Rusia implantará una economía de guerra ante el riesgo de colapso económico

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Romaric Godin (Mediapart)

Una economía de guerra es siempre una economía particular en la que las reglas “habituales” cambian por completo. Al atacar a Ucrania el 24 de febrero y exponerse a fuertes sanciones por una parte de la comunidad internacional, Rusia ha entrado claramente en una lógica de economía de guerra.

Evaluar el impacto a medio y largo plazo de esta medida es muy difícil, ya que todo depende de la evolución del conflicto, de las sanciones, del esfuerzo militar y de la moral de la población. Todas las proyecciones “clásicas” en términos de PIB no pueden tener en cuenta estos elementos y, por tanto, deben tomarse con mucha precaución en cuanto a su significado real.

La economía de guerra y el hundimiento económico

Sin embargo, todas estas proyecciones son negativas. Oxford Economics prevé un efecto negativo de 7 de PIB sobre el crecimiento hasta 2023. El banco estadounidense JP Morgan prevé que la economía rusa se contraiga un 7% en 2022, con una caída del 35% en el segundo trimestre. Más que el impacto directo de la pandemia en Rusia (el PIB cayó un 3,6% en 2020), pero se acerca a lo que muchos países experimentaron durante dicha pandemia (el PIB francés cayó un 8% en 2020). Sin embargo, observamos que este hundimiento del PIB no condujo, en el caso del covid-19, al hundimiento de la economía. Por tanto, cumple ser prudentes y no limitarnos a simples cifras de crecimiento.

Las economías de pandemia y de guerra son diferentes. La política económica de 2020 pretendía salvaguardar lo existente, mientras que la economía de guerra induce una profunda transformación del modelo económico, temporal o no. Pero en ambos casos, la demanda se comprime deliberadamente o se redirige a determinadas áreas y el Estado compensa en gran medida las pérdidas económicas “clásicas”. Sin embargo, esto sólo es posible con el acuerdo implícito de la población.

En caso de pandemia, la esperanza de volver al statu quo anterior, el miedo a la enfermedad y la protección de los ingresos pueden garantizar la aceptación de esta reducción voluntaria del PIB. En el caso de un conflicto, el resorte nacionalista y la represión política desempeñan un papel similar a la hora de hacer “aceptables” el empobrecimiento y las restricciones. Estas consideraciones son cruciales para que un país pueda resistir el impacto de un hundimiento económico.

Uno de los casos más interesantes de esta economía de guerra es el de Alemania en la Primera Guerra Mundial. El país realizó un enorme esfuerzo bélico bajo un bloqueo aliado muy eficaz. Antes de la guerra, la economía del imperio alemán se centraba en la exportación. El cese repentino del comercio mundial y de los suministros a un país industrial importante sólo podía conducir a un colapso de la economía alemana y los aliados confiaban mucho en este escenario.

Sin embargo, Alemania aguantó cuatro años mientras su renta nacional se hundía un 25% en el mismo periodo, según los cálculos de los historiadores económicos. La población se vio sometida a una dura prueba, con un importante racionamiento y una compresión del consumo. Es posible que Lenin creyera que la “chispa” de la revolución bolchevique llevaría a los alemanes cansados de la guerra a un levantamiento. Pero las huelgas de enero de 1918 fueron un fracaso y la población apoyó en general el esfuerzo bélico. Fue cuando la derrota militar se hizo evidente, a finales de octubre de 1918, cuando estalló la revolución, que no partió de la población sino del Ejército.

El caso alemán muestra cómo la mezcla de fervor nacionalista y represión política (el alto estado mayor alemán ejerció una dictadura de facto desde 1917) pudo mantener a una población asediada durante varios años, a pesar del hundimiento económico.

Pero esto no siempre funciona. Simultáneamente, la Rusia zarista desaparecía en medio de la guerra, a pesar de un régimen excesivamente represivo. Pero este régimen estaba debilitado políticamente desde la revolución de 1905 y las derrotas se acumulaban. Lo que parece estar claro, entonces, es que en tiempos de guerra, el hundimiento del PIB o del consumo per se no es un indicador del hundimiento político y social.

La clave es siempre política. En el caso alemán de 1918, al igual que en el ruso de 1917, la revolución no surge directamente del hundimiento económico, sino como fruto de la derrota militar que de repente hace inútiles los sacrificios económicos.

Estas desviaciones permiten matizar el escenario que parece ser central hoy en Occidente, según el cual el hundimiento económico conducirá necesariamente al cese de los combates o a la caída del régimen ruso. La clave es siempre política y reside en la aceptación política de estos sacrificios económicos.

Una vez establecidos estos elementos, la cuestión económica sigue siendo importante. La relación entre economía y política es compleja. La naturaleza del hundimiento desempeña un papel importante: si afecta a la capacidad del país para continuar la lucha o para mantener un nivel de vida mínimo para la población, conduce a un desastre político. Para sobrevivir, hay que disponer de los medios necesarios para garantizar el esfuerzo bélico y un nivel de vida mínimo para la población. La incapacidad del régimen zarista para cumplir estos dos objetivos fue lo que llevó a Rusia en 1917 al caos.

Una economía centrada en la exportación de hidrocarburos

En otras palabras, es importante entender cuál puede ser la economía política de la Federación Rusa en el contexto de la guerra en Ucrania y las sanciones occidentales. Sin embargo, este entendimiento sólo puede ser hipotético.

El punto de partida es comprender el estado de la Rusia de antes de la guerra. En resumen, Rusia era una potencia económica de tamaño medio con un bajo potencial de crecimiento (el Banco Mundial estima su potencial de crecimiento a largo plazo en un 1,8%) centrado en la actividad extractiva y la exportación de materias primas.

El circuito económico ruso es, esquemáticamente, el siguiente: el país vende masivamente sus recursos naturales para poder comprar lo que necesita para satisfacer su demanda interna. Como ésta es estructuralmente baja, el país tiene un gran superávit comercial y por cuenta corriente. Esta tendencia se reforzó aún más tras las sanciones de 2014. Rusia es un acreedor neto del resto del mundo. Gana más dinero del que gasta. En 2019, su superávit por cuenta corriente fue del 3,8% del PIB y en 2021, del 7,1% del PIB.

Esta situación ha dado la impresión de que Rusia tenía cierta forma de autonomía del resto del mundo. Este superávit habría permitido al país acumular reservas de divisas y de oro para garantizar su independencia financiera. Esta es la idea de la “fortaleza Rusia” que se ha desarrollado mucho en los últimos años.

Pero esta visión tiene sus límites. El superávit ruso se basa en dos realidades: la compresión de la demanda interna y, por tanto, la debilidad estructural de su economía no extractiva y, sobre todo, el mantenimiento de las exportaciones de hidrocarburos.

El país es deficitario en servicios, en finanzas y en comercio al margen del petróleo y el gas. En 2019, las exportaciones totales de hidrocarburos y sus productos destilados representaron casi el 60% de todas las exportaciones rusas, es decir, 241 mil millones de dólares. Esta cifra es casi tan elevada como el total de las importaciones de la economía rusa (238.000 millones de dólares).

Sin estos productos, la balanza comercial de Rusia en 2019 pasaría de un superávit de 169.000 millones de dólares a un déficit de 72.000 millones. Por tanto, no es exagerado decir que el pilar del modelo económico ruso se basa en las exportaciones de petróleo y gas, y principalmente de petróleo crudo (30,3% del total de las exportaciones). Por lo tanto, es comprensible que las sanciones sólo puedan poner en grave peligro la economía rusa seriamente al afectar a estas exportaciones.

Por el momento, Estados Unidos, Canadá y Reino Unido han prohibido las importaciones de petróleo bruto ruso, pero estos tres países sólo representan el 3%, el 0,22% y el 1,71% de las exportaciones rusas, respectivamente. El núcleo del mercado ruso sigue siendo la Unión Europea (UE). El total de las exportaciones de petróleo bruto a la UE en 2019 ascendió a algo menos del 50% del total de las exportaciones rusas, es decir, 62.000 millones de dólares.

La cuestión es saber si los países importadores pueden prescindir del petróleo ruso. Estados Unidos probablemente pueda, pero no está tan claro que la UE pueda. Es la cuestión de la interdependencia: en un intercambio, la necesidad puede ser tan imperiosa para el vendedor como para el comprador. Sobre el papel, romper las exportaciones rusas, y por tanto el modelo económico ruso, parece fácil: basta con prescindir de estas materias primas.

Por el momento, estamos lejos de un bloqueo general como el que vivió Alemania de 1914 a 1918. Las exportaciones rusas, el corazón del modelo económico, parecen haberse salvado

Pero el capitalismo contemporáneo es tan dependiente del consumo de energía y materias primas que esta privación llevaría al hundimiento no sólo de la economía rusa, sino también del resto de la economía mundial. La caída de la demanda en Europa afectaría inevitablemente a China y Estados Unidos. Por lo tanto, de momento, el petróleo ruso sigue fluyendo hacia Europa. Los pagos relacionados con la energía se han librado incluso de la retirada de algunos bancos rusos de Swift, la plataforma bancaria internacional.

Además, de forma más general, no se prohíbe la importación de materias primas rusas, que también son elementos clave de la economía europea y mundial. Rusia es el primer productor mundial de trigo, el segundo de aluminio y platino y el tercero de oro y níquel. Por lo tanto, de momento estamos lejos de un bloqueo general como el que vivió Alemania de 1914 a 1918. Las exportaciones rusas, núcleo del modelo económico ruso, parecen haberse salvado.

Pero esto no garantiza que lo haga la economía. En primer lugar, porque la continuación de la guerra puede conducir al fortalecimiento de las sanciones. La adaptación de algunos países y la posible apertura de nuevos mercados de abastecimiento pueden llevar a un descenso de las exportaciones rusas o incluso sanciones que les afecten directamente. En este caso, las fuentes de divisas rusas se agotarán, a menos que China, que ya efectúa el 28% de las exportaciones, tome el relevo. Pero no lo hará en cualquier condición.

Presión sobre el rublo

Pero las sanciones actuales ya están golpeando duramente a la economía rusa. El grueso de las sanciones se concentra en tres áreas: el régimen de los “oligarcas”, el sistema financiero y las exportaciones de tecnología. ¿Cómo pueden afectar estas medidas a la economía rusa? Las pérdidas sufridas por los multimillonarios rusos serán sin duda duras para ellos e, indirectamente, esto debería afectar en parte a la inversión. Pero el principal problema de esta oligarquía es precisamente que prefirió invertir en el extranjero, lo que la ha expuesto a la confiscación occidental. Las inversiones se han limitado siempre a mantener la herramienta productiva.

Para hacer frente a estas pérdidas, los oligarcas no tendrán más remedio que mantener su actividad en Rusia y seguir exportando, ya que los mismos oligarcas están al frente de las empresas extractivas que satisfacen la demanda occidental y no se ven directamente afectados por las sanciones. Pero esto presupone mantenerse dentro del marco actual del régimen, e incluso mostrar legitimidad para evitar las requisas, habituales en tiempos de guerra. En resumen, estas medidas son, sin duda, simbólicamente importantes, pero tendrán poco efecto en la economía rusa.

La cuestión financiera es más grave. La exclusión del 70% de los bancos rusos del sistema Swift hará más complejas las exportaciones e importaciones rusas (pero la energía se salva en gran medida). Hacer más complejas estas transacciones no significa hacerlas imposibles, pero sí hacerlas más lentas y costosas.

Sin embargo, el asunto del Swift forma parte de un problema más amplio de importaciones. La caída del rublo ruso tras la invasión de Ucrania fue asombrosa. El 10 de febrero hacían falta 75 rublos para obtener un dólar y el 7 de marzo, 150. Esta caída del 50% se explica por la aversión al riesgo de los inversores, pero también por un lógico descenso de la demanda de rublos, dada la anunciada caída del comercio y la congelación de los activos de los oligarcas.

Esta vertiginosa caída del rublo es extremadamente arriesgada. En primer lugar, aumenta el precio de las importaciones en un país donde el incremento anual de los precios ya era del 9% en enero. En segundo lugar, el desplome del rublo dificulta el acceso a las importaciones, cuando las restricciones relacionadas con el Swift ya pesan sobre los importadores. Por último, la caída del rublo limita la capacidad de los agentes económicos rusos para reembolsar su deuda en moneda extranjera. Es cierto que, desde 2014, la dependencia de los mercados financieros internacionales ha disminuido: según el Banco Mundial, la deuda pública en moneda extranjera es solo el 4,7% del PIB y la deuda privada es el 26% del PIB. Pero cuando las divisas escasean, estas cantidades son considerables.

El problema es que los países occidentales han congelado la mayor parte de las reservas del Banco Central de Rusia. Para no vaciar lo que le quedaba, el BCR tuvo que limitar sus compras de rublos en los mercados. Esto le dejó una sola opción, subir los tipos drásticamente, del 9,5% al 20%. El objetivo de esta acción del 26 de febrero era atraer flujos financieros hacia el rublo para frenar la caída de la moneda.

El problema es que el BCR da prioridad a la lucha contra la inflación, a riesgo de matar el tejido económico ruso. Porque a semejantes tipos de interés, la deuda es cada vez menos sostenible. Las empresas tienen que renunciar a pedir préstamos y las que están endeudadas ven cómo se dispara la carga de los reembolsos.

Este es el principal canal que, a corto plazo, puede llevar a la economía rusa a la recesión y golpear duramente a la población a través del desempleo y la disminución de los ingresos reales.

La estrategia podría consistir en asumir esta recesión para estabilizar el rublo mientras se reconstruyen las reservas de divisas a través del canal de las exportaciones de materias primas, que aún se conserva. Por ello, Moscú obligó, paralelamente, a las empresas exportadoras a convertir sus divisas en los primeros días de la guerra. Pero con el efecto Swift, esta reconstitución llevará tiempo y no será suficiente para compensar la huida de los inversores a un moneda paria en un país donde la inversión será arriesgada.

Opciones de política económica

Por lo tanto, la estrategia elegida parece muy incierta. La caída de la actividad afectará al mercado de consumo y de servicios. El desempleo y las quiebras pueden poner en peligro el sistema bancario. El BCR ya inyectó nada menos que 5.600 millones de euros en los bancos rusos el 26 de febrero. Pero en este contexto, ¿quién podrá invertir en la economía rusa para garantizar el mantenimiento, pero también el desarrollo de la herramienta productiva?

Sin acceso a los mercados financieros y con unos tipos de interés astronómicos, hay pocas posibilidades. La primera opción sería contar con China. Pekín ya ha indicado que está dispuesto a invertir en empresas mineras rusas. Pero se trata de una posición oportunista: China tomaría lo que quiere y, de paso, sometería a vasallaje en parte a Rusia al quedarse con el núcleo de su economía; China no invertiría en las pymes rusas, que son poco rentables y no tienen perspectivas.

Una política de 'keynesianismo de guerra' implica varias rupturas que parecen difíciles de aceptar para el Gobierno ruso

Por tanto, el Estado ruso tendrá que tomar importantes decisiones de política económica. La crisis del covid-19 ha abierto nuevas perspectivas desde este punto de vista. Los Estados han llegado a apoyar directamente a toda la economía, incluidos los sectores no estratégicos como la restauración. Como Moscú tiene la posibilidad de emitir rublos de forma ilimitada, podría aplicar una forma de “cueste lo que cueste” masiva para salvaguardar los puestos de trabajo y realizar las inversiones públicas necesarias.

La idea sería salvaguardar la demanda de los hogares y, por tanto, las perspectivas de varios sectores de actividad que podrían, a su vez, invertir. En este marco, se mantendrían los dos objetivos definidos anteriormente, el nivel de vida mínimo y el esfuerzo de guerra, teniendo en cuenta la debilidad estructural de la economía rusa.

El historiador estadounidense Adam Tooze señala en un texto reciente que algunos de los asesores económicos cercanos a Vladimir Putin se interesaron, entre 2018 y 2020, por la MMT, es decir, por la idea de que el Estado puede utilizar su soberanía monetaria para garantizar un nivel de vida mínimo que asegure el orden social. Se trata de un enfoque clásico en tiempos de guerra, que fue adoptado en gran medida por Alemania en 1914, que hizo un amplio uso de la financiación monetaria.

Pero esta política de “keynesianismo de guerra” implica varias rupturas que parecen difíciles de aceptar para el Gobierno ruso. En primer lugar, el abandono de una forma de ortodoxia financiera y presupuestaria a la que Vladimir Putin parece muy apegado. Tras llegar al poder sobre las ruinas de la crisis de 1998 y el caos de los años 90, hizo de la lucha contra la inflación una obligación.

Incluso antes de la guerra, el BCR era uno de los bancos centrales con la política monetaria más restrictiva. Una política de financiación monetaria significaría aceptar un alto nivel de inflación. Si bien Rusia aplicó una política de apoyo durante la pandemia, fue también porque no había inflación en ese momento.

En segundo lugar, una política de este tipo sólo puede basarse en una orientación en la que se limite el capital, en beneficio del apoyo al trabajo. Supone el mantenimiento de las rentas del trabajo a costa de los beneficios. Esto es bastante inusual en el contexto ruso, donde la prioridad siempre ha sido reprimir la demanda interna para generar un superávit. En un contexto de confiscación de las fortunas de los oligarcas, que les animará a transferir sus beneficios a Rusia, este tipo de políticas puede no ser validada en los círculos de poder.

Por último, el uso a la financiación monetaria implica la definición de objetivos de interés general que, en el contexto de la corrupción y la cleptocracia, podrían conducir a diversas formas de captaciones diversas en detrimento de la población. Esto podría hacer que estas políticas sean finalmente ineficaces.

En otras palabras, la posibilidad de recurrir a la financiación monetaria en una opción “keynesiana” puede ser una respuesta a la crisis para frenar el hundimiento o al menos mantener el orden social. Pero su aplicación concreta parece delicada. Ciertamente, no se puede descartar del todo, en la medida en que la guerra pone la urgencia por encima de la convicción. Pero tampoco podemos descartar la idea de que el Gobierno ruso intente mantener un cierto equilibrio presupuestario y unos tipos de interés elevados para reponer sus reservas de divisas, limitando la inversión pública a los sectores estratégicos: defensa y petróleo y minería.

En este caso, la crisis sería profunda y golpearía duramente a la población. Mantener el orden social sería difícil. A menos que nos embarquemos en una lógica de guerra total en la que los desempleados se movilizarían para intensificar el conflicto y apropiarse de los recursos ucranianos en una lógica de depredación.

La cuestión central de la tecnología

Pero hay más. Como se ha visto, el núcleo de la economía rusa son las industrias extractivas. Tras el fin de la Unión Soviética, Rusia nunca ha sido capaz de reconstruir, salvo raras excepciones, una industria manufacturera verdaderamente competitiva en el plano internacional. La industria local existe y está orientada al mercado nacional, pero por las razones ya mencionadas, sobre todo la debilidad de la demanda, no invierte y es muy dependiente de las tecnologías occidentales.

Si bien puede haber habido cierto éxito en cuanto a la sustitución de importaciones en la agricultura o la minería tras las sanciones de 2014, la sustitución de importaciones en la industria y la tecnología es casi inexistente. En un reciente hilo de Twitter, el investigador Kamil Galeev, del Wilson Center de Estados Unidos, mencionó el ejemplo de los tractores “rusos” lanzados por el gobernador de la provincia de Vladimir en 2017, que en realidad eran tractores checos comprados en kit y ensamblados en Rusia.

Bajo el mandato de Vladimir Putin, la economía rusa se ha centrado en actividades "sencillas", como la minería, y se ha contentado cada vez más con exportar las tecnologías necesarias para estas actividades

El hecho es que con Vladimir Putin, la economía rusa se ha vuelto menos compleja. El Instituto OEC calcula un “índice de complejidad económica” que mide el lugar que ocupan las economías en las cadenas tecnológicas mundiales. Rusia ocupó el puesto 45 en 2019, muy por detrás de China (29), Francia (15), Estados Unidos (10), Alemania (4) y Japón (1). Y lo que es más importante, en 2010, Rusia seguía en el puesto 29.

En otras palabras, con Vladimir Putin, la economía rusa se ha centrado en actividades “sencillas”, como la minería, y se ha contentado cada vez más con exportar las tecnologías necesarias para estas actividades, especialmente las máquinas herramienta. Kamil Galeev considera que éste es un elemento central del régimen: los oligarcas cercanos al régimen no pueden gestionar industrias complejas y, para mantener sus posiciones, bloquean el desarrollo de actividades de mayor valor añadido.

El hecho es que las empresas rusas se enfrentarán a un problema crucial para garantizar el mantenimiento y el nivel tecnológico de su producción. Por no hablar de su desarrollo. Para comprar máquinas-herramienta japonesas o alemanas, se necesitan divisas. La cuestión es todavía más delicada por cuanto estas tecnologías suelen tener también usos militares y, como tales, entran en las prohibiciones de exportación de los países hostiles.

Este es el caso, en particular, de ciertos semiconductores. Al sumarse Taiwán a las sanciones occidentales, el mayor productor mundial de semiconductores, TSMC, ha anunciado la suspensión de sus entregas a Rusia, siguiendo a Intel y AMD. La única alternativa sería Corea del Sur o Japón, pero estos países también han adoptado las mismas sanciones. China produce el 12% de los semiconductores del mundo y podría abastecer el mercado ruso, pero no son chips de alta tecnología lo que las empresas rusas necesitarán para mantener su actividad.

En concreto, sectores enteros, y no menores, podrían verse afectados. Por no hablar, claro está, del Ejército ruso, que también depende en parte de las tecnologías “occidentales”. Se trata de un elemento crucial porque la alteración podría ser importante para el tejido productivo y los patrones de consumo rusos.

¿Podría entonces Rusia llevar a cabo esta política de sustitución de importaciones? Dada la reciente disminución de la complejidad de su economía, resulta dudoso. Ciertamente, dado que el Estado ruso puede emitir rublos para financiar la producción alternativa, es posible imaginar un desarrollo tecnológico estatal para compensar la escasez, especialmente si la cuestión es también militar. Recordemos que en 1941, Estados Unidos reorganizó repentinamente su producción para satisfacer las necesidades de la guerra en proporciones impensables.

No hay escasez de ingenieros en el país, que, además, exportó una gran cantidad de estos servicios (por valor de 12.300 millones de dólares en 2019). El problema es que importó aún más (20.000 millones de dólares) y, según Kamil Goteev, la estructura del régimen no puede tolerar este tipo de actividad. Además, China, por ejemplo, está luchando por elevar el nivel general de su industria, a pesar de las enormes inversiones realizadas durante años y de ciertos éxitos tecnológicos. Por ello, el apoyo chino, o más bien el oportunismo de Pekín en esta crisis, puede no ser una solución suficiente.

El verdadero talón de Aquiles de la economía rusa puede estar aquí. Porque el acceso a la tecnología supone un riesgo a largo plazo para el núcleo de la economía rusa: las industrias extractivas. Para garantizar el mantenimiento y el rendimiento de estas industrias, Rusia podría quedarse sin maquinaria y tecnología. En este caso, la economía rusa podría derrumbarse realmente, socavando la capacidad militar y la aceptabilidad social de la guerra, pero también abriendo el camino a una peligrosa inestabilidad.

Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

Una economía de guerra es siempre una economía particular en la que las reglas “habituales” cambian por completo. Al atacar a Ucrania el 24 de febrero y exponerse a fuertes sanciones por una parte de la comunidad internacional, Rusia ha entrado claramente en una lógica de economía de guerra.

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