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El 'caso Fillon' y la deriva de las presidenciales francesas

Las caricaturas tienen una virtud: al exagerar los rasgos, hacen que se vean mejor. Así las cosas, el escándalo Fillon alcanza cierta forma de perfección. Todo se concentra en él. Las pequeñas maniobras llevadas a cabo para transvasar el dinero público a su propio bolsillo; las fabulosas hipocresías que hacen maldecir y mentir en el mismo movimiento; los pánicos; los aduladores, los seguidores, los precursores, los valientes, los acongojados, las apelaciones al pueblos; los planes de comunicación que sacan de una chistera de domingo al conejo Penélope; los periodistas de investigación que revelan los hechos; los periodistas partidistas que se prestan a los chanchullos; los jueces que instruyen; los jueces a los que se acusa; las voces que hablan de complot, de conspiración, de golpe de estado, de guerra civil...

A la panoplia no le falta detalle: ni las maniobras diversas, ni las divagaciones, ni la invocación ritual al general De Gaulle. Asistimos al punto álgido de una deriva personal y colectiva. Nos habla de un hombre, de los que le apoyan, de los que le abandonan, de los que querrían estar con él, de los que querrían desconectarlo, pero también y, ante todo, del estado colectivo. De la naturaleza de las instituciones en Francia.

En este sistema, todo se reduce a una sola figura. Lo sabíamos ya, pero lo redescubrimos ahora con horror. El principio mismo de la elección del presidente por sufragio universal, que otorga enormes poderes a un hombre providencial, sin equilibrarlos con contrapoderes reales, estaba pensado para reforzar la potencia del político. Por el contrario, lo vacía de su sustancia.

El aforismo fundador del gaullismo, que habla del “rencuentro de un hombre y de un pueblo”, ha pasado a ser un simple llavero para los que ambicionan abrir las puertas del Elíseo. Durante el pasado fin de semana, los últimos apoyos de François Fillon no han dejado de adularlo. Este hombre, abandonado por los suyos, desenmascarado por la prensa, perseguido por la justicia, rechazado por la opinión, ha aludido continuamente a ese vínculo exclusivo que superaría al Poder Judicial, al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo.

Los defensores de François Fillon aseguran que el combate que libran no tiene que ver con un hombre, sino con un programa. Habría que tener memoria de pez, como le gusta decir a Jean-Luc Mélenchon, para creerse el argumento. Esta prevalencia exclusiva del programa forma parte también de la ficción presidencial en la que ha dejado de creer una parte creciente del electorado, de ahí la abstención registrada.

¿Cómo no recordar los debates de las primarias de la derecha? ¿Eran tan diferentes, en el fondo, los Fillon, Juppé, Sarkozy, Le Maire, Copé, Poisson, Kosciusko-Morizet? ¿Existía entre ellos algo más que matices o grados? Uno decía que sobraban 500.000 millones funcionarios y el otro, 300.000, pero los proyectos eran todos de inspiración liberal, por no decir thatcherianos. Y, finalmente, lo que distinguió a Fillon fue su anclaje a la derecha, cierto, pero antes de nada su pose moralista y las acusaciones sobre los errores de Nicolas Sarkozy o los diputados investigados.

La verdad es que la principal diferencia entre unos y otros, más allá del deseo de acabar con el sarkozysmo, era que uno tenía buen aspecto y el otro era un poco mayor. Eran intercambiables en el plano político y, si Fillon es imprescindible a día de hoy, lo es por sí mismo, en primer lugar, y por todos los que han apostado por él.

Así van las presidenciales en Francia: a fuerza de relegar en el pasado a los candidatos que llegaron a ser presidentes (Mitterrand en parte, Chirac más y Sarkozy y Hollande en su práctica totalidad), la idea misma de programa se ha agotado. La forma del candidato ha tomado el relevo. Se ha convertido en decisiva. Lo que importa, en el show presidencial, no son las letras de la canción, sino el nombre del cantante y el drama de la derecha, en 2017, no es que les falten solistas, sino que su cantante está ronco.

Por encima de lo que pase en la derecha, que un caso como los supuestos empleos ficticios de Penelope Fillon haya pasado a ser un asunto de Estado dice mucho del agotamiento y de la concentración de nuestro sistema de representación. ¡Falta una sola persona y parece que es irremplazable!

Esta historia no desencadena ninguna conspiración, como quiere hacer ver su actor principal, sino que denuncia lo disparatado de un sistema que le sirve de tapadera. En cualquier democracia, el escándalo se habría disipado con el candidato, en un santiamén, y el partido habría elegido a otra personalidad. Acto seguido, después de la anécdota, se habría reanudado de inmediato el debate político.

En Francia no ha sido así. En Francia, la carrera presidencial escapa al funcionamiento normal de una república y de sus instituciones. El presidente, y ahora candidato elegido en primarias, hace exactamente lo que quiere. Importuna a los gendarmes y a la policía. Elegimos a un rey, cuya divinidad se basa en el vínculo imposible de comprobar “entre un hombre y un pueblo” y amén. Ahora bien, no se destituye a un rey sin correr el riesgo de sufrir una guerra de sucesión.

Y aquí es donde nos encontramos. Un noticia de sucesos se ha adueñado del debate político. Aún peor, este psicodrama de consecuencias potencialmente catastróficas no es más que la punta visible del iceberg instalado y general; la personalización extrema causa estragos y despolitiza la vida pública. Veamos el abanico existente de derecha a izquierda: la ultraderecha se disimula bajo el nombre de una mujer que finge ser menos Frente Nacional que Azul Marino(e). Emmanuel Macron califica su programa con una doble negación, ni derecha ni izquierda, y sólo innova en la edad. No es, como antiguamente, el hombre del destino, sino un joven providencial. A la izquierda, Jean-Luc Mélenchon por más que presente un programa elaborado, el debate siempre va a girar en torno a su carácter. Su fortaleza, como dicen sus militantes, es seguir siendo “Jean-Luc” y su debilidad, para sus detractores, es ser “Mélenchon”. En cuanto a Benoît Hamon, más allá de su renta universal, el debate se basa gira en torno a cualidades personales, con esta cuestión lacerante: ¿tiene las espaldas bastante anchas?

¿En qué estado se encuentra la política francesa, a cincuenta días de la celebración de la primera vuelta de las elecciones? Nadie lo sabe. Está omnipresente en las preocupaciones, pero no se la ve en el relato de las elecciones, lo que genera una angustia colectiva de la que se nutre la pyme Le Pen. En dos meses, alguien tendrá notables poderes, pero el caso François Fillon oculta esta realidad. Surfeando sobre la deriva de un sistema, François Fillon, símbolo de una malversación, ocupa la perspectiva y no está dispuesto a ceder el sitio. Y lo repitió este domingo en la televisión. _____________

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

Las caricaturas tienen una virtud: al exagerar los rasgos, hacen que se vean mejor. Así las cosas, el escándalo Fillon alcanza cierta forma de perfección. Todo se concentra en él. Las pequeñas maniobras llevadas a cabo para transvasar el dinero público a su propio bolsillo; las fabulosas hipocresías que hacen maldecir y mentir en el mismo movimiento; los pánicos; los aduladores, los seguidores, los precursores, los valientes, los acongojados, las apelaciones al pueblos; los planes de comunicación que sacan de una chistera de domingo al conejo Penélope; los periodistas de investigación que revelan los hechos; los periodistas partidistas que se prestan a los chanchullos; los jueces que instruyen; los jueces a los que se acusa; las voces que hablan de complot, de conspiración, de golpe de estado, de guerra civil...

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