El callejón sin salida del fetichismo proletario de la extrema derecha que Trump pretende instaurar en EEUU

Un ciudadano porta un medallón del presidente estadounidense Donald Trump en el Capitolio.

Romaric Godin (Mediapart)

“El 2 de abril será recordado para siempre como el día en que renació la industria americana”. En su perorata del “día de la liberación”, en la que anunció aranceles generalizados y “recíprocos” para unos sesenta territorios, Donald Trump insistió en un objetivo: reindustrializar Estados Unidos y, en consecuencia, crear empleo en ese sector.

En una “ficha informativa” complementaria publicada la web de la Casa Blanca, se puede leer que “los aranceles funcionan”. Se citan estudios no referenciados para demostrar que la política proteccionista de Trump ha permitido “relocalizar partes significativas de la industria, como la producción manufacturera o la de acero”.

Este discurso puede ser seductor más allá de la extrema derecha trumpista. Es cierto que en Occidente las políticas de apertura de los mercados o de globalización han acompañado la desaparición de sectores enteros de la industria local. Pero el neoliberalismo ha jugado constantemente la carta de la “competitividad” y la competencia internacional para organizar una destrucción sistemática de los derechos y la protección de los trabajadores, así como una moderación salarial generalizada.

Lógicamente, una parte de los opositores al neoliberalismo puede ver con interés las decisiones del presidente de los Estados Unidos, que levanta unas barreras muy altas alrededor de su economía con el fin de recuperar empleos industriales. Como los mercados reaccionan muy mal a las noticias de los aranceles, algunos podrían ver en ello una señal de que Trump está llevando a cabo una política que defiende los intereses de los trabajadores frente a las “finanzas globalizadas” y que, en este sentido, podría ser una referencia.

La “verdadera riqueza”

Pero en este ámbito, como en otros que son manipulados por la extrema derecha, especialmente el de la inmigración, hay que desconfiar de las apariencias y los silogismos demasiado fáciles. Que Trump se oponga al neoliberalismo no significa que esté del lado de los trabajadores.

En Estados Unidos, el poderoso sindicato del automóvil UAW y su presidente Shawn Fain, que en 2023 había librado una larga batalla contra los Big Three, los tres principales fabricantes del país, cayó de cabeza en esa simplificación. En un comunicado publicado el 20 de marzo, “aplaude la decisión de la administración Trump de comprometerse a poner fin al desastre del libre comercio que ha devastado a la clase trabajadora durante décadas”.

Pero, ¿los aranceles establecidos por Trump no solo salvarán a la clase trabajadora, sino que también la harán prosperar? Antes de responder a esta pregunta, hay que señalar el discurso “obrerista” que se ha convertido, en los últimos años, en un pilar de la doctrina económica de la extrema derecha. La “clase trabajadora”, antes temida y despreciada por las élites reaccionarias, es ahora una referencia para ellas.

Este discurso puede tener cierto atractivo en la medida en que la economía de principios del siglo XXI no ofrece ninguna perspectiva real a los trabajadores occidentales

No hay nada sorprendente en ello: este discurso se adapta a su época. Los reaccionarios del siglo XX defendían la “auténtica” sociedad rural frente a la decadente sociedad urbana encarnada por la clase trabajadora. Los del siglo XXI sueñan con una sociedad industrial próspera frente a una sociedad terciarizada que se empobrece. Esto va acompañado, como antes, de una tesis sobre el “falsa riqueza” creada por el sistema actual, mientras que la “verdadera riqueza” sería de origen industrial. En su discurso del 2 de abril, Donald Trump prometió resucitar una “América rica”.

Pero todo esto es, en primer lugar, una fantasía reaccionaria, la de unos trabajadores felices de producir bienes industriales y bien pagados, mientras que los empleos terciarios son degradantes y mal remunerados. En realidad, basta con sumergirse en la realidad de los años setenta para darse cuenta de que el capitalismo industrial no era precisamente un paraíso en la tierra. Las condiciones laborales eran infernales y los salarios bastante mediocres. No en vano, esa década, al menos en su primera parte, fue la de una permanente revuelta obrera.

Sin embargo, este discurso puede tener cierto atractivo en la medida en que la economía de principios del siglo XXI no ofrece ninguna perspectiva real a los trabajadores occidentales. Por lo tanto, siempre es cómodo refugiarse en un pasado que creemos acogedor. Por lo demás, los sindicatos sectoriales americanos no pueden sino complacerse en esta nostalgia de la época en que eran una organización poderosa. Por otra parte, Shawn Fain le recuerda a Donald Trump que si quiere “hacer historia” con su política, también debe reforzar, paralelamente, el poder de los sindicatos.

Este relato se enmarca en un debate sobre la “buena gestión” del capitalismo que divide a las clases dirigentes. Tanto los neoliberales como los reaccionarios afirman que su gestión permite cosechar beneficios sociales para las masas. Los primeros creen que el libre comercio es la mejor manera de lograrlo porque estimula la competencia y, por ende, la productividad y la rentabilidad. Los segundos creen que el proteccionismo permite defender la rentabilidad de las industrias frente a la competencia desleal del resto del mundo. En ambos casos, la conclusión es la misma: la rentabilidad del capital acabará aumentando los ingresos de los trabajadores.

Las dificultades de la industria contemporánea

Pero unos y otros se basan en quimeras que se niegan a tener en cuenta la realidad actual del capitalismo.

La demostración es bastante fácil de hacer para los neoliberales, cuyo fracaso es evidente: basta con tener en cuenta el aumento de la desigualdad y la continua desaceleración de las ganancias de productividad. Las poblaciones occidentales han experimentado ese fracaso y buscan alternativas. Aquí es donde puede afianzarse el discurso reaccionario. Por eso es útil mostrar sus limitaciones. Porque los dos relatos pasan por alto algo esencial: el estado de acumulación de capital.

En los años setenta, las deslocalizaciones son, por supuesto, un medio para disciplinar a la mano de obra introduciendo el miedo al desempleo. Pero este movimiento entra en un marco más amplio. Si había que intensificar esa represión social, era porque la acumulación de capital se había vuelto cada vez más difícil. La disminución de la rentabilidad obligaba a contener las demandas del mundo laboral, pero también a buscar las condiciones para producir más barato.

Las deslocalizaciones respondían a esas dos necesidades del capital. Una vez establecidas, permitieron moderar los precios y, por tanto, los salarios. Entonces fue posible desarrollar empleos terciarios con salarios reducidos para la mano de obra excluida de la industria.

La industria manufacturera mundial ha dejado de ser un motor de crecimiento

Alexis Moraitis — Economista

Pero también hay que reflexionar sobre los orígenes de esta disminución de la rentabilidad del capital industrial, que bien podrían estar en las ganancias de productividad pasadas. Estas registraron cifras récord en los años 50 y 60, de casi un 6 % anual de media. Sin embargo, como señala Marx en los Grundrisse (ediciones sociales, 2018, p. 299-302), cuanto más aumenta la productividad, más difícil es para el capital aumentar su plusvalía.

Es bastante lógico: el aumento de la productividad reduce la parte del trabajo en los costes de producción y, por tanto, aumenta la parte del beneficio en el valor creado. Pero cuanto mayor sea esa parte, más intenso deberá ser el esfuerzo de productividad para que siga aumentando. Dicho de otro modo, también se puede decir que cuanto menor sea la parte de trabajo necesaria en el valor creado, menos margen habrá para convertirlo en plusvalía. “Cuanto más desarrollado está el capital, más plustrabajo ha creado y más terriblemente necesita desarrollar la fuerza productiva para valorizarse”, escribe Marx.

Por lo tanto, como resume el economista Alexis Moraitis en un artículo publicado en 2023 en el cuarto número de la revista A-M-A', existe una tensión entre la producción material, desarrollada por la productividad, y la producción de valor, que tiende a disminuir. La sobreacumulación se une a la sobreproducción: los precios bajan, la competencia se intensifica, la producción de valor se reduce y la estagnación se vuelve inevitable.

Paralelamente, las ganancias de productividad han excluido de la industria a una parte importante de la mano de obra, que se vuelve rentable para actividades de trabajo muy intensivas y muy poco productivas y que se desarrollan con la mercantilización de la vida diaria y las necesidades de rentabilidad del capital. Los servicios a las personas y a las empresas son los que crean más empleo en la actualidad. Pero también son empleos poco productivos, en los que el valor creado depende de la compresión salarial y del deterioro de las condiciones laborales.

Este desarrollo se suma a la estagnación, porque reduce las ganancias totales de productividad en la economía y, por lo tanto, los salarios. Todo eso refuerza la sobreproducción industrial, su falta de rentabilidad y de inversiones, lo que se traduce en una disminución del porcentaje de la industria en el PIB y una desaceleración de su crecimiento. Esto se puede ver incluso en países como China.

El comercio mundial se enmarca en este contexto general. La deslocalización ha sido una estrategia para contrarrestar esa tendencia mediante la reducción de los costes laborales, pero al cabo de unas décadas surgen los mismos problemas en los países recientemente industrializados porque las ganancias de productividad obtenidas conducen a los mismos efectos. En China, Turquía o Indonesia, este problema se está agudizando. “La industria manufacturera mundial ha dejado de ser un motor de crecimiento”, resume Alexis Moraitis. Incluso el Banco Mundial ha tenido que reconocerlo.

Esta realidad conduce lógicamente a un contragolpe proteccionista. Pero, concretamente, incluso si la apuesta del presidente americano tuviera éxito y renaciera una industria manufacturera estadounidense bajo la protección de estos aranceles, ¿qué pasaría? Podemos describir a grandes rasgos dos escenarios.

Dos sombríos escenarios de reindustrialización

El primero es un escenario de “desdesarrollo”. Bajo la protección de los aranceles, la industria estadounidense perdería productividad. Entonces sería posible producir bienes de gama baja con poco valor añadido, como textiles o pequeños aparatos electrónicos. Industrias como la automovilística también podrían dejar de invertir para reducir su productividad sin consecuencias.

La industria, entonces, crearía efectivamente puestos de trabajo, pero serían empleos poco productivos y, por lo tanto, empleos con salarios reducidos. Para que esas industrias fueran rentables, sin duda habría que reducir aún más la protección de los trabajadores, como el salario mínimo, y empeorar las condiciones laborales. Los nuevos empleos industriales serían entonces poco atractivos. Además, cabe señalar que los países pobres productores de textiles, como Lesoto, Camboya y Laos, son los principales afectados por los aranceles de Donald Trump.

El proteccionismo para reactivar el crecimiento es tan callejón sin salida como el libre comercio desenfrenado

El fetichismo obrerista reaccionario de la extrema derecha pretende así recrear una clase obrera empobrecida que no tendrá nada que envidiar a las dificultades de los actuales empleados del sector terciario. Además, una política de este tipo sería, a la larga, un callejón sin salida. Provocaría una disminución de la demanda interna y, como la industria americana sería poco competitiva debido a su baja productividad en el mercado internacional, donde tendría que hacer frente a las represalias del resto del mundo, no tendría más remedio que aumentar la productividad o cesar sus actividades. Eso daría lugar a reducciones de plantilla condenadas a pasar a servicios de baja gama, lo que conduciría al punto de partida, a la desindustrialización.

Esta evolución es, por otra parte, poco probable porque se supone que Estados Unidos dispone de una reserva de mano de obra dispuesta a trabajar en tales condiciones. Ahora bien, los servicios poco productivos permiten asegurar una situación de casi pleno empleo. Para que la gente trabaje en talleres textiles, habrá que reducir drásticamente los salarios en los servicios o bien traer inmigrantes dispuestos a trabajar en tales condiciones. Dado que la extrema derecha descarta esto último, la única posibilidad es una mayor explotación del mundo laboral o incluso el fracaso de esta reindustrialización, que no será rentable.

El segundo escenario es la reindustrialización de las producciones más rentables, es decir, las más productivas. Pero en este caso, como ya señaló en 2017 el financiero Jeffrey Sachs, “no hay muchos empleos industriales que volver a traer” a Estados Unidos, ya que esas industrias están muy automatizadas. Podrían crearse algunos puestos de trabajo muy especializados, pero el mecanismo descrito anteriormente acabaría funcionando a pleno rendimiento: la industria no permitiría generar crecimiento. Dado que su capacidad para generar plusvalía es reducida, su participación en el valor añadido global seguiría siendo escasa y su impacto en el crecimiento global, limitado.

Incluso los países más industrializados y avanzados en este ámbito ahora tienen que reconocerlo. Alemania ha conservado su industria gracias a una política de dumping salarial y a su avance tecnológico, pero ahora debe reconocer los límites de ese desarrollo. Incluso China, la “fábrica del mundo”, que durante mucho tiempo se aferró al mito del crecimiento industrial, ha tenido que reconocer finalmente los límites de ese ejercicio y se prepara para cambiar de rumbo.

Lo que sucedería entonces es que esa industria de alta gama subiría sus precios para ganar rentabilidad, ya que estaría protegida de sus competidores internacionales, pero como los salarios globales seguirían bajo presión debido al estancamiento general de la economía, el nivel de vida de los americanos se deterioraría. Sobre todo porque el precio de los bienes importados habría aumentado considerablemente. Entonces no habría ni nueva clase trabajadora, ni crecimiento adicional, ni mejora del nivel de vida.

En realidad, el proteccionismo para reactivar el crecimiento es tan callejón sin salida como el libre comercio desenfrenado. En una economía que se encuentra en vías de estagnación estructural, no hay ninguna solución “buena”. La actual configuración hace que el mundo laboral sea, como el medio ambiente, el perdedor en la carrera por los beneficios. Ya en 1848 Marx advertía que el mundo del trabajo “verá que el capital liberado no lo hace menos esclavo que el capital afectado por las aduanas”. Esa situación, aunque hoy esté invertida, sigue siendo cierta.

La solución no reside por tanto en un fetichismo industrial reaccionario que sueña con el renacimiento de una clase trabajadora “a la antigua”. En realidad, los trabajadores del sector terciario, precarios y mal pagados, representan a la clase obrera contemporánea. Esta clase es numerosa y sufre.

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Su salvación, al igual que la de la sociedad en su conjunto, no está en una huida hacia adelante proteccionista, sino en un cambio radical de lógica en el que las necesidades de la población y de la naturaleza se conviertan en prioritarias y se liberen de la necesidad de acumulación de capital. En este contexto, sin duda se necesitan, puntualmente, protecciones e industrias así como solidaridad internacional y moderación. Pero no existe ninguna solución realista dentro de un capitalismo nacional transformado en fortaleza con fantasías reaccionarias.

 

Traducción de Miguel López

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