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El Ejército colombiano asesinó a miles de civiles para hacerlos pasar por guerrilleros

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A pocos metros del famoso Museo del Oro, Raúl Carvajal termina de colocar las pancartas frente a su camión. Como cada mañana, el hombre de 73 años se ha despertado al alba en el aparcamiento de una gasolinera de la capital colombiana donde estaciona su vehículo para pasar la noche. Desde hace más de 13 años, ha hecho de su vehículo su casa para recorrer Colombia, mientras reclama una investigación oficial sobre la muerte,en septiembre de 2006, de su hijo, soldado, a la edad de 29 años.

Poco antes, Raúl Carvajal hijo –comparten el mismo nombre, como sucede con frecuencia en América Latina– le había llamado para darle una buena noticia: “¡Vas a ser abuelo de una niña!”–. La comunicación entre ellos es fluida y el joven también le confiesa que quiere dejar el Ejército, porque ya no se reconoce en sus métodos y se encuentra hastiado. Supuestamente, le pidieron que ejecutara a dos civiles inocentes, a lo que se negó.

Unas semanas más tarde, Raúl se entera de la muerte de Raúl Jr., asesinado en un combate contra las guerrillas de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) en la frontera con Venezuela. En su opinión, todo es falso, ahora está convencido de ello. El Ejército lo ejecutó y encubrió el asesinato. El joven soldado se había convertido en una amenaza porque quería denunciar la matanza de civiles por parte del Ejército para inflar las cifras de la lucha contra el terrorismo y obtener bonificaciones. Un sistema conocido como “falsos positivos”.

A finales de los años 90, la guerra civil hacía 30 años que había comenzado. Las FARC lograron apoderarse de varias bases militares y se acercaban peligrosamente a Bogotá. El presidente Andrés Pastrana comenzó entonces a negociar con su homólogo americano Bill Clinton. El objetivo es luchar más eficazmente contra este enemigo desde el interior, pero también tranquilizar a la opinión pública, ya que se sospecha que tiene vínculos con los cárteles.

Las FARC fueron entonces el blanco de ambos países por su papel en el tráfico de drogas pero sobre todo por su ideología antiimperialista. En efecto, al mismo tiempo, según un informe del gobierno colombiano de 2001, los paramilitares, milicias creadas para luchar contra la guerrilla, que sin embargo son responsables del 40% de las exportaciones de droga –frente al 2,5% de las FARC–, están poco preocupados.

Echa a andar el Plan Colombia. En 15 años de aplicación, Estados Unidos ha invertido 10.000 millones de dólares en el país, lo que supone el mayor presupuesto de ayuda militar estadounidense después del concedido a Israel. Pero este apoyo financiero y militar significa que hay que conseguir resultados y pronto se hace sentir la presión norteamericana.

En este clima, Álvaro Uribe fue elegido presidente de la República en 2002. Su pasado problemático y los vínculos probados de su séquito con los traficantes de drogas no volverán a ser un problema en su conquista del poder. La lucha contra las FARC se reforzó entonces con la ayuda de Estados Unidos y el gobierno comenzó a recuperar el control sobre la guerrilla.

En este contexto, el gobierno saca adelante la directiva secreta número 29 en noviembre de 2005. Se presentó en forma de una tabla donde se relacionan los objetivos rebeldes que deben eliminarse y las bonificaciones otorgadas por cada “positivo”, es decir, por cada “enemigo neutralizado”. En un país donde la pena de muerte fue abolida en 1910, el gobierno acababa de legitimar y fomentar los asesinatos de Estado.

Esta directiva refuerza una política ya bien establecida de números y resultados. Según múltiples testimonios, cada batallón tiene objetivos precisos en cuanto al número de guerrilleros que debe matar. Entre ellos estaba el coronel Róbinson González del Río, que estuvo implicado en la muerte de 27 civiles. En 2014, confesó que había oído a su superior el general Mario Montoya decir a otros soldados de alto rango: “¡No quiero regatos de sangre, quiero ríos de sangre! ¡Necesitamos resultados!”. Aseguró que llegó a estar entre las 10 unidades más mortíferas del país.

Madres de Falsos Positivos

Gloria es miembro de la asociación Mafapo (por “Madres de Falsos Positivos”). Las madres a las que se unió luchan por arrojar luz sobre el asesinato de sus familiares por parte del Ejército colombiano y llevar a los culpables ante la Justicia. Se reunieron en 2008 cuando se dieron cuenta de que muchos de ellos en Soacha estaban en la misma situación. Situado en los suburbios del sur de Bogotá, este municipio de 500.000 habitantes es conocido por su extrema pobreza y su alto nivel de desempleo.

En la mañana del 6 de febrero de 2008, el hijo de Gloria, Daniel, que entonces tenía 21 años, salió de la casa. Antes había conocido a Pedro Gámez, un hombre de la zona que le ofreció un trabajo temporal muy bien pagado en el norte del país. Su madre intentó disuadirlo sin éxito. Dos días después, el teléfono suena y la hermana de Daniel responde. Está al otro lado de la línea y su voz está muy cansada. “Dile a mi madre que lo siento. No podré cumplir mi promesa de que ella no tendrá que trabajar más. Os quiero mucho, díselo”. La llamada telefónica se corta.

Gloria se enteró más tarde de que su hijo Daniel había sido ejecutado el mismo día por miembros del Ejército colombiano, después de dos días de confinamiento durante los cuales fue obligado a beber alcohol de alta graduación e ingerir varias drogas para evitar que huyera.

Blanca Monroy es la madre de Julián. El joven tiene 19 años y acababa de conseguir un nuevo trabajo en el norte del país cuando se marchó al final del día, era el 2 de marzo de 2008. Fue a unirse a uno de los dos reclutadores que había conocido 15 días antes y le pidió a su madre que le guardara algo de cenar. Pero no volvió. Al día siguiente, sus padres comenzaron a buscarlo. Como Gloria, se enfrentan a la burla y al rechazo. Blanca finalmente se las arregló para prestar declaración el 5 de marzo de 2008. Al no recibir ninguna noticia, continuó la búsqueda con su familia durante los siguientes seis meses, pero sin éxito.

A principios de septiembre de 2008, comenzaron a circular rumores en Soacha. Todo apuntaba a que los jóvenes desaparecidos habían aparecido muertos en el norte del país, en Ocaña. Tiempo después, Blanca conoció a una amiga de su hijo en Soacha que le dijo que otro joven también había desaparecido y que habían encontrado su cuerpo en Ocaña, junto al de Julián.

Unas semanas más tarde, se encontraron más cuerpos de jóvenes de Soacha en las afueras de Ocaña en las fosas comunes del cementerio de Las Liscas. Entre ellos, el hijo de Gloria, Daniel. Había dejado Soacha el mismo día que Jaime, el hermano menor de Anderson, otro residente de Soacha. Reclutados por el mismo hombre, tomaron el mismo autobús el mismo día y fueron ejecutados juntos dos días después. Jaime tenía 16 años.

El informe forense, dos días después de su muerte, indica que Jaime fue asesinado durante una lucha contra el Ejército colombiano. Como su identidad era oficialmente desconocida en ese momento, su cuerpo fue a parar a una fosa común con los cuerpos de otros jóvenes asesinados por el Ejército. El informe del supuesto combate de ese día menciona tres enemigos muertos a tiros, que más tarde se supo que eran Daniel, Jaime y un tercer joven de Soacha llamado Diego. Según el informe, atacaron a la Brigada Móvil Nº 15 tendiéndole una emboscada a unos 15 kilómetros al norte de Ocaña. Durante el ataque, ningún militar colombiano resultó herido y la brigada móvil se apoderó de varias armas, incluidos dos rifles y un revólver.

“¿Quién dio la orden?”

Lamentablemente, estos casos no son aislados y se sabe, en particular, por un informe de Human Rights Watch (HRW) que data de 2015, que el número de víctimas es de más de 5.000 en toda Colombia. Esta ONG internacional ha investigado mucho la cuestión y trata de concienciar desde hace años sobre estos asesinatos de Estado.

Según Omar Eduardo Rojas, expolicía colombiano, el número de personas asesinadas supera las 10.000. Ahora refugiado en Europa, este expolicía colombiano ha escrito un libro sobre los “falsos positivos” en el que describe un sistema nacional que la mayoría de los testimonios recogidos desde entonces confirman.

Según los dos principales reclutadores, recientemente encarcelados, la máquina estaba bien engrasada. Cada civil que lograban llevar de Soacha a Ocaña para entregarlos a una muerte segura les aportaba un poco más de 300 euros de la época. El proceso de selección se llevó a cabo de antemano, con el fin de identificar a las personas más vulnerables, estableciendo así una “limpieza social”. La prioridad era traer a los desfavorecidos, a los discapacitados mentales, a los sin techo o a las personas con adicciones.

Los militares que los asesinaron tenían derecho a una bonificación de más de 1.000 euros hasta 2008, y luego a un permiso adicional. A pesar de los testimonios de estos dos hombres y una gran cantidad de pruebas, la mayoría de los soldados involucrados siguen libres en la actualidad. El Ejército los ha encubierto desde el principio y la Justicia militar a menudo ha tomado el relevo de la Justicia colombiana para evitar que sean encerrados.

Hoy en día, la mayoría de las familias de las víctimas optan por el silencio en lugar de exponerse, ya que los que hablan son amenazados de forma regular. Algunas personas han sido golpeadas o violadas. La madre y la hermana de Anderson, por ejemplo, tuvieron que huir de Colombia después de recibir palizas y amenazas de muerte. La mayoría de las madres de la asociación Mafapo están, por tanto, bajo protección.

Desafortunadamente, la seguridad del resto de las familias está a cargo de un servicio estatal. La mayoría de sus miembros son exmiembros del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el servicio de inteligencia de Uribe. El DAS tuvo que ser disuelto en 2011, tras la revelación de las acciones de algunos de sus funcionarios, que se habían convertido en verdaderos gángsteres.

A raíz de un artículo publicado en mayo de 2019 en The New York Times, la población colombiana comenzó a ser realmente consciente de este escándalo. Describía todo el funcionamiento del sistema que aún permite al Ejército ejecutar a civiles sin mayores preocupaciones.

El pasado mes de septiembre, el presidente Duque, fiel sucesor de Álvaro Uribe, anunció que su Ejército había eliminado a 14 disidentes de las FARC durante una incursión en el sur del país. Los periodistas se dieron cuenta enseguida de que eran niños y que algunos habían sido ejecutados a sangre fría después del bombardeo. Este descubrimiento llevó a la renuncia del ministro de Defensa, Guillermo Botero.

Más recientemente, el jefe del Ejército Ninacio Martínez también tenía que dimitir, en parte debido a su probada implicación en el asunto de los “falsos positivos”. Human Rights Watch había pedido su salida tan pronto como se conoció su nombramiento, pero no fue hasta que el presidente estuvo contra la pared cuando se tomó la decisión.

El establecimiento de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la llegada de testimonios militares también han sacado a la luz nuevos escándalos y han llevado al descubrimiento de muchas fosas comunes. En diciembre pasado en Dabeiba (región de Antioquia), se encontró una fosa común. Contenía unos 50 cadáveres, que se cree que eran de jóvenes de Medellín traídos entre 2006 y 2007 con el mismo modus operandi que el utilizado en Soacha.

El pasado mes de octubre, tras numerosas revelaciones y el trabajo de las asociaciones de derechos humanos, se realizó un fresco en el centro de Bogotá. En él se mostraba el número de casos de “falsos positivos” reconocidos por el sistema de Justicia de transición, así como un desglose del número de casos atribuidos a funcionarios militares. En letras mayúsculas, una frase dice: "¿Quién dio la orden?".

La noche siguiente a su finalización, el fresco fue borrado por militares. El grupo de asociaciones Movice (Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado), que denunciaban la censura, puso la imagen a libre disposición de los ciudadanos para su descarga gratuita en las redes sociales, y al día siguiente el cartel apareció en las paredes de muchas ciudades colombianas.

Junto a estas acciones y a las nuevas demandas de justicia, que también se pueden ver en las manifestaciones que se están llevando a cabo desde el 21 de noviembre en Colombia, la Justicia también está avanzando.

La magistrada Catalina Díaz Gómez es miembro de la JEP y está a cargo, junto con dos colegas, del caso N.º 3, que se refiere a las ejecuciones extrajudiciales. El principio de esta jurisdicción es evitar en la medida de lo posible las penas de prisión para aquellos que colaboren plenamente y ayuden a establecer la verdad.

Por lo tanto, lleva a cabo audiencias tanto de los soldados involucrados como de las familias de las víctimas, para tratar de establecer la verdad sobre los “falsos positivos”. Convencida de que, a pesar de la fuerte presión sobre este expediente, logrará castigar a los culpables, confía sin embargo, sin decirlo abiertamente, que algunas personas siguen siendo intocables...

En 2008, Juan Manuel Santos era el ministro de Defensa de Álvaro Uribe mientras los jóvenes de Soacha eran asesinados por el Ejército. Ocho años después recibió el Premio Nobel de la Paz por los acuerdos de paz firmados durante su presidencia con las FARC. A continuación se ocupó de que en estos acuerdos se recogiera que "la JEP no es competente para juzgar a los ex presidentes".

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

A pocos metros del famoso Museo del Oro, Raúl Carvajal termina de colocar las pancartas frente a su camión. Como cada mañana, el hombre de 73 años se ha despertado al alba en el aparcamiento de una gasolinera de la capital colombiana donde estaciona su vehículo para pasar la noche. Desde hace más de 13 años, ha hecho de su vehículo su casa para recorrer Colombia, mientras reclama una investigación oficial sobre la muerte,en septiembre de 2006, de su hijo, soldado, a la edad de 29 años.

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