¿A qué juega Sergio Mattarella, el presidente de Italia? Al rechazar el nombramiento de Paola Savona como ministro de Finanzas, por las críticas de éste contra el euro, Mattarella sumía de inmediato a su país en la crisis política. El veto del jefe del Estado, de 76 años, figura de la democracia cristina y exministro de Defensa de un gobierno de Massimo D’Alema (1999-2001), ha reactivado la preocupación de los que se alarman por el eventual nuevo “golpe de Estado” de la UE en un país del sur de Europa, cuando todavía no se han cumplido tres años de la rendición de Syriza en Bruselas, en el verano de 2015.
El domingo, el jefe del Movimiento Cinco Estrellas, Luigi di Maio, reclamaba la “destitución” de Mattarella en una votación parlamentaria. “Después de esta tarde, resulta verdaderamente difícil creer en las leyes y en las instituciones del Estado”, declaraba el hombre que se impuso en las elecciones del 4 de marzo (32% de los votos). La Constitución italiana sólo prevé la destitución del presidente en caso de “alta traición” o de “atentado contra la Constitución”.
Matteo Salvini, máximo dirigente de la Liga, rechazaba el lunes la destitución de Matterella: “Tenemos que mantener la cabeza fría […]. Hay cosas que no pueden hacerse por enfado”, declaraba en un gesto por desmarcarse de su aliado del momento, Di Maio. Pero el aliado de Marine Le Pen se metía de lleno en campaña cuando dijo, el domingo: “Italia no es una colonia” de Europa. Si Mattarella convoca nuevas elecciones, “la campaña girará en torno a una única temática: será el pueblo contra el palacio”, alertaba un analista, Francesco Galietti, en The Financial Times el domingo.
Los mismos temores manifestaba el lunes, en su blog, el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, que algo sabe de de intimidaciones europeas. El economista denunciaba la “deriva moral” del presidente Mattarella, que “cierra los ojos a la misantropía a gran escala” de la Liga (y de su promesa de expulsar a medio millón de migrantes de Italia), mientras “centra su veto contra una preocupación legítima relativa a la capacidad de la eurozona de dejar respirar a Italia”. En opinión de Varoufakis, este “error táctico” del presidente italiano –defender el euro y las reglas presupuestarias subsiguientes de la UE, en lugar de políticas migratorias más humanitarias– corre el riesgo de salir caro y allana el terreno a una victoria de la Liga en caso de que se celebren nuevas elecciones.
Las llamadas a la “responsabilidad” de Italia, lanzadas en los últimos días por varios Gobiernos europeos, no han arreglado nada en el clima político romano. En el mejor de los casos, se han presentado como una manera de ejercer presión en el programa de gobierno actual y, en el peor, como una voluntad de los europeos por negar el resultado de las urnas.
“Una nueva invasión inaceptable”.
El 20 de mayo, Bruno Le Maire, ministro de Economía francés, declaraba: “En Italia, deben comprender que el futuro del país está en Europa y sólo en Europa y para que dicho futuro esté en Europa, se deben respetar determinadas reglas”. E insistía: “Los compromisos adquiridos por Italia son válidos, con independencia del gobierno en el poder”. Salvini no tardaba en responder al “aviso” de Le Maire, él que maneja el resentimiento que sienten una parte de los ciudadanos italianos hacia la UE, con estas palabras: “Una nueva invasión inaceptable”.
El veto de Mattarella a un gobierno etiquetado de “euroescéptico”, vinculado al espectro de un “gobierno de expertos” dirigido por Carlo Cottarelli, exdirigente del FMI, ha de enmarcarse en un periodo, largo, de una historia europea determinada. Desde el comienzo de la crisis del euro, la naturaleza tecnocrática de Europa encaja mal con las consultas populares que la contrarían y provoca imposiciones antidemocráticas que fragilizan el edificio europeo. El profesor universitario Antoine Vauchez, en un ensayo de 2013, aludía a “la gran precariedad de la legitimidad democrática”, que resumía en: “La consulta al pueblo parece ejercer de contrapunto” entre las paredes de las instituciones europeas.
El juego de comparaciones históricas sigue minado, pero el “momento romano” de 2018 recuerda a situaciones pasadas. En 2005, el rechazo al Tratado Constitucional Europeo (TCE) en Francia y en los Países Bajos enterraba el texto, pero esto no impidió que los dirigentes europeos adoptasen el Tratado de Lisboa, en vigor desde diciembre de 2009, que recupera lo esencial de las disposiciones del difunto TCE. En 1992, los daneses, que se habían opuesto al Tratado de Maastricht en una primera consulta, fueron invitados a volver a votar para “votar mejor”, es decir, para aprobar el texto (y lo ratificó con el 57% de los votos).
En 2011, fue el professore Mario Monti, excomisario europeo de Goldman Sachs, el hombre al que se recurrió para formar un “gobierno de expertos” en Italia, después de la caída de Silvio Berlusconi. Supone la culminación de un trabajo paciente, soterrado, de los dirigentes europeos para hacer caer a aquél. En el verano de 2011, Jean-Claude Trichet, entonces presidente del Banco Central Europeo (BCE), y Mario Draghi, quien le sucedió, salen a la palestra. Le escriben entonces a Silvio Berlusconi una “carta secreta”, datada el 5 de agosto de 2011 –y dada a conocer más tarde por la prensa italiana–, en la que se recoge todo un inventario con las reformas que han de aplicarse hasta el 30 de septiembre del mismo año. El 19 de septiembre de 2011, dado que el ejecutivo italiano no había respetado el calendario, el BCE decide reducir el volumen de compra de deuda pública, lo que aumenta la presión de los mercados financieros y precipita la caída del gobierno de Berlusconi.
El episodio siguiente se producía coincidiendo con la cumbre del G-20 de Cannes, los días 3 y 4 de noviembre de 2011. Entonces, la canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Nicolas Sarkozy hacían campaña, en voz alta, a favor de un cambio político en Roma. Las memorias del exsecretario del Tesoro de Estados Unidos, Timothy Geithner, que acompaña a Barack Obama en Cannes, dan idea de la intensa campaña anti-Berlusconi que llevaron a cabo. “Los europeos se nos acercaron con sigilo antes de la reunión, diciendo indirectamente: ‘En esencia, queremos que nos ayudéis a echar a Berlusconi’. En resumidas cuentas, que nos opusiéramos a una ayuda del FMI o a cualquier otra ayuda a Italia mientras Berlusconi fuese primer ministro. Ni más ni menos, interesante. Dije que no…”. El Gobierno Monti fue finalmente investido el 16 de noviembre de 2011.
El último episodio, en la línea del veto de Matarella, fue el momento griego de 2015, más fresco en las memorias de todos. En el verano de 2015, los dirigentes de la UE le imponen a la Grecia de Alexis Tsipras un nuevo plan de “rescate”, a cambio de más austeridad y de reformas a las que se denomina púdicamente “estructurales” (pensiones, mercado del trabajo, etc.), pese al “no” de los griegos –61%– en el referéndum sobre la cuestión celebrado días antes. Poco después de la victoria de Syriza, en enero de 2015, el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, decía en el diario francés Le Figaro: “No puede haber elecciones democráticas en contra de los tratados europeos”. Poco importa, en resumen, lo que vote el pueblo, hay que continuar con el proyecto europeo cueste lo que cueste, a cualquier precio. Desde ese punto de vista, la salida de tono de Bruno Le Maire relativa a los “compromisos” de Italia es más o menos idéntico.
En realidad, la vacante romana de 2018 no se parece ni al referendo francés de 2005, ni al golpe de Estado de Cannes 2011, ni a la crisis griega de 2015. Y el M5S es, en muchos aspectos, incomparable a movimientos que, en Europa, se reivindican o que podrían emanar del populismo de izquierdas (como Podemos en España o el movimiento Francia Insumisa en Francia).
Pero destacar las peculiaridades de la política italiana o del ovni que es el M5S para evitar o desdeñar cualquier lección general de la situación transalpina sería un gesto tan limitado como el de los editorialistas que querían ver en el proyecto de alianza entre la Liga y el M5S la prueba de que los extremos terminan siempre por unirse y confundirse para fragilizar la democracia.
Políticas centristas
Lo que obliga a comprender la crisis política en Italia es por qué y por parte de quién la democracia se ve cada vez más violentamente amenazada. Una lección que tienen que sacar no sólo los pseudosocialdemócratas que creen poder arreglárselas abucheando al lobo populista, sino también las fuerzas progresistas y de izquierdas que consideran que son capaces de escapar a la impotencia, cargando contra la tecnocracia de Bruselas y contra las figuras autoritarias y demagógicas que, supuestamente, han logrado captar, con malas artes, el enfado popular.
¿Qué es lo más insoportable, la alianza de un partido ultrapragmático, antisistema –que se basa en la democracia directa numérica y parte de cuyo programa se escora a la izquierda– con un partido claramente de ultraderecha, violentamente antimigrantes y ultraliberal en lo económico? ¿O estamos más bien ante el rechazo, en nombre de criterios definidos por los mercados financieros o las instituciones de la UE, a que esta alianza, que cuenta con dos tercios de los escaños en el Parlamento, pueda gobernar como quiere?
De modo que, si se hace política y no sólo moral, el alivio que se puede sentir legítimamente cuando se retrasa la llegada al poder de una coalición integrada por una fuerza de ultraderecha, respaldada por Steve Bannon y Marine Le Pen, sólo puede ser provisional o ilusoria.
Podría transformarse en caja de Pandora dado que parece contraproducente frente a la rabia de una parte del pueblo que se ve desposeído de su soberanía: una rabia que no será contenida, al contrario, por las acusaciones de ceder al soberanismo. De manera que el veto de Mattarella obliga sin duda a tres gestos paralelos para quien finge aún promover, o salvar, la democracia.
El primero es el rechazo a emplear términos insultantes y que pretenden deslegitimar lo que se manifiesta en un voto, creciente, favorable a partidos que han dejado de reconocerse en el funcionamiento de la democracia representativa contemporánea. El proyecto de alianza gubernamental entre la Liga y el M5S no es una “alianza antisistema”, puesto que la Liga se encuentra integrada desde hace mucho tiempo en el juego político transalpino y es aliada de la derecha berlusconiana.
Emplear una retórica así supone dar por buena la idea de que existe un sistema fijado en el que sólo se puede actuar rompiendo radicalmente con él y contribuir a que arraigue la idea de que este sistema sólo se encuentra formado por las instituciones políticas. Supone, simultáneamente, correr el riesgo de tirar el bebé de la democracia con el agua del baño de las disfunciones de la representación y perderse las otras formas sistémicas de poder, sobre todo el de los actores económicos y financieros, que se imponen a las reivindicaciones populares y que la Liga no pretende cuestionar en absoluto.
El “populismo”, un concepto filosófico y políticamente cada vez más esquivo, supone el otro concepto que, probablemente, habría que dejar de emplear, puesto que sólo sirve para denunciar todo lo que altera los funcionamientos establecidos o para ridiculizar la proximidad de las fuerzas tachadas de extremistas. Relacionar ese término con cualquier forma de cuestionamiento del orden económico e institucional existente y hacer de ello la única presencia concreta del concepto “pueblo” en la política europea, supone acentuar el riesgo de ahondar cada vez más la brecha entre las aspiraciones populares y la realidad de las acciones emprendidas desde hace décadas en Europa. Y todo ello aunque preguntar al pueblo “no esté necesariamente exento de tentaciones o de tendencias nacionalistas, de recurso a la retórica identitaria”, tal y como señalaba recientemente el filósofo Gérard Bras.
El segundo gesto necesario es un análisis concreto de lo que amenaza hoy la democracia. La historia de la ultraderecha en Europa, y sus metamorfosis contemporáneas como se puede ver en Hungría, está suficientemente presente como para aprender que las elecciones nunca son una garantía suficiente para evitar los retrocesos democráticos. Sin embargo, si bien los comicios no suponen una condición suficiente para la democracia, sí son una condición necesaria, aun cuando el resultado pueda parecer desagradable.
La amenaza de los centristas
Si se quiere hacer otra cosa que dar miedo en víspera de cada convocatoria electoral y asustarse un día después; en resumen, si se quiere renovar o radicalizar la democracia o al menos aparentar ser una socialdemocracia coherente, hay que admitir al menos dos cosas. Primero, que es posible que los centristas sean tan amenazantes para la democracia, o más, que los extremistas. Al menos esa es la constatación de un estudio dirigido por David Adler, publicado recientemente en The New York Times y tituldo Centrists Are the Most Hostile to Democracy, Not Extremists. Dicho estudio evidencia que no existe correlación, al contrario, entre la consideración que se tiene por la democracia y su posicionamiento en el tablero político.
Por otro lado, las políticas centristas, aplicadas por los demócratas en Italia o en Estados Unidos o por los socialistas en Francia o los laboristas de Blair en Gran Bretaña, han creado, muy a menudo, los monstruos que la amenazan hoy, al adoptar la posición del There is no alternative y abandonando a su suerte a la amplia mayoría de las clases populares. Lo que implica reconocer la responsabilidad de numerosos supuestos socialdemócratas en las renuncias de la democracia de la que fingen ser guardianes.
Un balance abordado en la obra de Hillary Clinton, Lo que pasó, donde la exaspirante demócrata dice haber perdido por las fake news rusas y por el machismo del electorado americano; o en el caso de François Hollande, quien atribuye a los frontistas la responsabilidad de haber hecho desaparecer un siglo de socialismo francés del tablero político galo.
Frente a la perspectiva de democracias occidentales oscilante, en una alternativa mortífera, donde en un lado se sitúan figuras autoritarias e iliberales (de Trump a Orban) y del otro equipos de tecnócratas salidos del FMI (como el señor Recortes que está llamado a dirigir el gobierno técnico italiano), Emmanuel Macron piensa poder encarnar una “tercera vía”. Pero además de que se parece a algunas de las políticas trasnochadas que han engendrado los impasses y los peligros en los que las democracias se debaten hoy, además de que encaja muy bien con una concepción autoritaria de la democracia, es incoherente si pone en marcha, aunque en modo menor, las políticas de lo peor que denuncia en las filas extremistas.
Si se cree aún en la posibilidad de una Europa democrática y solidaria, cada vez es más paradójico rechazar pensar la manera en que las elecciones nacionales influyen en los países vecinos. La Liga y el M5S deben una gran parte de su éxito a la manera en que los italianos se han sentido abandonados, en primera línea de los cambios migratorios de los últimos años.
En otro registro, tal y como dijo Sahra Wagenknecht, figura de Die Linke en Alemania, antes de la retirada del candidato italiano a la presidencial del Consejo: “Es fácil para el Gobierno federal [alemán] quejarse del nuevo gobierno italiano, mientras la política europea de Merkel es responsable en buena medida del éxito del Movimiento Cinco Estrellas y de la Liga Norte. […] En lugar de quejarse de la situación electoral en Italia y de lanzar consejos desde arriba a la nueva coalición italiana, Alemania haría mejor en reducir sus excedentes de exportación cesando el dumping salarial y mediante inversiones públicas”.
Frente a esta constatación que el nuevo círculo de la pretendida razón democrática no resistirá mucho tiempo en el proceso en incoherencia, en hipocresía y en cobardía, el tercer gesto al que obliga la situación italiana es dar algunas indicaciones hacia lo que podría ser una reconstrucción de fondo de las filas progresistas y democrática que deje de ser un fantasma.
Esta reconstrucción exige, por supuesto, no hacer pasar el enfado actual por defectos autoritarios propios del mundo popular o nuevos cambios en un pueblo que se equivoca de objetivo, como si “el suspiro de la criatura oprimida” que Karl Marx destacaba en la adhesión religiosa se hubiese trasladado al voto para los extremos.
Pero será imposible de ir más allá sin posicionarse con relación a un movimiento como el M5S, cuya forma y éxito desestabilizan las filas progresistas y democráticas. Éstas, ¿serán capaces de mantenerse firmes en principios que prohiben aliarse con la ultraderecha, permaneciendo intransigente en la reorientación radical de nuestras democracias que el M5S exige y practica en parte? De esta respuesta depende no sólo el futuro de Italia, sino también el de las democracias occidentales… _____________
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
¿A qué juega Sergio Mattarella, el presidente de Italia? Al rechazar el nombramiento de Paola Savona como ministro de Finanzas, por las críticas de éste contra el euro, Mattarella sumía de inmediato a su país en la crisis política. El veto del jefe del Estado, de 76 años, figura de la democracia cristina y exministro de Defensa de un gobierno de Massimo D’Alema (1999-2001), ha reactivado la preocupación de los que se alarman por el eventual nuevo “golpe de Estado” de la UE en un país del sur de Europa, cuando todavía no se han cumplido tres años de la rendición de Syriza en Bruselas, en el verano de 2015.