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Disidentes norcoreanos tratan de organizarse en Londres en contra del régimen de Pyongyang

Poco después de soplar las velas de la mayoría de edad, Joo-il Kim se alistó en el Ejército norcoreano, henchido de orgullo por servir a su patria. Para los hombres de su generación, el servicio militar es un trámite obligatorio que dura 10 o 13 años. No tardó en desengañarse ni en descubrir que, en el cuartel, los altos mandos robaban la comida de los recién llegados antes de molerlos a palos. Joo-il Kim apretó los dientes, hasta que él mismo consiguió los galones. “Como oficial, era parte de la élite”, resume este hombre, en la cuarentena. “Mi trabajo consistía en localizar a los desertores, la mayoría de los cuales huía del hambre”. En la familia de los Kim, viajar era todo un privilegio. Entonces Joo-il Kim fue consciente de los estragos que causaba el hambre en todas partes. Estación a estación, se sucedía ante sus ojos un panorama idéntico de horror: cuerpos esqueléticos amontonados unos encima de otros. “Hasta que me alisté en el Ejército, me habían lavado el cerebro”, suspira.

A mediados de los 90, una virulenta crisis alimentaria sacudió el país. Fallecieron entre varios cientos de miles y tres millones de personas. Todavía ahora, de vez en cuando, las hambrunas vuelven a cebarse con este pueblo. En 2005, la familia de Joo-il Kim lo invitó a comer. Con el objeto de agasajarle con una comida digna, las personas de su entorno pasaron privaciones, en secreto. Su sobrina no sobrevivió. Fue demasiado para el militar. De modo que, aprovechando una misión en el noreste del país, una noche cruzó el río Tumen con dirección a China. Vulnerando el derecho internacional, Pekín firmó con Pyongyang en 1998 un acuerdo de devolución automática de refugiados. De modo que, los tránsfugas son inmediatamente repatriados y condenados a realizar trabajos forzados. Joo-il Kim, desertor, accedió de inmediato a Vietnam, Camboya y Tailandia.

Numerosos de sus compatriotas han puesto rumbo a Corea del Sur. Desde el armisticio de 1953, alrededor de 29.000 se han instalado en ese país. A ambos lados del paralelo 38 se habla la misma lengua, con diferente acento. Allí, los vecinos del Norte obtienen la ciudadanía pero tienen que seguir un protocolo. Los refugiados reciben cursos de “adaptación social” en los que descubren, por ejemplo, el funcionamiento de una tarjeta de crédito. Joo-il Kim, sin embargo, optó por dirigirse a Gran Bretaña. “Corea del Sur, Japón y Estados Unidos son considerados nuestros principales enemigos. Si te instalas en cualquiera de esos lugares, la familia que permanece en el país padecerá las consecuencias del exilio”, revela el exoficial. En 2007, aterrizó en Londres, donde consiguió el permiso de residencia; después se mudó a New Malden. Esta coqueta zona residencial del suroeste de la capital albergaba en aquel momento a un puñado de ciudadanos norcoreanos. Las cifras oficiales dicen que ahora son en torno a 680, la mayor colonia de norcoreanos de Europa. Diferentes asociaciones creen que, en realidad, si se contabilizan las personas en situación irregular, pueden ser un millar.

En los años 70, la embajada de Seúl se encontraba en las inmediaciones de este barrio, arrastrando con ella a numerosas empresas coreanas y a buena parte de la diáspora. Veinte mil surcoreanos residen en este Koreatown. Para los tránsfugas, New Malden es una manera suave de aterrizar en Occidente: las calles están sembradas de comercios y de restaurantes asiáticos; en el médico y en correos, no es difícil dar con un conciudadano que ejerza de traductor.

Tras casi una década en el país, Joo-il Kim no domina la lengua inglesa. Así que, en 2011, cuando lanzó Free NK, el primer diario libreFree NK, sobre la actualidad del mayor enclave autárquico del mundo, lo hizo de la mano de una red de intérpretes. Es sábado noche cuando el activista nos recibe en la redacción, situada en la primera planta de un edificio modesto de la zona industrial de New Malden. Fuera, las verjas del supermercado Korea Foods están bajadas. Acaba de regresar de China, donde ha ido a recabar valiosa información y repartir ejemplares del Free NK. “Quiero acabar con la dictadura en la próxima década y, si es preciso, formaré un gobierno en el exilio”, afirma el activista. “Es importante reunir a todos los tránsfugas para ejercer de torre de control y avanzar en dirección hacia la democracia”. A su espalda, en la pared, hay una banderola colgada con la imagen de un niño esquelético, junto a un retrato de propaganda de Kim Jong-il. En 2011, cuando el “jefe supremo” murió, el periodista se dirigió a las verjas de la embajada norcoreana.

Se trata de un local modesto, en un barrio residencial al oeste de Londres. No hay banderas que permitan adivinar qué esconde el lugar, las cortinas están echadas, pero sobresale una cámara de vigilancia. Aquel día, el enfado sacó a los estudiantes a a la calle. Soo Min Chung, surcoreana y doctoranda en la Universidad de Oxford, se encontraba entre los manifestantes. La joven, que está haciendo la tesis sobre la comunidad de New Malden, recuerda: “Cuando estaba frente a los oficiales del régimen, sentí verdadero miedo. Imagino que la situación debe ser mucho más dura para aquellos formateados por la dictadura durante muchos años”. Joo-il Kim admite que también él a veces ha sentido miedo pero de inmediato añade que “no puede detenerse”, por “sentido del deber”. La prensa anglosajona ya ha puesto sus ojos en este activista. Diarios como The Independant o The Guardian le han dedicado sendos perfiles. “Cree que, cuanto más reconocido sea, más difícil le resultará al régimen tenerlo en el punto de mira porque eso supondrá automáticamente mala prensa”, explica la investigadora Soo Min Chung. “Es una de las personas más implicadas políticamente; no todos los tránsfugas tienen esta ambición. Muchos están cansados por todo lo que han sufrido y ya tienen bastante”.

Formación de la futura élite

Yung Hee [nombre supuesto], con la que nos entrevistamos en una cafetería de la calle principal de New Malden, encarna a la perfección ese desapego. Arrebujada en su cazadora tipo bomber, adornada con un escudo de EEUU, la mujer espeta: “No tengo nada que hacer en todo esto, sólo quiero vivir”. En China, su madre fue detenida por las autoridades. Yung Hee desconoce si sigue viva. En New Malden, la huérfana vive con una familia de norcoreanos a cambio de cuidar unas horas a sus hijos. Los británicos le han denegado el visado. Sin permiso de residencia, su futuro es incierto. “El día de la reunificación, volveré a mi pueblo natal. Es un bonito país, pero tenemos un mal Gobierno”, dice, a modo de conclusión.

Estos últimos años, frente al aflujo de refugiados, Gran Bretaña, como el resto de Europa, se ha mostrado –en general– más pusilánime a la hora de conceder el asilo. Michael Glendinning, director de la Alianza Europea por los Derechos Humanos en Corea del Norte (EAHRNK), con base en New Malden, dice: “Desde 2009, a los tránsfugas les resulta más difícil conseguir el asilo porque nuestro Gobierno entiende que la mayoría pasó por Corea del Sur, aunque no lo reconozcan así. Allí, han conseguido la nacionalidad, lo que invalida su petición de asilo”.

La EAHRNK, que cuenta con un presupuesto anual de 100.000 euros, emprende ahora obra más ambiciosa: formar a la futura élite. Los refugiados de entre 16 y 18 años trabajarán durante unas semana en empresas británica. De momento, sólo un joven ha podido beneficiarse de este programa de mentorización, en un periódico local. “Cuando abdique la dinastía, harán falta líderes para llevar adelante los cambios. No es posible formarlos en Corea del Norte, así que formamos a los tránsfugas”, prosigue el director.

Mientras se produce tamaño acontecimiento histórico, Jihuyn Park, también miembro del EAHRNK, trabaja con mujeres norcoreanas. Representan el 70% de los exiliados, en Europa, pero también están presentes China, donde se cuentan casi 200.000 tránsfugas. Mientras que los hombres se ven obligados a realizar el servicio militar, las mujeres ejercen de transportistas con China, donde viajan para conseguir productos en el mercado negro. Así fue como Jihuyn Park cayó en manos de una red de traficantes. Esta mujer menuda y morena, de 48 años, fue vendida por menos de 600 euros a un granjero chino alcohólico. Tras vivir en condiciones de esclavitud, dio a luz un hijo. Una noche, las autoridades llamaron a su puerta para detenerla y repatriarla. Descubrió así entonces la cara más sombría de la dictadura, los trabajos forzados. Se calcula que hay entre 150.000 y 200.000 prisioneros en los gulags del régimen de Pyongyang. Una inmensa cicatriz atraviesa su pie izquierda, en recuerdo del horror.

La detenida logró escapar y encontró a su hijo. Desde entonces, vive con su familia en Manchester. Esta mujer va a menudo a New Malden para apoyar a las recién llegadas, como Yung Hee, la joven que quiere hacer borrón y cuenta nueva. Hace mucho tiempo, también Jihuyn Park prefería callarse. “He cambiado porque sé que muchos otros niños están en la misma situación que se encontraba mi hijo en China [hay 30.000 niños apátridas, sin derecho a escolarización, sin derecho a la ciudadanía y sin derecho a sanidad]. Quiero que sepan que sus madres no los han abandonado”, dice la activista, emocionada

Esta madre de familia cuenta incansablemente su vivencia allá donde la quieren escuchar, de la ONU a Amnistía Internacional. Y lamenta: “El mundo sigue sin saber cómo se ven relegados los derechos humanos en Corea del Norte”. Por la noche, a la hora de la cena, sus dos hijos pequeños, nacidos en Inglaterra, se resisten en ocasiones a terminarse la comida del plato. Jihuyn Park intenta hacerles comprender la suerte que tienen, si se comparan con Corea del Norte. Les resulta difícil imaginar que un mundo así sea posible.

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Traducción: Mariola Moreno

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