La caída del imperio Volkswagen muestra los agujeros del modelo de cogestión alemán
El desastre Volkswagen es también el ocaso de una esperanza que ha agitado durante mucho tiempo a la izquierda en Europa y Estados Unidos: la de regular el capitalismo mediante la cogestión. La empresa de Wolfsburgo es el ejemplo mismo de la forma más avanzada de cogestión del “capitalismo renano”, que debía oponerse a la lógica del “capitalismo accionarial” anglosajón. Pero su fracaso actual, que es un fracaso económico, ha hecho añicos esas certezas.
Alemania tiene una larguísima tradición de Mitbestimmung, término alemán que suele traducirse por “cogestión”, pero que literalmente significa “codeterminación”. Su implantación es una respuesta a dos retos a los que se enfrentó el capitalismo en Alemania durante el siglo XX.
El primero fue el desafío revolucionario que, durante el otoño y el invierno de 1918-1919, adoptó la forma de “consejos de obreros y soldados” que se organizaban en los centros de trabajo para tomar el control de la producción. Para evitar que ese método se generalizara, el Partido Socialdemócrata (SPD) obligó a la patronal alemana a aceptar la primera representación de los trabajadores en las empresas. Sin embargo, la ley de 1920 fue limitada y su aplicación restringida, hasta que fue derogada por el régimen nazi.
Capitalismo “domesticado”
Tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania Occidental tuvo que presentarse como un ejemplo de participación económica democrática, en contraste con el Este sovietizado. Pero los democristianos en el poder también querían establecer un modelo económico que compitiera con el estatismo keynesiano que imperaba en Francia y el Reino Unido. Había que evitar las nacionalizaciones. El aumento de la participación de los trabajadores parecía una alternativa atractiva. Se convirtió en la piedra angular del concepto, entonces abiertamente conservadora, de “economía social de mercado”.
La cogestión fue consagrada por ley en 1952 y ampliada en 1976 por el SPD, que ya había abrazado este modelo económico. A partir de entonces, las empresas con más de 2.000 empleados debían ofrecer la mitad de los puestos del comité de vigilancia a los trabajadores. Es cierto que esa representatividad tiene sus límites, como volveremos a ver, ya que va acompañada de la obligación de nombrar al menos a un directivo entre los representantes de los trabajadores y de dar prioridad a los accionistas en caso de empate en el comité.
Para Thomas Piketty, esta cogestión, por imperfecta que sea, aparecía como una forma de escapar al “hipercapitalismo”
Pero lo cierto es que Alemania parecía estar a la vanguardia del capitalismo de cogestión, en el que los asalariados tienen voz y voto en los asuntos de la empresa. Y además de la representación en los comités de vigilancia, los trabajadores deben ser consultados sobre cuestiones salariales y de condiciones de trabajo a través del Betriebsrat, el “comité de empresa”. Por tanto, las decisiones de la dirección suelen estar sujetas a medidas compensatorias para obtener la aprobación del Betriebsrat.
Para los partidarios de la cogestión, estos acuerdos tienen varias ventajas. En primer lugar, ofrecen una forma de cooperación entre capital y trabajo basada en el compromiso. Ahí se encuentran todas las señas de identidad del pensamiento socialdemócrata destinado a crear un “capitalismo domesticado” opuesto a su versión neoliberal.
En segundo lugar, la participación de los asalariados en la gestión permitiría tener en cuenta en la empresa criterios distintos del simple beneficio, como el empleo, los salarios, las condiciones de trabajo o los efectos medioambientales de la producción. La cogestión a la alemana sería así una forma de capitalismo “stakeholder” (parte interesada), también contrario a la maximización del valor accionarial de la empresa.
De esa manera, la empresa cogestionada sería más eficiente que las dirigidas únicamente por los accionistas, ya que su gestión se alejaría del corto plazo para pensar en el largo plazo. En un artículo publicado en 2012 en Alternatives économiques, el periodista Guillaume Duval explica por qué, tras la crisis de 2008, las empresas alemanas hicieron menos despidos que las francesas, lo que les permitió recuperarse más fácilmente. Esa sería, en general, también la explicación de la resistencia industrial de la economía alemana.
¿Un modelo para la izquierda?
La cogestión se ha convertido así, para muchos en la izquierda, en un modelo y un punto de partida. Thomas Piketty, en su libro de 2019 Capital et idéologie (edit. Le Seuil ), lo convierte en un pilar de sus “elementos para un socialismo participativo en el siglo XXI”. “Todas las pruebas que tenemos sugieren que esas reglas han sido un gran éxito”, resume el economista, que cree que “han favorecido la emergencia en la Europa germana y nórdica de un modelo social y económico a la vez más productivo y menos desigual que los otros modelos probados hasta ahora”.
Entrevistado por Mediapart a este respecto, Thomas Piketty subraya que, aun considerando los límites de la cogestión a la alemana, veía en este modelo un primer paso hacia la construcción de una nueva sociedad. Pero está claro que, en un primer momento, esa cogestión, por imperfecta que fuera, le parecía al economista estrella un medio de escapar del “hipercapitalismo”, término con el que Piketty describe la era neoliberal del capitalismo.
El poder dentro del grupo sigue concentrado en manos del principal accionista, la familia Porsche-Piëch, y de la dirección
gicamente, la cogestión se ha convertido en el horizonte de una parte de la izquierda política. Ya en 2018, algunos senadores demócratas de Estados Unidos proponían introducir entre un 33% y un 40% de representantes de los trabajadores en los órganos de dirección de las grandes empresas, siguiendo el modelo alemán. Más recientemente, en el programa del Nuevo Frente Popular (NFP) para las elecciones legislativas de junio de 2024, figuraba la modestísima propuesta de “convertir a los trabajadores en verdaderos actores de la vida económica, reservándoles al menos un tercio de los puestos en los consejos de administración y ampliando su derecho de intervención en la empresa”. Una prueba de que la cogestión en su versión mínima (la de los democristianos alemanes en los años 50) es hoy la referencia de la izquierda francesa y de gran parte de la izquierda occidental.
Volkswagen es un ejemplo muy avanzado de cogestión a la alemana. La empresa cumple la norma antes mencionada, pero también tiene una sólida práctica de colaboración entre la dirección y el sindicato IG Metall. El ejemplo más conocido de esa buena relación es el convenio de 1994, que acaba de ser rescindido por la dirección, y que ofrecía garantías de seguridad laboral a cambio de moderación salarial.
Pero el grupo de Wolfsburgo va más allá de la norma común alemana. Su “Estatuto de los Trabajadores” de 2009 refuerza los derechos de los empleados a la información, la comunicación y la cogestión a través de IG Metall. Proclama que “las partes implicadas a nivel operativo deben tener un enfoque de confianza, colectivo y constructivo para lograr el éxito económico, la seguridad laboral y el bienestar de los trabajadores”. Para ello, dirección y sindicatos se comprometen a “adherirse en común a una política de consenso social”.
Este compromiso de cogestión se ve además reforzado por el control público. Una ley de 1960, validada finalmente por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en 2009, otorga una minoría de bloqueo al land de Baja Sajonia, que posee el 20,2% de los derechos de voto del grupo. Este land está dirigido actualmente por una coalición de socialdemócratas y verdes, por lo que su gobierno es próximo al sindicato. Pero cuando la derecha estuvo en el poder entre 2003 y 2013, el planteamiento del land apenas varió. De hecho, fue la coalición CDU-FDP la que consiguió la confirmación de la “ley VW” frente a los ataques de la Comisión Europea.
La ausencia de un contrapeso real
En resumen, Volkswagen es visto por muchos como un modelo de cogestión. Pero en realidad, las ventajas de este modelo plantean una serie de dificultades. La primera es que el contrapoder formal de los trabajadores y el land no ha sido capaz de impedir y alertar sobre la elusión de la ley de emisiones llamada “Dieselgate”.
En un artículo publicado en 2017, el jurista Nicola Sharpe, de la Universidad de Illinois, mostró cómo los controles y equilibrios formales de Volkswagen en este caso concreto no se ejercieron. En realidad, el poder dentro del grupo sigue concentrado en manos del principal accionista, la familia Porsche-Piëch, y de la dirección. La existencia de un comité de vigilancia, la mitad del cual está formado por trabajadores, nunca ha conseguido reducir la fuerte centralización del poder. “El comité de vigilancia sólo estaba ahí para aparentar”, dijo entonces un ejecutivo.
Para Nicola Sharpe, “el comité de vigilancia estableció las disfunciones y complicidades que permitieron que se produjera el escándalo, y adoptó una política centralizada en los comités de empresa que no consiguió evitar el escándalo”. En otras palabras, el sindicato dio un cheque en blanco a la dirección a cambio de ciertas concesiones para los trabajadores. Esa es la cara oculta de la “cogestión”, que a menudo adopta la forma de connivencia con la dirección y permite a esta última gobernar sin oposición real.
El fracaso de la dirección es también el fracaso de la cogestión bajo la dirección del IG Metall
Lo que es cierto del escándalo Dieselgate también lo es de la gestión económica. Los representantes del IG Metall se indignaron al descubrir los planes de la dirección de cerrar tres plantas en Alemania y recortar el 10% de la plantilla. Pero esos planes son consecuencia de su complacencia ante las decisiones tomadas por una dirección que ha permanecido profundamente encerrada en esquemas cada vez más anticuados.
Frente a la teoría y la comunicación que ven la cogestión como una forma de “compromiso” entre el trabajo y el capital, hay otra interpretación que se desprende de los diversos fracasos de Volkswagen. Es la de una continuación de la dominación del capital sobre el trabajo, a cambio de un precio “razonable” a pagar por este último.
En este contexto, el sindicato de Volkswagen no parece ser un verdadero contrapeso. Nicola Sharpe resume así la actitud de los diez representantes del IG Metall en el comité de vigilancia de VW: “son todos empleados alemanes tradicionalmente alineados con los puestos de dirección y que aprecian la importancia de Volkswagen para la economía alemana”. En consecuencia, rara vez cuestionan las decisiones de la dirección.
En otras palabras: el fracaso de la dirección, que es evidente, es también el fracaso de la cogestión bajo la dirección de IG Metall. El jurista considera incluso que la estructura alemana no ofrece más garantías contra la gestión a corto plazo y centrada en los beneficios que la estructura anglosajona.
Además, el famoso acuerdo de 1994 que encarnaba el “éxito” de esta cogestión fue muy problemático. Condujo a una moderación salarial generalizada, que debilitó la posición de los trabajadores en Alemania. Cuando Gerhard Schröder, con su coalición SPD-Verdes, lanzó su Agenda 2010 destinada a presionar a los trabajadores liberalizando el mercado laboral y reduciendo las prestaciones de desempleo, lo hizo en nombre de la defensa de la competitividad de costes encarnada por el éxito de Volkswagen. Cabe señalar que la crisis de la eurozona de principios de la década de 2010 fue la consecuencia última de esta opción de “desinflación competitiva” a través de los salarios, que había sido iniciada por el grupo VW veinte años antes.
La ilusión de un compromiso entre el trabajo y el capital
En conjunto, el destino de Volkswagen, y en general el naufragio de la industria alemana, contradice la visión pikettiana de que la participación de los asalariados en la toma de decisiones mejoraría los resultados de la empresa y construiría una economía más integradora y respetuosa con sus partes interesadas. No obstante, no es posible suscribir la versión conservadora de la crítica de la cogestión, que considera que la participación sindical reduce los beneficios al favorecer la parte redistribuida e impedir cualquier adaptación estratégica.
En el caso de VW, la dirección dio prioridad a los beneficios con la complicidad pasiva de los sindicatos, que suscribieron la doctrina del capital según la cual la rentabilidad empresarial es garantía de bienestar para los asalariados. Durante mucho tiempo, la rentabilidad de Volkswagen se benefició de ese compromiso social, y la dirección se aferró a sus recetas tradicionales sin que los asalariados pusieran ningún reparo.
La democratización de la producción puede ser una poderosa palanca de cambio, siempre que se produzca en el contexto de un desafío total al orden económico
La moraleja de esta historia es evidente: la democracia de empresa en el marco de la organización social actual es un señuelo. Bajo la apariencia de participación, a menudo nos encontramos con una simple validación de una posición de gestión centrada en la maximización de la rentabilidad. No es de extrañar: por encima del poder de los distintos órganos de dirección de las empresas, existe un poder más irresistible, el de la acumulación de capital.
La ilusión de que el compromiso entre capital y trabajo puede conducir a una nueva economía olvida que en el capitalismo están invertidas las relaciones sociales, es decir, están mediadas por las mercancías, que a su vez están sujetas a la necesidad de acumulación de capital. Por lo tanto, cualquier compromiso entre capital y trabajo tiene lugar en esas condiciones, es decir, bajo el control de las exigencias del capital.
Puede ocurrir que esta demanda tolere o incluso fomente los compromisos, pero éstos suelen ser temporales y siempre supeditados al mantenimiento de un alto ritmo de acumulación. Cuando se cuestiona ese ritmo las condiciones para el compromiso desaparecen, independientemente de la estructura directiva de la empresa.
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Esas mismas limitaciones se aplican a la participación política. Sea cual sea el color político del land de Baja Sajonia, nunca ha podido utilizar su influencia para corregir las decisiones de la dirección. También en este caso se da prioridad a la “salud económica” de la empresa, que a menudo se identifica con las decisiones de la dirección. Las autoridades políticas no son una excepción a este fetichismo de la mercancía.
Todo esto no quiere decir que la democratización de la producción sea inútil. Al contrario, puede ser una poderosa palanca de transformación, siempre que se produzca en el marco de un cuestionamiento de las relaciones sociales invertidas y de una impugnación total del orden económico. Esto significa construir una crítica que vaya más allá de la crítica única del capitalismo centrada en el valor para el accionista. Porque cualquier compromiso entre capital y trabajo es, a más o menos largo plazo, una ilusión.
Traducción de Miguel López