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El legado de la Primavera Árabe: una sombra peligrosa

Isabel Woodford (La Grieta)

El pasado 20 de enero, tres hombres fueron ejecutados. Tres hombres hacia cuyo destino había comenzado a sentir cierto apego desde una pequeña oficina de comunicación en el norte de Londres. Casi un año antes había empezado a investigar y documentar la vida de estos tres hombres en el corredor de la muerte de Baréin: Ali al-Singace, de 21 años; Abbas al-Samea, de 27; y Sami Mushaima, de 42. Por aquel entonces se encontraban en el centro de una historia que pedía a gritos una intervención diplomática, pues las pruebas del caso apuntaban a que su arresto no se había efectuado por la muerte de tres policías en una explosión de bomba en marzo de 2014 sino por el crimen de oponerse a la monarquía de su nación.

Los acusados alegaban haber sido señalados por las autoridades por pertenecer a familias conocidas por su oposición al gobierno, y habían presentado en su defensa coartadas que les absolvían de responsabilidad por los atentados de Daih en 2014. Sin embargo, su defensa nunca fue considerada en el juicio ni resultó en una investigación independiente. Los oficiales apelaron a confesiones que, según los abogados defensores, habían sido obtenidas mediante torturas. Era difícil no sobrecogerse ante las imágenes de las heridas supuestamente infligidas en ellos por sus guardas. Uno de los acusados tuvo que acudir al juicio en silla de ruedas debido a la severidad de sus lesiones. En una conversación telefónica, la madre de Abbas al-Samea nos explicó que la última vez que había podido visitar brevemente a su hijo pudo ver —a través de los barrotes— cómo este tenía el cuerpo lleno de moratones y le faltaban varios dientes. Pero la gravedad de los fallos judiciales en Baréin y su absoluta incapacidad de proporcionar algo parecido a un juicio justo alcanzó su límite el día en el que los tres condenados fueron puestos ante un pelotón de fusilamiento.

La pena de muerte es un suceso que ocurre casi diariamente en algún lugar del mundo, pero este caso va más allá de la injusticia sufrida por estos tres individuos. No es solo otro ejemplo más de lejanas persecuciones políticas a las que ya estamos acostumbrados y sobre las que Europa puede mantener su conciencia tranquila. Estas ejecuciones, con la dudosa culpa de los imputados y las cuales marcan el retorno de la pena capital en Baréin después de media década, son un símbolo del sutil pero peligroso retorno del control autoritario a Oriente Medio. Lejos de la fuerza revolucionaria que la Primavera Árabe auguraba ser, Baréin ha utilizado el desconcierto social resultante para cementar violentamente el poder del gobierno minoritario suní. A pesar de la relativa estabilidad que durante los últimos años ha mantenido este pequeño país con inmensa riqueza petrolífera, el régimen ha utilizado esta oportunidad para asegurar el status quo, ignorar la petición de inclusión política y económica de la comunidad chií y silenciar a la oposición. Las recientes ejecuciones ilustran la decisión de Baréin de dejar de aparentar su adhesión a los acuerdos internacionales de derechos humanos. Acuerdos que prometió incorporar a su código legal doméstico y a su constitución en 2012 tras el descontento generalizado. Otras naciones ya han seguido esta trayectoria y otras muchas parece que irán por el mismo camino.

En efecto, Baréin no está sola en la fuerte reacción a las inesperadas protestas que conformaron la Primavera Árabe hace ya seis años. Tras ayudar a aplastar las protestas chiíes en el Golfo Pérsico, Qatar y los Emiratos ÁrabesEmiratos Árabes se han unido a Baréin al extender sus leyes antiterroristas para permitir el encarcelamiento sin juicio de aquellos sospechosos de formar una oposición al gobierno. Egipto ya hizo lo propio un mes atrás. Los medios egipcios, además, se han visto objeto de una mayor censura, todo mientras incrementan los informes externos sobre desapariciones repentinas de disidentes al régimen. Túnez, aún inmerso en su particular conflicto interno, no consigue erigirse como el modelo democrático local que brevemente representó en 2011. Y mientras la crisis siria urge una solución política, no queda claro si esta puede desembocar en un régimen con la fuerza y cooperación suficiente como para alcanzar un modelo menos opresivo.

Hasta ahora, las señas de este creciente autoritarismo en la región han sido eclipsadas por la dureza del enfrentamiento y la crisis sistémica en los países vecinos. Sin embargo, la naturaleza de las ejecuciones del 20 de enero es un llamamiento para prestar una mayor atención al resquebrajamiento judicial y político llevado a cabo en estos países. Estamos viendo los primeros indicios de una ola vengativa en los países que, hace solo seis años, vieron sus calles repletas de protestas y demandas. El silencio sepulcral por parte de los líderes internacionales también debe ser desafiado, pues demuestra cómo sus agendas nacionales de seguridad y comercio suelen solaparse de manera flagrante.

Evidentemente, es difícil no preguntarse: ¿qué puede hacer Occidente? ¿Tiene las manos atadas? ¿Puede realísticamente lanzar un misil diplomático en un contexto político ya de por sí inestable y con unas relaciones interestatales de poder tan complejas? Francamente —si su objetivo es mantener su posición como modelo liberal, proveer estabilidad y mantener un terreno político común con Oriente Medio—, sí. Europa bien puede estar empezando a buscar aliados frente a la incertidumbre política en EE. UU., y desde luego no está falta de retos internos en su intento de permanecer unida. Pero el rey de Baréin, Hamad bin Isa Al Jalifa, no debería ser invitado al «club» hasta que tanto él como sus aliados árabes se adhieran activamente a los tratados de derechos humanos que dicen defender. Hay mucho más en juego que el mantenimiento en el largo plazo de las bases militares en el Golfo Pérsico.

En esencia, la situación en Baréin demuestra que el oscuro y desapercibido legado de la Primavera Árabe empeora por momentos. El país fue un foco de atención global entonces, y debería serlo de nuevo —esta vez poniendo la atención sobre su gobierno y la brutalidad de su respuesta a la oposición—. Durante las próximas semanas y años, no debemos mirar hacia otro lado mientras se erigen estos mecanismos autoritarios y se violan sistemáticamente los derechos humanos en países aliados. La naturaleza de estas ejecuciones no será una anomalía y sin una respuesta más dinámica y dogmática de la diplomacia europea, la primavera difícilmente llegará.

El documental Guilty Till Proven Innocent fue dirigido y producido por Isabel Woodford en 2015. Este sigue el caso de tres hombres en el Corredor de la Muerte en Baréin, los cuales fueron finalmente ejecutados el 20 de enero de 2017.

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*Isabel Woodford estudia políticas públicas en la Universidad de Oxford.

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El pasado 20 de enero, tres hombres fueron ejecutados. Tres hombres hacia cuyo destino había comenzado a sentir cierto apego desde una pequeña oficina de comunicación en el norte de Londres. Casi un año antes había empezado a investigar y documentar la vida de estos tres hombres en el corredor de la muerte de Baréin: Ali al-Singace, de 21 años; Abbas al-Samea, de 27; y Sami Mushaima, de 42. Por aquel entonces se encontraban en el centro de una historia que pedía a gritos una intervención diplomática, pues las pruebas del caso apuntaban a que su arresto no se había efectuado por la muerte de tres policías en una explosión de bomba en marzo de 2014 sino por el crimen de oponerse a la monarquía de su nación.

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