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El contraste es sobrecogedor. El 28 de abril de 2020, Colombia se convertía en el 37º país miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), poniendo fin a un proceso de adhesión a esta institución, considerada un club de países desarrollados, que ha durado siete años.
Un año después, Colombia arde. Un proyecto de reforma fiscal antiredistributiva inspirado por la OCDE, el FMI y el Banco Mundial ha provocado importantes disturbios en las principales ciudades colombianas, sobre todo en Cali. Tras la cruenta represión policial, las protestas se han saldado con 40 muertos. Además, hay 600 heridos y 800 desaparecidos.
El presidente colombiano, Iván Duque, el mismo que un año antes metió al país en la OCDE, retiraba finalmente su proyecto, sin calmar a la calle, que parece exasperada. El 10 de mayo, una nueva ola de disturbios golpeaba el país.
En un año, el relato del éxito económico de Colombia, aplaudido por la OCDE se venía abajo. Hace un año, la OCDE sancionaba un mito que solía destacar; el de un país que, gracias a las “reformas estructurales”, había logrado una trayectoria de desarrollo casi única en la región.
Este mito se basaba en bonitas historias, como la de Medellín, antigua capital de los cárteles de la droga, convertida en una smart city, que se pone como ejemplo en las conferencias internacionales sobre la cuestión.
Para una institución que siempre ha aspirado a ser cabeza de lanza de la globalización y de la liberalización económica, Colombia tenía un valor político de edificación: el de mostrar que el camino correcto para América Latina estaba en el neoliberalismo y no en el socialismo o el populismo.
En las décadas de 2000 y 2010, las principales instituciones internacionales y los inversores no encontraron suficientes palabras de elogio para celebrar el notable crecimiento de Colombia. Tomemos, por ejemplo, el informe de 2015 que el FMI hizo del país, en el que se describe una economía que “presenta uno de los crecimientos más fuertes de América Latina”, con una “política presupuestaria equilibrada”, una “baja deuda pública”, “abundantes flujos de capital”. En definitiva, un paraíso neoliberal que pretendía ser la envidia de otros países del continente.
En un contexto de hundimiento de la economía venezolana y de debilitamiento político de las izquierdas en América Latina, Colombia era un modelo apreciado por las instituciones internacionales. El país había evitado la llegada de la izquierda al poder durante la década de 2000 y, por tanto, parecía señalar el camino que se debía seguir.
Junto con Chile, que se incorporó a la OCDE en 2010 y donde la izquierda socialdemócrata se mantenía muy prudente en el plano económico, contentándose con reequilibrar un poco un neoliberalismo constitucional, Colombia era por tanto un modelo. La Alianza del Pacífico, que incluye a estos dos países, y a México y Perú, parecía, cuando se fundó en 2013, crear un bloque comercial neoliberal que debía ejercer de contrapeso a un Mercosur, entonces en manos de la izquierda. Los “buenos estudiantes” se unían para atraer a inversores internacionales.
Pero las cosas no salieron bien. Bien es verdad que el socialismo latinoamericano no pasa por su mejor momento. Acaba de sufrir una aplastante derrota en las elecciones presidenciales de Ecuador (en buena medida, debido a su división), fue derrotado en 2020 en Uruguay y en 2018 en Brasil. El hundimiento venezolano continúa y los peronistas argentinos tienen problemas.
Pero hay que decir que el neoliberalismo de la región no goza de mejor salud. Perú se hunde en la inestabilidad política, la experiencia Mauricio Macri en Argentina, que pretendía reconciliar al país con los inversores internacionales, ha acabado en desastre con una nueva crisis de deuda, y el Brasil de Bolsonaro no es objeto de deseo.
Pero, sobre todo, desde hace varios años, las experiencias neoliberales latinoamericanos se ven confrontadas a revueltas populares masivas, que muestran los límites de estos modelos de desarrollo. Así fue en Ecuador, en 2019, cuando el presidente Lenín Moreno, inicialmente de izquierdas, se alineó con las exigencias del FMI. También se podría citar la resistencia popular a la toma de posesión de la derecha en Bolivia durante ese mismo año, que impidió que ésta impusiera su agenda neoliberal de forma sostenible.
Por último, fueron los dos “modelos” del continente, Chile y Colombia, ambos miembros de la OCDE, los que se vieron afectados por sangrientas revueltas que se prolongaron en el tiempo y que se tradujeron en un claro rechazo al modo de desarrollo promovido por las instituciones internacionales.
Las revueltas de Colombia y Chile son, por tanto, una clara sanción al relato del “desarrollo equilibrado y saludable” de estas dos economías. También en este caso, el estudio del caso colombiano es muy revelador de este punto de vista. Desde principios de los años 90, los gobiernos conservadores de Colombia han puesto en práctica todas las recetas del “consenso de Washington”.
La política económica se ha centrado en la atracción de capital extranjero y la liberalización de la producción y la extracción de materias primas. El Estado apoyó a los grandes terratenientes y a la agroindustria con recortes fiscales y subvenciones, mientras que el banco central, convertido en “autónomo” en 1992, garantizaba la estabilidad financiera y reducía la inflación.
Estas estrategias permitieron a Colombia integrarse rápidamente en las cadenas de valor internacionales. Pero lejos de la imagen de smart city y de la innovación vehiculada por las instituciones internacionales, el crecimiento colombiano estaba profundamente arraigado en el modelo ultraclásico de exportación de materias primas y productos agrícolas. El petróleo y el carbón representaban casi la mitad de las exportaciones colombianas en 2019 y, si añadimos los productos agrícolas en bruto, supone dos tercios.
Sin duda, este modelo atrajo a los funcionarios del FMI y de la OCDE, pero ya era vicioso. Los productos estrella del país están en manos de una oligarquía que comparte gustosamente los beneficios con los inversores internacionales, pero no con los trabajadores.
Además, esto garantiza una baja inflación y se guarda de que los salarios suban. El crecimiento era fuerte, pero captado principalmente por unos pocos. Atraídos por la mano de obra barata, los capitales extranjeros se concentraron en intensificar la extracción, dejando de lado las inversiones productivas. El modelo colombiano mantuvo entonces unas desigualdades muy elevadas, dejando de lado las ganancias de productividad y el desarrollo industrial.
La ilusión del "milagro" neoliberal colombiano
Los datos, desde este punto de vista, hablan por sí solos. La propia OCDE afirma que la economía colombiana es una de las menos productivas del continente y que la productividad se ha estancado en los últimos treinta años. La institución, al constatar que la economía está en manos de grandes grupos, propone liberalizarla aún más, negándose a ver que esta liberalización es lo que ha favorecido la concentración.
Además, el gasto público colombiano ya es inferior a la media latinoamericana y la calidad de las infraestructuras y la educación se está deteriorando. Y los trabajadores más pobres son también los menos formados y los que tienen menos acceso a la formación. Así podemos ver lo ilusoria que era la pseudomodernidad de la economía colombiana.
Pero basta con observar sobre el terreno la situación de la desigualdad, para ver cómo se disipa el milagro colombiano. En un continente que ya es uno de los más desiguales del mundo, Colombia presenta resultados desastrosos. En 2018, según el Banco Mundial, el 10% más rico poseía el 39,7% de la riqueza del país. Sólo Brasil lo hace peor y, sin duda, Venezuela (pero los datos de este país no aparecen en la web del Banco Mundial). Comparativamente, la cifra es del 29,9% en Argentina y del 29,7% en Uruguay.
El coeficiente de Gini, que estima el nivel de desigualdad de ingresos en una escala de 0 a 100 (en 100, toda la riqueza está en manos de una sola persona), es inequívoco. Se situó, en 2018, en 50,4 en Colombia, un nivel ligeramente inferior a Brasil (53,4), pero por encima de los demás países de la región, excluyendo a Venezuela, y de China. Aunque este coeficiente ha descendido ligeramente en la década de 2010 (era de 52,6 en 2012), el nivel de desigualdad de ingresos es muy elevado.
La misma observación puede hacerse sobre la pobreza. La proporción de la población que gana menos de 1,9 dólares al día es del 2,1% (0,6% en Argentina, 0% en Uruguay), que es también la peor cifra, excepto Brasil. Si el nivel de pobreza lo elevamos a 5,5 dólares al día (lo que equivale a 135 euros al mes), el porcentaje se eleva al 14%, frente al 5% de Argentina y el 0,1% de Uruguay, lo que también es un récord en la región, sin contar Brasil y Venezuela.
Así que, lejos de ser un modelo, Colombia es el ejemplo mismo de cómo el desarrollo neoliberal tiene dificultades para resolver los problemas de la pobreza y la desigualdad. Sobre todo porque el ciclo de caída de los precios de las materias primas desde 2014 ha agravado las deficiencias de este modelo económico.
Cuando los ingresos de las exportaciones se debilitaron, el país se encontró con una necesidad constante de divisas, lo que se tradujo en un doble déficit por cuenta corriente y presupuestario. Para controlar esta necesidad de capital y seguir atrayendo a los inversores, los tipos de interés se han mantenido bastante altos y el Gobierno ha recortado el gasto salarial (del 5,5% del PIB al 5,1% entre 2016 y 2019, según el FMI), recortado la inversión (del 5,7% del PIB al 4,2% en el mismo periodo) y aumentado las transferencias al sector privado (del 7,7% del PIB al 12,2% del PIB). Pero esta política no ha hecho más que aumentar las dificultades y el déficit público.
El crecimiento se ha vuelto insuficiente y la presión sobre los salarios se ha acelerado. El crecimiento salarial, que nunca había sido muy fuerte teniendo en cuenta la situación social del país, se ralentizó bruscamente hasta llegar a cero en la industria en vísperas de la pandemia. El esbozo de una política social tímida y mal calibrada no contribuyó a aliviar la situación, y en 2016 y de nuevo en 2019, el país ya vivió movimientos sociales violentos, especialmente en el departamento del Cauca, donde se concentran dos de las poblaciones más explotadas del país, los locales y los afroamericanos, pero también en otras regiones como Medellín y entre los estudiantes, principales perjudicados del impulso reformista del Gobierno.
Obviamente, la crisis del coronavirus, al cerrar los mercados internacionales, ha agravado aún más estas dificultades. Es cierto que el Gobierno de Iván Duque ha introducido una “renta solidaria” de 160.000 pesos al mes, unos 35 euros, para cinco millones de hogares. Pero la financiación de este gasto es difícil.
El Gobierno se niega a recurrir a la financiación monetaria para preservar el atractivo del país y controlar la inflación. Pero como la deuda pública ha aumentado en los últimos años, por el impacto de la crisis que acabamos de describir, pasando del 35% del PIB en stock en 2012 al 62,8% del PIB en 2020, según el FMI, los inversores internacionales quieren garantías.
Iván Duque es un neoliberal convencido. Ha escuchado con atención las recomendaciones de la OCDE y el FMI, que explicaban, tras relatar sus alabanzas, que Colombia estaba demasiado liberalizada y que esa era la causa de sus males. La baja productividad se debe, por ejemplo, a la falta de competencia. En cuanto a los impuestos, eran demasiados para las empresas.
Por ello, para preservar su calificación ante las agencias, el presidente colombiano decidió poner en marcha una reforma fiscal que ya estaba en marcha antes de la crisis. Su ambición es simple: hacer que el país fuese más atractivo para el capital extranjero, reduciendo al mismo tiempo el déficit público.
Consciente del nivel de tensión en el país, el presidente había justificado su proyecto con el pretexto de preservar la renta de solidaridad y en un impuesto a los más ricos. Pero esto último quedó neutralizado inmediatamente al convertirse en deducible del impuesto sobre la renta. Por otro lado, se redujo el tipo del impuesto de sociedades, considerado demasiado alto por el FMI y la OCDE, y subió el IVA, que pagan todos y especialmente los más pobres (pasando del 16 al 19%), ampliándolo a productos esenciales como la energía, la gasolina y el agua.
Una vez más, fue una recomendación de la OCDE. El efecto esperado era sencillo, generar ingresos estables para el Estado, ya que estos gastos son necesarios a costa de los más débiles, y reducir el consumo y, por tanto, los salarios para mantener la competitividad y reducir los desequilibrios externos. Se trataba, pues, de una terapia de choque neoliberal sobre un país ya debilitado por treinta años de reformas. Y esto desencadenó la revuelta popular que la retirada del proyecto no ha calmado, ya que lo que está en juego es el modelo económico y social del país.
Alejarse del modelo extractivista
El fracaso del neoliberalismo colombiano se hace eco del de Chile, aunque ese país esté más desarrollado y sea menos desigual. La crisis de 2014, que golpeó de lleno a todo el continente, afectó tanto a los regímenes neoliberales como a sus competidores socialistas.
América Latina se encuentra en un callejón sin salida. Por un lado, los regímenes neoliberales son incapaces de cumplir sus promesas y se vuelven cada vez más violentos, desde Brasil hasta Colombia, Ecuador y Chile.
Por otro lado, los regímenes socialistas o populistas también tienen dificultades y no han sido muy convincentes en sus respuestas a la crisis de las materias primas. Su apego al modelo económico extractivista les ha hecho depender de la explotación de los recursos naturales y de los mercados internacionales.
Por lo tanto, todo el continente parece estar políticamente desestabilizado. Lo hemos visto en la larga crisis política de Perú y en la interminable crisis de Venezuela, pero también en la elección presidencial ecuatoriana del 11 de abril de 2021. Se produjo la victoria del banquero neoliberal ultraconservador Guillermo Lasso contra el partidario de Rafael Correa, Andrés Aurauz, aunque la izquierda tuvo mayoría en la primera vuelta, pero se dividió entre los correístas y el candidato ecologista e indígena Yaku Pérez. Esta elección por defecto parece reflejar una especie de pérdida de puntos de referencia para una población que carece de una alternativa real.
La crisis política y económica de América Latina demuestra, en realidad, que esta región aún no se ha librado de su vieja maldición, la de su dependencia de las materias primas. Desde los latifundistas del siglo XIX hasta los modelos de principios del siglo XXI, pasando por los modelos agroexportadores del siglo XX, el proyecto es siempre el mismo: extraer para exportar y esperar el desarrollo. Y el fracaso siempre, o casi siempre, sigue presente, debido a la falta de diversificación real, de desarrollo real de la demanda interna y de una tendencia al alza de la calidad de los trabajadores y de la producción.
Para compensar este fracaso, sólo se han encontrado dos respuestas: extraer más y explotar más. El enfrentamiento en Ecuador y Bolivia entre los socialistas locales y las poblaciones indígenas giró en torno al deseo de los gobiernos de izquierda de extraer más. El enfrentamiento entre el pueblo y los gobiernos de Chile y Colombia gira en torno al aumento de la explotación directa e indirecta.
Pero en toda la región, ambas tensiones están presentes y hemos visto a los gobiernos de izquierda recortar el gasto social, como en Brasil antes de Bolsonaro, mientras que los gobiernos neoliberales en Colombia han acelerado la deforestación.
No se trata, desde luego, de equiparar las políticas de izquierdas que en muchos países de la región han llevado a una reducción significativa y concreta de la desigualdad y la pobreza, precisamente allí donde los neoliberales han fracasado claramente. En general, salvo el desastre venezolano (que no es anecdótico), el balance económico y social es bastante favorable a la izquierda. Pero los fundamentos de este balance y la continuación de estas políticas son problemáticos, como ha demostrado el caso ecuatoriano y, en parte, la crisis boliviana.
El candidato presidencial comunista chileno, Daniel Jadue, lo explica muy bien en una reciente entrevista concedida a L'Humanité, al decir que la izquierda latinoamericana en el poder no ha cuestionado el modelo de producción.
El mayor peligro que amenaza a la región es que la crisis ecológica, lejos de sacarla de este atolladero, la vuelva a sumir en esta maldición. El “crecimiento verde” lleva a la necesidad de recursos que América Latina tiene en abundancia, como el litio en Bolivia, el cobre en Chile, o los productos agrícolas necesarios para los combustibles verdes o la biomasa.
La demanda crece y los precios aumentan. Así que la tentación es enorme. Pero, de nuevo, es engañoso. Si el crecimiento verde es efectivo, necesariamente provocará una reducción de la demanda y, por tanto, una caída de los precios, lo que hará que la región vuelva a entrar en crisis. Si no es así, el desastre ecológico será total y provocará inevitables catástrofes naturales.
La incertidumbre política en la región es un signo de una crisis que no puede superarse recurriendo a las propias causas de la misma. Los disturbios de Colombia demuestran lo equivocadas que están las instituciones internacionales cuando piensan que la innovación a través del mercado y la competitividad es una salida para estos países.
Pero la salida del neoliberalismo en América Latina no puede significar el recurso al socialismo extractivista. Hay que encontrar una nueva vía de desarrollo, capaz de sacar al continente de la pobreza y la desigualdad, pero acompañada de un nuevo modelo de desarrollo. Este es el centro de la discusión actual en las izquierdas latinoamericanas y este debate es esencial.
En el estado actual de la región, una de las salidas debe ser la cooperación internacional, no la competición. Y aquí vemos los límites del aggiornamento estadounidense con Joe Biden en el frente económico y ecológico.
El cambio de lógica que la nueva administración de Washington ha iniciado dentro de sus fronteras será necesariamente una ilusión si no va acompañado de una reflexión internacional que debe empezar por su tradicional área de influencia, América Latina. Probablemente sea demasiado esperar de los demócratas estadounidenses.
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Traducción: Mariola Moreno
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