El año 2023 se presenta difícil para la economía mundial. Ya el 1 de enero, la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, advirtió en una entrevista a la cadena de televisión estadounidense CBS que un tercio de la economía mundial podría entrar en recesión este año. También se prevé que la mitad de los países de la Unión Europea entren en recesión.
Y añadió: los tres principales centros económicos del mundo, Estados Unidos, China y Europa, se ralentizarán, dejando pocas esperanzas a la posibilidad de una sorpresa económica positiva.
La responsable de la institución con sede en Washington quiso atemperar el ligero viento de optimismo que parece soplar en las últimas semanas, al hilo de la relativa relajación de las tasas de inflación. El movimiento comenzó en Estados Unidos, donde el índice de precios al consumo cayó del 9,1% interanual en junio de 2022 al 7,1% en noviembre. En Europa, la inflación repuntó en septiembre, pero las cifras de diciembre también muestran un descenso. En Alemania, la tasa anual bajó del 10% al 8,6% en diciembre; en Francia, del 6,2% al 5,9% en el mismo mes.
Es este descenso de la inflación, o más bien su desaceleración relativa, lo que alimenta la retórica optimista que circula actualmente en los mercados financieros y entre los expertos en previsión económica. El razonamiento es simple (incluso simplista): una menor inflación reducirá la presión sobre los salarios y los márgenes, al tiempo que animará a los bancos centrales a hacer una pausa en su endurecimiento monetario. En consecuencia, impulsada por el crédito y el consumo, la economía mundial podría repuntar y evitar un escenario de desaceleración generalizada.
Varios indicios han respaldado esta idea, empezando por los indicadores de actividad. El 4 de enero, el índice PMI S&P de gestores de compras de la zona euro subió en diciembre de 47,8 a 49,3 (por debajo de 50 señala una contracción). En otras palabras, aunque parece bastante probable una contracción de la actividad en el último trimestre de 2022, sólo sería un paréntesis y el crecimiento se reanudaría en los primeros meses de 2023.
Precisamente contra estas expectativas intervino Kristalina Georgieva el 1 de enero. Y mirándolo bien, el optimismo, por mesurado que sea, parece excesivo a estas alturas. Cada uno de los pasos de este "escenario de ensueño" parece muy atrevido cuando se observa de cerca el estado de la economía mundial.
Inflación duradera
El primer punto se refiere obviamente a la inflación. Ahora parece claro que las subidas de precios han alcanzado una especie de "tope", con cifras que en algunos países superan el 10% y que probablemente hayan quedado atrás por un tiempo. Pero esto no significa una "vuelta a la normalidad" o más bien un retorno al statu quo ante, el de 2019, con el que fantasean la mayoría de los observadores económicos.
En primer lugar, porque es simplista vincular el problema inflacionista únicamente a los precios del gas y del petróleo. En realidad, los precios empezaron a recuperarse tras la crisis sanitaria, a raíz de la desorganización de la cadena logística. El aumento se vio entonces amplificado por el deseo de las empresas de preservar o incrementar sus márgenes.
La inflación es ahora más amplia que la de los precios de la energía y no parece que vaya a remitir pronto: ha quedado atrás la era de la "gran moderación", como se denominó al periodo de baja inflación de 1990 a 2010. Hay una serie de razones estructurales para ello, no sólo relacionadas con la energía, sino también con la crisis ecológica y el hecho de que la caída de las ganancias de productividad hace que los precios más altos sean necesarios para preservar los beneficios.
A corto y medio plazo persisten las tensiones: la guerra de Ucrania está lejos de haber terminado y puede seguir lastrando los precios de la energía el próximo invierno, y el brusco cambio de la política Covid en China podría causar perturbaciones en la producción y la logística. Sigue habiendo deficiencias en las cadenas de suministro.
Por tanto, las perspectivas de inflación siguen siendo elevadas. La encuesta entre expertos en previsión económica publicada el 3 de enero por el IFO alemán y el IWP suizo muestra un descenso muy gradual de la inflación, con una tasa global que pasaría del 7,1% en 2023 al 4,5% en 2026. Con ese nivel, dentro de tres años aún estaríamos muy por encima de la tasa de inflación media de la década 2010-2019, que fue del 2,8%.
Eso confirma un cambio de régimen, teniendo en cuenta que estas perspectivas deben tomarse siempre con mucha cautela y que no puede excluirse un repunte inflacionista. El 5 de enero, la secretaria general adjunta del FMI, Gita Gopinath, advirtió de que la inflación americana "aún no ha superado el punto crítico" que, en su opinión, permitiría suavizar la subida de tipos.
Además, nunca se repetirá lo suficiente: la cuestión central de la inflación no es la subida de los precios en sí, sino su impacto en las rentas. Si el retroceso inflacionista va acompañado de un retroceso en las subidas salariales en las mismas proporciones, el efecto sobre la economía será siempre negativo. Es probable que así sea: los aumentos de la factura energética se han comido parte de los márgenes de las empresas, que intentarán restablecerlos subiendo los precios o mediante la moderación salarial. En ambos casos, esto dejaría el problema sin resolver.
Sobre todo porque lo que 2022 nos habrá enseñado es que ya no estamos en los años setenta. En otras palabras, los motores de la inflación no son los salarios. Al contrario, las cuatro décadas de neoliberalismo han debilitado considerablemente la capacidad de formación de salarios. En consecuencia, los salarios reales han ido cayendo de forma generalizada, global y acusada. En Francia o el Reino Unido, los salarios en lo privado reales cayeron alrededor de un 3% interanual en el tercer trimestre y el salario medio en Estados Unidos vuelve a su nivel de finales de 2019.
Según el último informe semanal sobre el empleo en Estados Unidos, publicado el 6 de enero, el crecimiento nominal de los salarios fue el más débil desde agosto de 2021, lo que confirma que la caída de la tasa global de inflación no significa un aumento del nivel de vida de los trabajadores.
Dada esa debilidad del mercado laboral, una ralentización de la inflación no es garantía de que los salarios reales recuperen su impulso y, por tanto, de que la demanda pueda crecer.
La caída de un elemento del índice de precios no significa automáticamente un aumento del nivel de vida
Porque la obsesión por la tasa de inflación global no cuenta toda la historia. Por ejemplo, mientras que la tasa de inflación general anual de la zona del euro cae 0,9 puntos porcentuales en diciembre de 2022 (hasta el 9,2%), la tasa de inflación excluida la energía sigue subiendo 0,2 puntos porcentuales (hasta el 7,2%) e incluso aumenta un 0,6% mensual. Sin embargo, el índice de precios al consumo no es un índice del nivel de vida, refleja una tendencia general de los precios, no la evolución de una "cesta media de gastos".
Por tanto, un descenso de uno de los componentes del índice de precios no significa automáticamente un aumento del nivel de vida. Todo depende de lo que gasten realmente los hogares. En este contexto, la alimentación es una partida importante porque representa una parte significativa del gasto diario de los hogares con bajos ingresos. Los ingresos obtenidos en otros ámbitos no siempre pueden compensar las pérdidas en esta área de gasto. Sin embargo, las subidas de los precios de los alimentos son asombrosas. En Francia, el aumento anual en diciembre fue del 12,1%, más del doble del índice general. En la zona euro, el aumento en diciembre fue del 13,8%, 0,7 puntos más en un mes.
Esta subida de los precios de los alimentos no tiene visos de remitir. La crisis ecológica empieza a golpear y perturba las cosechas, al igual que el conflicto ucraniano y el carácter profundamente oligopolístico de la distribución de esos bienes. En última instancia, la inflación de los alimentos podría incluso convertirse en la principal preocupación en los próximos meses, sobre todo porque este invierno tan suave en Europa, que ha contribuido en parte a la caída de los precios de la energía, tiene el inconveniente de posibles perturbaciones de la producción agrícola.
En resumen, las reflexiones basadas únicamente en la caída del índice global de precios olvidan que la crisis actual es ante todo una crisis del nivel de vida. Y que los componentes de esta crisis siguen ahí: inflación elevada, debilidad del campo laboral, crisis alimentaria. En estas condiciones, esperar un fuerte repunte de la actividad parece más bien ilusorio.
Los bancos centrales, garantes de lo peor
La segunda parte del razonamiento de los optimistas también parece muy frágil. La lógica a la que se han adherido masivamente los mercados financieros desde octubre (lo que explica su repunte) es que la caída de la tasa de inflación permitirá a los bancos centrales dejar de subir los tipos. Pero los bancos centrales no tienen, en realidad, ninguna razón para no seguir haciéndolo.
Desde la Reserva Federal americana (Fed) hasta el Banco Central Europeo (BCE) y la mayoría de los bancos centrales de los países avanzados, la prioridad es la lucha contra la inflación. La relajación de los tipos generales no puede significar entonces el fin de las subidas de tipos, ya que los bancos centrales tratarán de romper cualquier efecto de transmisión de la subida de los precios de la energía al resto de la economía. El mantenimiento de unos tipos subyacentes fuertes y al alza refuerza más bien a los bancos centrales en su deseo de subir los tipos. Eso es lo que quiso decir Gita Gopinath cuando instó a la Reserva Federal a no bajar la guardia.
Desde ese punto de vista, ha sido escuchada. El 4 de enero, Neel Kashkari, miembro del Comité de Política Monetaria de la Reserva Federal, afirmó que la Fed "debe evitar recortar los tipos demasiado rápido para prevenir un repunte de la inflación". Por otra parte, no hay que pasar por alto los elementos "externos" de las decisiones de la Reserva Federal y de otros bancos centrales. En primer lugar, necesitan recuperar la "credibilidad", es decir, una forma de eficacia de fachada, en su lucha contra la inflación tras 15 años de políticas demasiado acomodaticias.
En segundo lugar, la estrategia de un ligero endurecimiento reforzaría la idea de una normalización de la política monetaria. En caso de recesión excesiva, sería entonces posible volver a bajar los tipos. La política monetaria volvería entonces a ser decisiva en la gestión de la coyuntura económica.
Porque para los demás bancos centrales, el tipo de cambio es un factor determinante. Cualquier endurecimiento de la Fed implica una respuesta de los demás bancos centrales para evitar que sus monedas caigan demasiado rápido y provoquen una forma de "importación" de la inflación americana.
Por tanto, la situación no es muy alentadora. Si el crecimiento repunta de verdad, los bancos centrales endurecerán la política monetaria; si empeora, la Fed seguirá endureciéndola. En cualquier caso, los bancos centrales, y la Fed en particular, parecen garantizar lo peor. Así, con cada informe semanal sobre el empleo en Estados Unidos, aguardamos "buenas noticias", es decir, una caída de los salarios reales que garantice la moderación de la Fed....
Sólo cabe esperar pues que la subida de tipos continúe y lastre fuertemente el crecimiento. Es cierto que los tipos reales, teniendo en cuenta la inflación, son negativos. Pero, como hemos visto, los ingresos de los hogares también evolucionan negativamente. En consecuencia, sólo pueden conducir a una mayor cautela en la demanda de crédito.
La subida de los tipos de interés supone un importante riesgo financiero para el sector inmobiliario.
En Francia, por ejemplo, su Banco central indicó el 5 de enero que la distribución de préstamos a particulares, si bien había aumentado en un año arriesgado, mostraba un debilitamiento en los últimos meses. En noviembre, hubo 300 millones de euros menos de préstamos a la vivienda que en octubre (hasta 18.300 millones de euros), mientras que la subida de los tipos siguió siendo limitada (+0,2 puntos en un mes).
La subida de los tipos de interés también puede afectar al crecimiento a través de otros canales. En los países en los que los tipos de crédito son variables, puede haber un efecto sobre los ingresos, con un aumento de la crisis del nivel de vida mencionada anteriormente. En general, unos tipos más altos también podrían reducir la inversión productiva, que ya se encuentra en su nivel más bajo en décadas. Por último, esta subida de los tipos de interés supone un riesgo financiero importante para el sector inmobiliario y para todos los mercados financieros, cuya subida se ha mantenido desde 2009 gracias a las políticas de inyección de liquidez de los bancos centrales.
Más crisis
Sin burbujas inmobiliarias y financieras, el crecimiento mundial está abocado a debilitarse. Si el estallido de esas burbujas conduce a fases de gran inestabilidad, será difícil evitar una nueva fase de recesión. Uno de los retos del próximo año será ver cómo afrontan los mercados financieros un triple desafío: el endurecimiento monetario, la falta de perspectivas de crecimiento y el hundimiento del sector tecnológico, que ha sido el motor de los mercados en los últimos años. Como mencionábamos en un reciente artículo sobre Meta (antes Facebook), el sector tecnológico ha terminado sin duda su época dorada de crecimiento fácil y financiación ilimitada.
Ahora necesita generar beneficios crecientes, ganar productividad y, en cierto modo, convertirse en un sector "normal". La transición será dolorosa en términos de empleo. Después de Meta, Twitter y TikTok, Amazon anunció el 5 de enero que suprimía 18.000 puestos de trabajo, es decir, el 3% de su plantilla. En Silicon Valley, el ambiente es ahora sombrío, ya que el ajuste del sector, innegablemente afectado por una burbuja, será doloroso.
Sin embargo, este giro tecnológico aún no es visible en las estadísticas. Según S&P, este sector es incluso el único que mostrará crecimiento en diciembre de 2022, junto con el sector sanitario. Pero el declive ha comenzado. Y esto socava otro pilar del optimismo reinante: la resistencia de la economía estadounidense.
Es cierto que la mayor economía del mundo creció a una tasa interanual del 3,2% en el tercer trimestre (un aumento del 0,8% intertrimestral). Pero en este caso es también recomendable la prudencia. En primer lugar, la desaceleración de la tecnología aún no se había hecho notar:, pues el sector aportó el 19% del crecimiento trimestral. En segundo lugar, el empleo en EE.UU. va bastante bien sólo porque es muy barato, como muestran los datos de los salarios reales. Pero algunos indicadores son más preocupantes: la inversión inmobiliaria, es decir, la compra de viviendas, cayó un 6,7% durante el trimestre, tras un descenso del 4,5% en el trimestre anterior. Es una señal de que la burbuja inmobiliaria está a punto de estallar.
La cuestión ahora es si la economía americana podrá resistir tantos vientos en contra: ralentización del sector tecnológico, bajos salarios reales, fin de la burbuja inmobiliaria y subida de los tipos de interés. Pase lo que pase, es difícil imaginar dónde encontrará el país nuevas áreas de crecimiento. De hecho, en diciembre, Estados Unidos ocupó el primer puesto en términos de contracción de la actividad mundial de los PMI.
Es cierto que, como señaló Kristalina Georgieva, la desaceleración es generalizada en todo el mundo. Especialmente en los países emergentes y en China, que hasta ahora siempre habían resistido. El fin de la burbuja inmobiliaria, los contratiempos en las cadenas de suministro, la errática política sanitaria y, en general, la falta de un modelo económico coherente lastran el crecimiento chino. Sin embargo, durante mucho tiempo, la República Popular ofreció al mundo una isla de crecimiento. Eso se acabó. La secretaria general del FMI tuvo que admitirlo: "Por primera vez en cuarenta años, China no aportará crecimiento adicional al mundo.”
Una crisis progresiva y estructural
Uno a uno, por tanto, los pilares del crecimiento de la era neoliberal, ya más débiles que los anteriores, se están desprendiendo de la economía mundial. La posibilidad de una vuelta al crecimiento y un retorno al statu quo ante parece muy dudosa. La recesión no es segura, pero tampoco es realmente la cuestión central.
Lo que es seguro es que la economía se encuentra en una desaceleración estructural que amenaza en cualquier momento con convertirse en una crisis más profunda y violenta. Por lo tanto, la situación actual no puede verse únicamente a través del prisma de la coyuntura inmediata, es necesario dar un paso atrás y analizar las grandes tendencias del sistema capitalista.
La crisis actual no es un simple ajuste cíclico, como ocurre regularmente: es lo que el economista británico Michael Roberts denomina, en su libro homónimo de 2016, una "larga depresión". La diferencia entre una crisis cíclica y una depresión es, según él, que en este último caso las economías permanecen durante "un largo periodo con bajos niveles de crecimiento, inversión y empleo".
Por tanto, lo que importa no es tanto la tasa de crecimiento en sí, sino las tendencias a lo largo de un periodo prolongado. Desde este punto de vista, la situación es muy preocupante. Desde 2008, cada crisis es, de hecho, una ruptura irremediable con la tendencia anterior. Las dificultades actuales no son una excepción: al contrario, demuestran que, contrariamente a lo que muchos creían a partir de 2020, la crisis sanitaria no es un simple paréntesis, sino una ruptura más que la economía mundial no es capaz de superar.
Lo que se está desarrollando es, por tanto, una crisis sigilosa, larga y cada vez más profunda, en el sentido de que los pilares del anterior régimen de crecimiento se están desmoronando uno tras otro. Michael Roberts identifica otros dos periodos de este tipo en la historia del capitalismo: la "gran deflación" de 1873-96 y la gran depresión de 1929-39. En ambos casos, se trataba de crisis del régimen de acumulación, del régimen manufacturero manchesteriano y del imperialismo. Nuestra época se inscribe, pues, en un cambio de este tipo, pero con una diferencia notable.
En ambos casos, el sistema económico se salvó gracias a un cambio en el engranaje del capitalismo. A finales del siglo XIX, la Segunda Revolución Industrial (la del motor de explosión y la electricidad) y la expansión colonial propiciaron un crecimiento renovado. Tras la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo del Estado del bienestar y la sociedad de consumo desempeñaron el mismo papel. En ambos casos, los aumentos de productividad aceleraron y salvaron el sistema.
Esta vez la situación es un poco diferente. La crisis actual es una crisis de productividad que no ha sido resuelta, ni mucho menos, por la "revolución de la información" y la cibernética. La situación actual es, por tanto, la consecuencia de un movimiento a largo plazo en el que la rentabilidad de las empresas es cada vez menos fácil de extraer de las actividades "normales". Cuatro economistas, Evan Wasner, Jesús Lara, Julio Huato y Deepankar Basu, han realizado recientemente una minuciosa reconstrucción de la evolución de la tasa de beneficios en el sentido marxiano, que puede consultarse aquí. Su conclusión es inequívoca: esa tasa está en caída libre entre 1960 y 2022.
Esa caída no significa que disminuyan los beneficios, como a menudo se cree. De hecho, desde los años setenta se ha intentado enmascarar esta tendencia a largo plazo: reducción de los costes laborales directos (salarios reales) e indirectos (condiciones de producción), globalización de la producción, financiarización, aumento de la proporción de evasión fiscal, privatización masiva de sectores y ayudas estatales.
Poco a poco, cada uno de estos métodos parece reducirse al apoyo presupuestario a las empresas. La única respuesta disponible a la crisis parece ser el desarrollo de una forma de socialismo privado en el que el Estado lleva a duras penas este capitalismo de bajo nivel siendo el asegurador en última instancia de la rentabilidad. Pero esta misma solución se está viendo socavada por la subida de los tipos.
El capitalismo mundial se instala así en un régimen de excepción permanente. Lo que está surgiendo es una omnipresencia del Estado, con un mercado laboral aparentemente sólido como medio de garantizar la aceptación de esta crisis en ciernes. Pero aquí también nos encontramos en una especie de ilusión. Un capitalismo sin beneficios de productividad crea naturalmente más empleos, pero también necesariamente peor pagados. Por eso los países con pleno empleo estadístico, como Alemania, el Reino Unido o Estados Unidos, pueden crear puestos de trabajo al tiempo que experimentan una caída de los salarios reales.
En este marco, la inflación no compensada por el empleo y unida a un flujo continuo de ayudas públicas parece una necesidad para garantizar el crecimiento de los beneficios a corto plazo. Pero esta lógica no puede mantenerse por mucho tiempo, ya que socava las bases de la demanda, la financiarización de la economía y la capacidad del Estado.
Por eso el periodo actual se asemeja a un peligroso callejón sin salida estructural en términos económicos y políticos. Un callejón sin salida que ahora se traduce en una profunda crisis del nivel de vida, pero también en un inevitable agravamiento de la crisis ecológica. Porque cuanto mayor es la presión sobre la rentabilidad, menos le importan al sistema lo demás, los hogares y el clima. Por eso, pase lo que pase, la crisis de 2023 no se limitará a la cuestión de la recesión.
La renta de los hogares cae un 4,3%, más que en la crisis financiera, por culpa de la inflación
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Traducción de Miguel López