos para la región panamazónica.
La presencia de los papas en América Latina ha sido una constante desde hace varias décadas y se ha debido, principalmente, a la progresiva pérdida de influencia de la Iglesia católica en la región. El avance de los cultos evangélicos ha sido imparable desde los años 80. El número de fieles se ha duplicado y hasta triplicado desde entonces en algunos países y representa casi la misma proporción de población que el catolicismo en países como Honduras o Guatemala, según datos del Latinobarómetro de 2018. Aunque casi la mitad de todos los católicos del mundo se encuentran en América, la identificación con el catolicismo ha ido trazando una curva descendente entre 1995 (80%) y 2018 (59%). En contraposición, las iglesias neopentecostales no han dejado de captar feligreses. Francisco, como sus predecesores, entendió la gravedad de la situación y dedicó una parte de su agenda exterior a tratar de frenar ese declive.
Hoy lo recuerdan en la región algunos de los líderes políticos de esas naciones que visitó. Claudia Sheinbaum desde México (“un humanista que optó por los pobres, la paz y la igualdad”) y Luiz Inácio Lula da Silva desde Brasil (“el mundo pierde una voz de respeto y acogida al prójimo”) le han dedicado emotivas palabras de despedida. Como lo ha hecho el actual presidente argentino, el ultraderechista Javier Milei, quien en su día, antes de llegar a la Casa Rosada, calificara al pontífice de “impulsor del comunismo”, ni más ni menos que “la representación del maligno en la Tierra”. Para entonces Bergoglio había dejado de ser aquel “obispo de derechas” denostado por la izquierda. Era ya Francisco, el azote de los grupos de la ultraderecha católica.