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Cuando Maradona enseñó a Fidel a tirar penaltis

Fernando Signorini (Líbero)

Luego de la Copa de América 87 organizada en Argentina a raíz de una gestión hecha por el querido Carlitos Bonelli, que en esa época trabajaba para el diario porteño La Razón, Diego Maradona fue invitado a mediados de julio a vacacionar a las playas de Varadero, en la provincia de matanzas, 130 kilómetros al este de La Habana. La idea lo entusiasmó, no solo por la posibilidad de disfrutar de los encantos de ese paraíso tropical, sino porque la visita incluía una especie de alucinante bonus track. Un encuentro con el legendario líder de la Revolución Cubana, el Comandante Fidel Castro Ruz.

Nunca antes (ni después) tuve el sí tan rápido como el que pronuncié al aceptar su propuesta de integrarme al grupo que lo acompañaría. Cuando el vuelo de la Cubana de Aviación despegó de Ezeiza sentí estar muy próximo a vivir momentos de indescriptible intensidad emocional, destinados a convertirse en recuerdos selectos e inolvidables.

Al llegar, y cumplidos los trámites migratorios de rutina, nos guiaron hasta las casas de protocolo que habitaríamos, en medio de un deslumbrante paisaje marino. Fueron nueve días (y nueve noches) de ensueño que gozamos íntegramente. Durante una de tantas recepciones ofrecidas, tuve el inesperado placer de conocer a un verdadero mito del atletismo mundial, como es Alberto Juantorena “El elegante de las pistas” –así le llamaron en su tierra– quien en los JJOO de Montreal 76, logró la hazaña jamás repetida de alzarse con el doble oro olímpico en pruebas tan incompatibles como lo son los 400 y 800 metros llanos (velocidad pura la primera, mediofondo la segunda).

Las jornadas transcurrieron con visitas a barrios y sitios turísticos de la capital, entre las que destaco una larga caminata por uno de sus máximos iconos, el mítico malecón habanero. A falta de dos días para el regreso, Diego fue informado de un inminente llamado para concretar la cita. Decidimos entonces permanecer en las cercanías de nuestros alojamientos, en Varadero, en espera de novedades. Sobre el mediodía del martes 28 de julio, un emisario del Gobierno le dijo: “Señor Maradona, en una hora debemos salir hacia La Habana, el Comandante lo espera”.

Con poca ropa (debido a las altas temperaturas) y mucha excitación abordamos la guagua que nos trasladó a una vivienda de protocolo de la capital. Tendríamos que aguardar un rato. Aunque el calor no cedía, nuestro ánimo era inmejorable. Según nos explicaron, Fidel tuvo que atender una serie de compromisos fuera de agenda que retrasaron la reunión. La expectativa aumentaba y mientras tanto aproveché para dar una hojeada a los cuatro libros acerca de la Revolución que había llevado y que pensaba hacer autografiar por el carismático líder, para regalar a otros tantos amigos argentinos que simpatizaban con sus ideales.

Cuando la ansiedad estaba ya en su punto límite, se apersonó el jefe de ceremonial para señalarnos lo inmediato del histórico encuentro. Tras un viaje de unos 15 minutos, llegamos a la emblemática Plaza de la Revolución. Era casi medianoche. En el preciso instante en que ingresábamos al austero pero magnífico edificio de la casa de gobierno, pude percatarme de que, de frente, venían un par de inconfundibles rasgos, los mismos que la cámara del fotógrafo Alberto Díaz Gutiérrez (conocido como Alberto Korda) inmortalizó la tarde del 5 de marzo de 1960…

La imponente figura de Fidel nos recibió adornada por una cálida sonrisa. Después, la entera humanidad de Diego desapareció fugazmente dentro del enorme y afectuoso abrazo en que lo estrecharon sus largos brazos. Por más de cinco horas quedamos cautivados por su avasallante personalidad, plena de contagioso entusiasmo y fino sentido del humor. Su curiosidad ilimitada lo llevó a preguntar si había una fórmula infalible para tirar los penales. “Antes de patear, miro al arquero”, le confesó Diego. El presidente cubano tomó un cuaderno, anotó la fórmula y respondió: “Mañana mismo la pruebo”, provocando las risas de los presentes. Su proverbial capacidad de diálogo y la versatilidad de temas que con desbordante pasión recorrió, hablando de un hombre de experiencias formidables y de un lector apasionado por las grandes obras literarias.

Pasadas las 3.30 de la madrugada del miércoles 29, se acercó un asistente y nos brindó una variada gama de obsequios. Por mi parte, le entregué al Comandante dos casetes del recital en vivo que Horacio Guarany había realizado recientemente en un repleto Luna Park.

Al pedirle una dedicatoria autografiada de los libros se produjo el siguiente diálogo.

- ¿Este para quién es?, me preguntó.

- Para César, contesté.

- ¿Y quién es César?

- César Menotti, el entren…

- Lo conozco perfectamente, campeón del mundo en el 78.

- ¿Y este para quién?

- Para Caín.

- No andarían muy bien las relaciones entre su familia y la Iglesia Católica cuando le eligieron el nombre. ¿Quién es el tal Caín?

- Es un doctor en Veterinaria de la ciudad donde nací, Lincoln.

- El único yankee que hubiera elegido para jugar en mi equipo, agregó divertido: ¿Doctor en Veterinaria has dicho?

- Sí, especialista en genética animal, una eminencia a nivel mundial en lo referido a trasplante de óvulos por método quirúrgico en bovinos. Fue el primero en Latinoamérica en abrir una clínica especializada en el tema.

- ¿Cuándo ha sido eso?

- No recuerdo con exactitud, creo que en el 78, Comandante.

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- Mañana mismo (le ordenó a su secretario) me buscas en el archivo la fecha en que abrimos nuestra clínica en Santiago. Porque como tú sabes (me explicó), existen dos procedimientos para la transferencia de óvulos: el trasplante quirúrgico y otro no quirúrgico, en el que se utiliza anestesia local. ¿Y cuál es la diferencia? Pues que el quirúrgico garantiza un mayor porcentaje de eficacia en cuanto al número de concepciones, pero requiere mucho tiempo y trabajo para llevarlos a cabo. En cambio, el no quirúrgico es más simple, pero no es tan eficaz, además hay otra serie de…

A esa altura de su cátedra, sentí como si me hubiesen desconectado de la realidad. Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente había volado hacia atrás en el tiempo hasta las selváticas faldas de la Sierra Maestra, desde donde este ser humano excepcional, junto a un grupo no menos valioso de insobornables constructores de utopías, había lanzado al mundo un mensaje pletórico de irrenunciable esperanza en la búsqueda de una sociedad más justa y digna.

La inminente salida del sol marcó el final de una noche radiante. Cuando nos retiramos, Diego obtuvo quizá su trofeo más preciado: ¡la emblemática gorra de su admirado anfitrión! Nos despedimos. Se despidieron Maradona y Fidel, quien cuando ya la guagua estaba en marcha, se arrimó a la ventanilla con gesto preocupado para preguntarle por última vez: “Entonces, antes de patear el penal, debo mirar al arquero, ¿no?”.

Luego de la Copa de América 87 organizada en Argentina a raíz de una gestión hecha por el querido Carlitos Bonelli, que en esa época trabajaba para el diario porteño La Razón, Diego Maradona fue invitado a mediados de julio a vacacionar a las playas de Varadero, en la provincia de matanzas, 130 kilómetros al este de La Habana. La idea lo entusiasmó, no solo por la posibilidad de disfrutar de los encantos de ese paraíso tropical, sino porque la visita incluía una especie de alucinante bonus track. Un encuentro con el legendario líder de la Revolución Cubana, el Comandante Fidel Castro Ruz.

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