En 1972, Pauline Kael, la reputada crítica de cine de The New Yorker, arquetipo de la revista elitista de la costa Este de Estados Unidos, recibió la noticia de la reelección de Richard Nixon así: “Pero, ¿cómo es posible? ¡No conozco a nadie que le haya votado!”. El día despúes de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, se podía escuchar esa misma reacción en algunos barrios de las principales ciudades norteamericanas, en las ciudades universitarias o en los muros de Facebook de numerosos norteamericanos.
Rara vez, el resultado de unas elecciones presidenciales han causado semejante sorpresa, tanto para aquellos cuya profesión es la de auscultar el país –analistas demoscópicos, periodistas (léase este mea culpa al respecto de The New York Times), politólogos– como para la mitad de la población que apoyaba a Hillary Clinton. Aunque la candidata demócrata se ha impuesto en el voto popular, no ha conseguido vencer en el Colegio Electoral, no justifica en lo más mínimo el error de los analistas, ni el de todos los que amanecieron el miércoles 9 de noviembre de 2016 con una resaca intelectual sin haber visto venir nada.
Bien es verdad que ni siquiera los republicanos confiaban en este éxito (de lo contrario, habrían sido muchos más los que se habrían arrimado a Trump); algo similar le ocurrió al equipo del principal interesado, que se decantó, para celebrar la noche electoral, por un hotel Hilton, con poca capacidad, por miedo a empañar la marca inmobiliaria Trump; el propio candidato creía que la derrota sería contundente. Pese a todo, ¿por qué ha habido ese margen de error y por qué los errores son recurrentes desde hace meses?
El principal problema lo constituyen las burbujas que, en Estados Unidos, cohabitan pero que ya no coexisten. Por un lado están los Estados rojos (republicanos); del otro se encuentran los Estados azules (demócratas), pero sobre todo, en unos y otros, se sitúan los condados rojos y azules, que abarcan múltiples divisiones específicas: urbanas y rurales, clases populares sin estudios y clases superiores con formación universitaria, familias profundamente religiosas y hogares laicos, espectadores de una televisión de calidad y oyentes de talk-shows radiofónicos de extrema derecha, lectores de blogs de derecha y lectores de revistas de izquierdas. Los politólogos a menudo ironizan simplificando entre los bebedores de cerveza y los consumidores de vino. Lo mismo da que las divisiones sean más complejas que esta separación binaria: tanto en el plano geográfico como político, entre esas burbujas la comunicación es cada vez menor.
“Las grandes ciudades, antaño punto de encuentro, cada vez son más demócratas. Y, en el seno de estas ciudades, hay profundas divisiones: suburbios prósperos conservadores, centros urbanos conectados progresistas, barrios desheredados abstencionistas...”, explica el sociólogo Todd Winsclav, del Centro de Estudios Urbanos de Chicago. “Las familias que se alejan geográficamente unas de otras tienden también a presentar opiniones políticas divergentes, por ejemplo entre los padres que han permanecido en una ciudad republicana del Sur y los hijos que se marchan a vivir en una metrópolis demócrata”.
El concepto de melting pot (crisol), que durante mucho tiempo sirvió para describir el proceso de integración en Estados Unidos a través de la asimilación de los inmigrantes, ha dado paso, desde hace varias décadas, al salad bowl (ensaladera), donde los ingredientes cohabitan en el mismo recipiente pero permanecen separados. Esta metáfora permite caracterizar muy bien las divisiones entre las diferentes burbujas norteamericanas existentes el seno de una misma nación.
“No entiendo cómo hay gente que puede votar a Trump”, decía un organizador de conciertos de blues en Chicago la víspera electoral. “Ese tipo es un estafador, además de moralmente repulsivo: representa todo aquello que odio”. El día después de las elecciones, estaba cabizbajo: “No me lo creo. No vivo en el mismo país que los votantes de Trump”. En el polo opuesto, en una ciudad mediana de Iowa, Jim Nichols, empresario de la construcción, no ocultaba su satisfacción de republicano: “Dudé un poco porque hay muchas cosas de Trump que no me gustan, pero lo que tenía claro era que no iba a votar a Clinton. Es una mentirosa y una política profesional que habría perpetuado un sistema roto. Los demócratas ya no sienten respeto ninguno por los valores de gente como nosotros, que quieren llevar una existencia tranquila sin interferencias del Gobierno”.
Que los norteamericanos se alejen los unos de los otros en función del modo de vida que lleven, de su condición profesional o de su visión del mundo es una cosa, pero ¿qué pasa con los responsables de descifrar la sociedad? Periodistas, analistas demoscópicos y los que viven de la política, ¿cómo han podido equivocarse hasta ese punto en el resultado de las elecciones?
Periodismo a la Margaret Mead
No es la primera vez que sondeos yerran notablemente y no sólo en Estados Unidos (recuérdese, los referendos sobre el Brexit o los últimos comicios en Israel). En las legislativas de mitad de mandato de 2010, la ola del Tea Party fue subestimada. Lo mismo en 2014, cuando varias destacadas figuras del establishment republicano fueron barridos por sendos recién llegados ultraconservadores. En lo que a Trump respecta, en la docena de sondeos publicados a lo largo del año, sólo uno le presentaba como ganador. Y fue en la recta final. Y el desarrollo, estos últimos años, de modelos algorítmicos de previsión muy populares, basados en la acumulación de sondeos (FiveThirtyEight, The Upshot o Pollster) también han resultado mediocres. En la mañana electoral, Pollster daba a Hillary Clinton un 98% de posibilidades de ganar y FiveThirtyEight, cuyo responsable, Nate Silver, es considerado un cerebrito de las matemáticas, bajaba ese porcentaje al 67%. Jugar a ciegas en el casino ofrece mejores resultados...
La primera explicación de este desvío pasa por el confirmation bias (sesgo de confirmación o propensión a la autovalidación), es decir, como explicaba The Washington Post, “la condición psicológica que lleva a los seres humanos a decantarse por las información que confirman sus expectativas y a apartar los datos que los contradicen”. Ahora bien, la inmensa mayoría de esta camarilla de analistas/reporteros/asesores políticos pertenecen a la misma burbuja: clases medias o superiores con estudios, con una posición desahogada, que reside en metrópolis conectadas al resto del mundo. Poco importa que algunos sean de derechas, otros de izquierdas o algunos apolíticos, todos vieron en Trump a un bufón, una estrella de la telerrealidad incapaz e indigna de ejercer las más altas funciones de la nación.
Según esta tendencia al confirmation bias, estos analistas dieron menos peso a los sondeos, a los relatos, a las información que contradecían su visión preestablecida de Trump. Habida cuenta de que los analistas demográficos nunca publican cifras brutas, sino datos corregidos en función de los datos demográficos y políticos, pero también en función de su “lectura” del país, se entiende mejor el error colectivo de las investigaciones de opinión.
La segunda explicación, que vale esencialmente para los medios de comunicación, pero no sólo, ha sido resumida por el presentador de televisión Brian Williams, que habla de “periodismo a la Margaret Mead”, en alusión a la célebre antropóloga norteamericana: “Cuando periodistas radicados en Nueva York o en Washington se equivocan guiados por su GPS o recorren el país para ir a visitar a la familia y descubren lugares plagados de carteles pidiendo el voto para Trump, vuelven sorprendidos”. En el mejor de los casos escriben un artículo y después se olvidan, pero pocas veces continúan con esa inmersión, prefieren fiarse de los sondeos o de su instinto sesgado.
La última explicación sobre estos errores de apreciación no es nueva, pero ha influido de lleno en las elecciones. El ciudadano medio percibe, legítimamente, el mundo político-mediático como una élite. Ahora bien, la corriente principal (¿única?) de estas elecciones presidenciales ha sido la de mostrar rechazo por las élites. Ya se trate de banqueros o de responsables de importantes empresas que ganan sumas astronómicas, representantes más cercanos a los lobbies que a sus administradores o medios de comunicación y celebridades que llevan sus palabras hasta los confines del país sin poner nunca los pies allí. El logro de Donald Trump ha sido el de disociarse de ese mundo al que no obstante pertenece, forzando los rasgos menos atractivos para dicha élite (xenofobia, sexismo, simplismo, vulgaridad...). Su suerte ha sido tener como rival a una candidata que forma parte de esa casta.
La práctica totalidad de los periódicos del país pidió el voto para Clinton, también aquéllos que nunca habían apoyado a un candidato demócrata; la inmensa mayoría de intelectuales, de artistas y de profesores universitarios se burlaron de Trump; una parte de los representantes de su partido se mantenían lejos de él como de un leproso. ¿Qué opción le quedaba a estas otras burbujas, las que hace mucho tiempo desconfían de las élites y que rechazan pronunciarse como se les requiere? Han hecho una peineta en masa y han votado a Trump...
Los analistas de Washington pensaban que los cristianos evangelistas blancos no conectarían con un hombre casado tres veces, que trata a las mujeres como objetos y que tiene una noción bastante vaga de la Biblia. El 81% le votó, tres puntos más que a Bush hijo, un cristiano born again. Los mismos pronosticaban que EE. UU. por fin había madurado para romper el techo de cristal, también en lugares como Ohio y Pensilvania que nunca han elegido a una mujer como gobernadora o senadora. Esos dos Estados, tradicionalmente demócratas, han caído en manos de Trump...
Evan Bayh, hijo de un destacado demócrata, lobbysta en Washington y candidato por Indiana al Senado, empezó la carrera con decenas de millones de dólares en sus cajas rurales y con una ventaja de 20 puntos en los sondeos. Perdió las elección por un 10%. Roy Blunt, republicado por Missuri desde hace 20 años, pese a no vivir allí, cuya mujer e hijo son lobbystas, ha salvado su escaño pese a conseguir menos del 50% de los votos, mientras Trump se ha impuesto en ese Estado por 19 puntos de diferencia.
El voto a Donald Trump, por paradójico que sea, es un voto de rechazo de las élites, de derechas y de izquierdas, las que habitan en Hollywood y las que viven en Manhattan. La cuestión ya surgió en las primarias, cuando el millonario eliminó a un grupo de notables y en las que Bernie Sanders a punto estuvo de imponerse. Dichas élites no lo vieron venir o no lo analizaron lo bastante y no han conseguido mirar de frente a la realidad de su país. El resultado les dio en toda la cara el 8 de noviembre de 2016, sin haberlo visto venir.
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
En 1972, Pauline Kael, la reputada crítica de cine de The New Yorker, arquetipo de la revista elitista de la costa Este de Estados Unidos, recibió la noticia de la reelección de Richard Nixon así: “Pero, ¿cómo es posible? ¡No conozco a nadie que le haya votado!”. El día despúes de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, se podía escuchar esa misma reacción en algunos barrios de las principales ciudades norteamericanas, en las ciudades universitarias o en los muros de Facebook de numerosos norteamericanos.