Las mujeres centroamericanas luchan contra la agenda integrista impuesta por la Iglesia evangelista y sus gobiernos

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El integrismo religioso de la Iglesia evangélica instalado desde los 70 en Centroamérica ha ido introduciéndose en los gobiernos y dificultando la lucha de la mujer por la igualdad. La criminalización del aborto o la connivencia con la homofobia en gran parte de la región son algunas de sus consecuencias y, al tiempo, causas por las que se ha consolidado la violencia de género contra las mujeres y las niñas, así como contra las personas LGTBI. 

Mercedes Hernández, presidenta de la Asociación Mujeres de Guatemala (AMG), subraya que las iglesias evangélicas "son inoculadas en Centroamérica por EEUU, en el marco de la guerra fría, para neutralizar la creciente adhesión a la teología de la liberación" y "conllevan una agenda fundamentalista conservadora" en la región. Su influencia se debe a que han aprovechado "los vacíos de poder" que ha dejado la Iglesia católica y los ha llenado de las formas de pensamiento "más extremas y reaccionarias" que "se ceban especialmente contra lo femenino", espeta la presidenta de AMG. La experta en violencia de género explica que la supervivencia de las instituciones patriarcales nace de una "amplia tolerancia" de las sociedades de la región "hacia la misoginia" y agrega que la sociedad es el "caldo de cultivo del sexismo" que luego el Estado "institucionaliza" y la iglesia "sacraliza", en una rueda de imaginario colectivo que se retroalimenta.

La gobernabilidad de estos países pasa, según Mercedes Hernández, por una insuficiente "separación de los poderes estatales" y "la necesaria revisión de la independencia de los medios de comunicación". A esto se suma el hecho de que las iglesias evangélicas carezcan de "figuras que impugnen el control religioso sobre los cuerpos de las mujeres", como es el "único" caso de Católicas por el Derecho a Decidir. 

Entre las imposiciones de la moral evangelista en la política se encuentra la prohibición del abortoy la reticencia a rendir de cuentas por parte de los gobiernos a la hora de reflejar el incumplimiento de los derechos fundamentales de las mujeres. "Se les niega el derecho a tener derechos", señala Hernández para referirse a continuación a "la involución en materia de derechos humanos y los retrocesos en la agenda feminista en particular". Como en la inmensa mayoría de los países latinoamericanos, son dos asuntos polémicos en los que Centroamérica flojea. Aunque, en teoría, los países latinoamericanos admiten en algunos casos la interrupción del embarazo siempre que este sea fruto de una violación, o que suponga un riesgo de muerte para la mujer o para el feto, la realidad es que es prácticamente imposible que una mujer aborte legalmente. Las legislaciones centroamericanas se distinguen además por ser las más inflexibles en la cuestión del aborto a pesar de las altas tasas de violencia y feminicidios.

Las víctimas de violencia de género y sexual de la región centroamericana apenas disponen de atención especializada. Los marcos legales del Triángulo Norte –El Salvador, Honduras, Guatemala–, Panamá, Costa Rica, Belice y Nicaragua mantienen, a través de sus legislaciones, deficiencias en los servicios de salud o de información para la protección de los derechos de las mujeres. Honduras y Nicaragua muestran los peores sistemas de denuncias mientras que El Salvador es el más combativo a la hora de impedir el aborto. Son estimaciones de la iniciativa regional Mira que te miro, formada por un conjunto de asociaciones, universidades y organizaciones de 23 países de América Latina y el Caribe que monitorizan los derechos humanos, sexuales y reproductivos para forzar a los gobiernos a rendir cuentas sobre los compromisos adquiridos en el Consenso de Montevideo de 2013.

El país que más avanza en materia de salud y derechos sexuales y reproductivos, en línea con estos compromisos, es Costa Rica, mientras que El Salvador, Panamá y Belice se sitúan en la media y Guatemala, Nicaragua y Honduras están entre los cinco últimos de esa lista de 23.

En los países de la región prima la protección del derecho a la vida desde la concepción. Abortar en El Salvador puede suponer una pena de cárcel de entre seis meses y doce años, ampliables bajo supuestos delitos de homicidio. En Honduras el aborto fue ilegalizado en 2017 y se castiga con multas –tanto al personal médico como a la mujer– y penas de entre tres y diez años de cárcel para ella. También en Guatemala como en Panamá y en Costa Rica el aborto está penado con cárcel de uno a tres años. En Belice está penado con 14 años de prisión para el médico y la mujer. En Nicaragua se castiga con penas de uno a dos años de cárcel para la mujer y de dos a ocho para el médico.

 

Inseguridad, violencia y desprotección

Los datos disponibles de feminicidios en la región centroamericana dependen de la eficacia de cada Estado para abordar los problemas que adolecen las mujeres. Según el Instituto de Ciencias Forenses de Guatemala, 7.320 mujeres sufrieron agresiones sexuales y 6.200 mujeres fueron asesinadas violentamente durante el 2018, en su mayoría, menores de 29 años, niñas incluidas. El Observatorio de Igualdad de Género de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) contabiliza anualmente los feminicidios por cada 100.000 mujeres a partir de los 15 años de edad acontecidos en Latinoamérica, el Caribe y España por razones de género. Detectó 345 asesinatos en El Salvador, 221 en Guatemala, 235 en Honduras, 26 en Costa Rica, 18 en Panamá y 9 en Belice en el año 2017; mientras que los resultados de Nicaragua se remontan al 2013, con 67 feminicidios.

"La penalización del aborto es la institucionalización de la maternidad forzada", espeta Hernández. Se impone así la maternidad a mujeres o a niñas que, ocasionalmente, terminan optando por someterse a la práctica de abortos clandestinos. Algunas mujeres optan por buscar pastillas abortivas a precios asequibles a través de las redes sociales. De esta manera ponen en riesgo su salud, acaban con ella, o afrontan penas de cárcel por decidir sobre sus cuerpos. Así pues, esta prohibición conlleva que los derechos fundamentales de las mujeres sean vulnerados: el derecho a la autonomía, a la libertad de conciencia y reproductiva; el derecho a la salud y a la atención sanitaria; a la integridad física, a la dignidad, a la intimidad, la privacidad... Supone un obstáculo para los derechos humanos de las mujeres que oprime a las más vulnerables desde el punto de vista económico.

Los impedimentos al aborto libre, legal, seguro y gratuito son para Mercedes Hernández "una grave violación de los derechos humanos que, junto a otras violencias, atraviesa los cuerpos de las mujeres" y "conforman un conjunto muy heterogéneo de mecanismos de producción de obediencia" para mantenerlas bajo control. Además, la penalización del aborto no asegura que este deje de practicarse, sino que más mujeres que no desean ser madres tendrán más probabilidades de optar por interrumpir sus embarazos de forma insegura.

Las mujeres trans son más vulnerables a las maras y el crimen organizado en Centroamérica, así como los defensores de sus derechos, según la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos. La CIDH creó de 2011 a 2014 una relatoría sobre los derechos humanos de las personas LGTBI. Su informe sobre la Violencia contra las personas LGTBI determina como problemas sistémicos del colectivo la criminalización por razón de la orientación sexual o su identidad de género, los altos índices de violencia de los que son objeto y la impunidad relacionada, o su exclusión en el acceso a sus derechos fundamentales: salud, justicia, educación, trabajo y participación política, que en muchas ocasiones les obligan a migrar.

Contexto de las centroamericanas

Mercedes Hernández puntualiza que la violencia estructural en Centroamérica "tiene que ver con la discriminación histórica que sufren las mujeres en la región", si bien la violencia a manos de las maras es "una manifestación de esas discriminaciones históricas"; sin embargo, la gran mayoría de las mujeres asesinadas lo son a manos de "hombres cercanos a ellas". Ve necesario fijarse en que en "la despersonalización del crimen de género" subyace la idea "celosamente custodiada" de que "las mujeres, su vida y sus cuerpos son propiedad de los hombres". Observa también que "existen formas de violencia que, por estar tan normalizadas y aceptadas socialmente, se hacen más invisibles". Señala que "una de ellas es la idea de que el sufrimiento" forma parte de "ser mujer, que el miedo es inherente a la vida de las mujeres". "Ese estado de terror cotidiano –apunta– llega a ser no solo tolerado sino incluso embellecido y encontrado virtuoso".

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A pesar de la creación de institutos nacionales de la mujer o el Plan de Equidad de Género, la acción política contra la violencia de género o la brecha salarial en la región resulta insuficiente. "Solo hay dos contrapesos y uno es resultado del otro", piensa Hernández: "Ninguna de estas mujeres está dispuesta a renunciar a las libertades". Los contrapesos de las instituciones patriarcales son, para la experta en violencia de género, el "incansable" movimiento feminista y "un gran bloque de las mujeres que, sin estar organizadas, no están dispuestas" a limitar sus derechos a "la reproducción y a los cuidados solamente".

El 93% de los 18 millones de personas que se dedicaban al trabajo doméstico remunerado en América Latina son mujeres, en su mayoría afrodescendientes, según las estimaciones de la OIT del 2015. La distribución sexual y racial de los puestos de trabajo encasilla a las mujeres en roles de cuidados, en muchas ocasiones, sin contrato y bajo condiciones precarias.

Las mujeres afrodescendientes se enfrentan a la discriminación étnico-racial y de género, así como a la superposición de distintas formas de exclusión. Son consignas a las que se ha sumado la CEPAL, que en 2015 contabilizó 130 millones de personas afrodescendientes en 16 países latinoamericanos, entre los que se encuentran El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá o Costa Rica. En su informe sobre las Deudas de la igualdad para con el colectivo de mujeres afrodescendientes, la CEPAL constata la desigualdad laboral y económica que sufren estas frente a las no afrodescendientes en Latinoamérica y el Caribe. En Costa Rica, Nicaragua y Honduras, más de un 10% de las afrodescendientes se desempeñaban en 2016 en empleos domésticos mal remunerados y en condiciones de precariedad.

El integrismo religioso de la Iglesia evangélica instalado desde los 70 en Centroamérica ha ido introduciéndose en los gobiernos y dificultando la lucha de la mujer por la igualdad. La criminalización del aborto o la connivencia con la homofobia en gran parte de la región son algunas de sus consecuencias y, al tiempo, causas por las que se ha consolidado la violencia de género contra las mujeres y las niñas, así como contra las personas LGTBI. 

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