Ha repetido la historia mil veces, ante trabajadores humanitarios, periodistas y abogados, con su vestido islámico que sólo deja ver sus ojos y sus chanclas de plástico desgastadas. Pero no pasa nada.
Sigue atrapada allí, tras la alambrada del campo de desplazados Hassan Cham U3, que acoge a cerca de 6.000 personas en el norte de Irak, entre Erbil y Mosul, entre ellas cientos de niños apátridas, privados de documentos de identidad, como Izadin, su hijo, el menor de seis hermanos. Se calcula que entre 300.000 y 400.000 menores se enfrentan a esta intratable situación en todo Irak.
Izadin nació en 2016 en el sureste de Mosul, la segunda ciudad más grande de Irak y entonces capital del autoproclamado califato de Dáesh, acrónimo árabe de Estado Islámico (EI). Nació de padres militantes de EI. Y hoy lo está pagando, como todos los niños nacidos entre 2014 y 2017 bajo la ocupación de los yihadistas, que han tenido tiempo de sentar las bases de un protoestado totalitario.
Baheja busca palabras, se confunde. ¿Cómo explicar la situación kafkiana en la que se encuentra su familia en esta tierra de nadie entre dos puestos de control, bajo administración kurda pero en el corazón del "territorio en disputa" de Nínive, provincia principalmente bajo control federal iraquí?
Agarra la carpeta rota donde reúne documentos importantes en un rincón de la tienda de campaña facilitada por el ACNUR, donde sobrevive con su familia desde hace cuatro, tal vez cinco años, sin poder datar su llegada, ya que ha perdido la noción del tiempo. De lo que está segura es de que este es el tercer campamento en el que acaban en seis años, atrapados en el círculo vicioso del desplazamiento interno en un país destruido por 40 años de guerra y atrocidades.
Baheja se mueve entre la palangana de agua donde están los platos en remojo y sus hijas acurrucadas frente a la pantalla de un teléfono inteligente. Lo único que tiene es un papel arrugado con el sello de Daech en letras árabes que acredita el nacimiento de su hijo, "una cadena perpetua".
Afortunadamente estuvo casada con el padre durante veinte años, dice. Su vecina, que se casó con un yihadista en 2014, no puede demostrar su matrimonio ni el linaje de su hija, nacida al año siguiente en el pueblo en ruinas de Hassan Cham, que dio nombre al campo. Su matrimonio no está reconocido, se le deniega la patria potestad y su hija es apátrida. En cuanto al padre, desconoce su suerte, si está vivo o muerto, escondido en Irak o en Siria.
Baheja no dice que su marido muriera en la batalla de Mosul, sino que "desapareció" ante las autoridades. Un subterfugio desesperado para intentar conseguir lo imposible para Izadin: documentos de identidad, una nacionalidad, una ciudadanía.
Tras cuatro años de desaparición", explica sin creerlo realmente, "será declarado muerto por los tribunales, recibiré un certificado que me permitirá demostrar que no estaba afiliado a Daech, mientras que si hoy digo que está muerto es porque era miembro de Dáesh".
Contiene las lágrimas, intenta recordar el relevo, aunque no lo haya, ya que el caldo de cultivo del terrorismo suní florece insidiosamente desde la desastrosa invasión angloamericana del hijo de Bush, hace hoy exactamente veinte años, que engendró el caos y el hundimiento del Estado, a la sombra de la "confesionalización" del poder.
Intenta recordar cuando su marido y sus hermanos seguían a Al Qaeda y luego a su heredero y competidor Dáesh, a fuerza de estar en contacto con sus militantes. "Cuando nos vimos envueltos en todo esto": la sharia, la ley islámica, el odio sectario, suníes contra chiíes, la desgracia de Irak, el ciclo interminable de violencia, asesinatos, decapitaciones, morir como mártires... Lo que vivimos fue tan horrible que no se puede contar.
Tomó medidas para hacerlo. En vano. Un agente de seguridad corrupto le ofreció un documento de identidad para Izadin por 1.600 dólares. Se endeudó, pidió prestado a diestro y siniestro. Tardó seis meses en pagarlo en pequeños plazos. Todavía no tiene los papeles. Me engañó". Baheja también susurra que la acosaron sexualmente, que la presionaron para que se prostituyera para salirse con la suya.
Aquí, en Hassan Cham U3, en el campamento gestionado por la ONG kurda Barzani Charity Foundation (BCF), donde las familias, manchadas por el estigma Dáesh, algunas por conexiones mínimas, viven en condiciones muy duras con unos diez dólares al mes del Programa Mundial de Alimentos, "es miseria, pero estamos a salvo", dice. Y eso no tiene precio. Todos los días, Baheja da gracias a Dios. "Soy viuda, no tenemos nada, ni ingresos, ni nadie con quien trabajar. ¿Qué habría sido de nosotros si no existiera este campamento?
Le gustaría volver a su pueblo natal, pero tiene miedo de regresar, de los castigos colectivos, de las represalias de las autoridades o de una venganza tribal, de que le peguen, de que la violen a ella o a su hija mayor. Esta es la suerte de tantas mujeres. Su casa está destruida. Había resistido los combates, la guerra.
"Fueron los Hashd al-Shaabi quienes lo hicieron", acusa Baheja, señalando a los paramilitares de la "movilización popular" espoleada en 2014 para expulsar a los yihadistas, milicias predominantemente chiíes, muchas de ellas en la órbita de Irán, integradas en las fuerzas de seguridad iraquíes. No es la única en el bando que denuncia el terror que los Hashd al-Shaabi sembrarían en la región de mayoría suní.
Sin identificación oficial, su hijo no puede asistir a la escuela financiada por el gobierno iraquí. Tampoco sus hijos adolescentes, ya que no pueden renovar sus documentos, que datan de la época de Al Qaeda. Como muchos adultos del campo, se encuentran atrapados entre alambradas, sin poder pasar los controles de seguridad en las carreteras ni ir a la escuela o al trabajo.
Frente a las lonas blancas se forma una multitud. "Hay un periodista", gritan los niños mientras corren por los caminos de tierra, como si anunciaran la llegada del heladero. Los hombres se acercan, con las cejas fruncidas y el ceño fruncido, con los certificados de nacimiento de sus hijos expedidos por Daech. Una madre explica con confusión que la justicia iraquí le exige "repudiar" a su hijo, un combatiente muerto del EI, si quiere volver a ver su pueblo, su hogar. "Pero es imposible como madre", dice conmocionada.
"Estas familias están sufriendo un castigo colectivo y una venganza política por su pertenencia real o supuesta al Estado Islámico. Se les mantiene en un estado de humillación", afirma Mélisande Genat. Doctoranda en la Universidad de Stanford (Estados Unidos) y especialista en justicia tribal en Irak, recorrió el país tras la implosión del califato y documentó las numerosas violaciones de los derechos fundamentales.
Esto es especialmente cierto en el caso de los niños de Dáesh, que corren el riesgo de convertirse en "apátridas permanentes" por carecer de documentos de estado civil. Con terribles consecuencias en materia de salud, educación –"en la mayoría de los casos, las escuelas no les permiten matricularse"– o libertad de circulación, "con un mayor riesgo de detención arbitraria en los puestos de control".
Y la situación sigue complicándose. "Desde una sentencia del Tribunal Supremo de 2021, que sirve de jurisprudencia, ya no pueden obtener en absoluto documentos de identidad", explica Mélisande Genat. Según ella, se trata de "la violación más grave de los derechos fundamentales, y la que tiene consecuencias más graves para el futuro del país": "Estos niños son bombas de relojería".
La investigadora prosigue con una letanía de obstáculos, citando el caso de Samira, madre de cuatro hijos. "Sus dos hijos mayores se unieron al EI y uno fue asesinado en 2017. El segundo está actualmente en prisión en Bagdad. Sus dos hijos menores, un niño de siete años y una niña de cuatro, están indocumentados. En ausencia del padre, como no sabemos dónde está, si está vivo o muerto, es muy difícil establecer pruebas de matrimonio y filiación."
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Las fuerzas de seguridad iraquíes se ofrecieron a iniciar un procedimiento "Ikhbar" contra el hijo encarcelado, que consiste en presentar una denuncia contra el familiar que se ha alistado en las FDI. A cambio, ella podrá circular por los puestos de control u obtener documentos de identidad. Samira se negó porque eso significaría que ya no podría hablar con su hijo...
Mélisande Genat nos alerta de otro caso grave, pero aislado, que se desarrolla en el campo de Hassan Cham: a falta de una justicia unificada entre el gobierno federal de Bagdad y el gobierno regional kurdo de Erbil, un centenar de jóvenes solteros y adolescentes que han cumplido condena por terrorismo en cárceles kurdas vagan por el limbo y corren el riesgo de volver a ser detenidos y condenados, esta vez por las autoridades iraquíes, si regresan a su región de origen.
En el "campo de prisioneros", donde acaba de caer la noche, y con ella las temperaturas, que pueden ser extremas tanto en invierno como en verano, Baheja junta sus manos en oración, preocupada por el futuro de sus hijos de mejillas hundidas. Teme que las constantes humillaciones y el resentimiento acumulado los radicalicen. Repite que son "inocentes", que "no eligieron a su familia, [que] no eligieron Dáesh": "¿Por qué están condenados?".