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¿Hasta dónde llegará la escalada de violencia? En Jerusalén, los continuos enfrentamientos entre manifestantes palestinos y la Policía israelí acaban de provocar 500 heridos en tres días. Desde las revueltas de finales de la década de 1980 y principios de la de 2000, la Ciudad Santa no se había visto envuelta en una ola de violencia semejante.
Y los ataques contra 140 objetivos en la Franja de Gaza, lanzados el lunes por la noche por el Ejército israelí, en represalia por los disparos de cohetes de Hamás contra Israel, dejaron al menos 24 muertos, entre ellos nueve niños. Al mismo tiempo, también se han producido otros enfrentamientos con la Policía israelí en las ciudades de Lod, Ramle o Jaffa, lo que demuestra la movilización de los “árabes israelíes”, de los ciudadanos palestinos de Israel, junto a los palestinos de Jerusalén Este y Cisjordania.
Hasta el punto de que podría resultar fácil olvidar que los opositores de Benyamin Netanyahu, reunidos en el “bloque por el cambio”, mantienen conversaciones para intentar formar una coalición parlamentaria y un gobierno de “amplia unión”. Porque, desde hace dos años, Israel, que ha celebrado cuatro elecciones legislativas y no ha votado ningún presupuesto, sigue con un gobierno en funciones, al frente del cual se encuentra el primer ministro saliente, encargado de gestionar los asuntos corrientes.
El Estado Mayor considera que la situación es ahora tan tensa que ya no se puede excluir una “tercera intifada”. Las grandes maniobras que debían comenzar esta semana han sido canceladas y acaban de desplegarse refuerzos en torno a la Franja de Gaza.
Para los responsables de seguridad, el problema es que este estallido de ira entre los palestinos de Jerusalén no puede tratarse como el lanzamiento de cohetes desde Gaza: con obuses, misiles y bombas. Porque las causas de esta revuelta son diversas y la mayoría de ellas tienen su origen en la larga historia del conflicto palestino-israelí.
También existen, por supuesto, las provocaciones de los grupos extremistas judíos, respaldadas por Netanyahu y reforzadas por la entrada de sus líderes en el Parlamento. También están las medidas hostiles adoptadas por los agentes de Policía –considerados incompetentes por muchos observadores– contra los miles de fieles que pretendían celebrar el final del Ramadán en la mezquita de Al-Aqsa.
Por encima de todo, mientras el país se prepara para la salida de Netanyahu, se sitúan las injustas condiciones de vida, las humillaciones y la violencia que el primer ministro ha impuesto a los palestinos durante casi 15 años. Es decir, la política basada en la obstinada negativa a negociar y el mantenimiento del statu quo, adoptada por los sucesivos ejecutivos israelíes, recientemente con el aval y el apoyo ciego de la administración Trump (2017-2021). Y el silencio cómplice de la mayoría de la comunidad internacional.
Porque el detonante de los enfrentamientos –la revuelta palestina contra la expulsión programada de casi 300 residentes del barrio de Sheikh Jarrah, en Jerusalén– no acaba de empezar. Desde que llegó al poder en 2009, tras un primer y breve mandato entre 1996 y 1999, Benyamin Netanyahu no ha dejado de desarrollar la colonización de Cisjordania y Jerusalén Este.
Con una obsesión, mantener la mayoría judía en la ciudad. En los últimos 20 años se han instalado casi 60.000 colonos judíos más en Jerusalén Este, y ya son más de 225.000.
Esta estrategia incluye el desalojo de los habitantes y la demolición de sus casas, que son sustituidas por nuevas construcciones para los colonos. Y esto es así aunque se trate de casas familiares o natales de palestinos. En 2019, un informe de la ONG israelí B'Tselem revelaba que, entre 1988 y 2017, se emitieron 16.796 órdenes de demolición por esta vía.
El barrio de Sheikh Jarrah, a 2 kilómetros al norte de la ciudad vieja, es uno de los principales campos de batalla de esta estrategia de sustitución de población. En una zona a la umbría, cerca del cruce de la carretera norte-sur nº 60, que conecta Hebrón con Yenín, y de la carretera este-oeste nº 1, entre Tel Aviv y el mar Muerto, hay varios consulados o residencias diplomáticas y desde hace tiempo interesa a los promotores-colonos.
Los de la empresa estadounidense Nahalat Shimon, con sede en Delaware, un Estado en el que la legislación “flexible” permite ocultar los accionistas de una empresa, han adquirido aquí terrenos y edificios en los que vivían palestinos, refugiados de la guerra de 1948, realojados en edificios construidos en 1956 por Jordania y las Naciones Unidas. Hace años, Nahalat Shimon emprendió una acción legal en los tribunales israelíes para que las familias de refugiados fueran desalojadas de estas casas, que pretende demoler y sustituir por 200 viviendas para colonos judíos.
Hasta la fecha, se ha desalojado a cuatro familias; casi 300 personas están a punto de serlo. El Tribunal Supremo tenía previsto pronunciarse el lunes, pero el juez Yitzhak Amit decidió retrasar su veredicto 30 días por la tensión existente en el barrio y en la ciudad. Los colonos que ya están en el barrio y los asesores de Netanyahu intentan presentar la cuestión como un conflicto inmobiliario. Los defensores de los derechos humanos que acudieron a mostrar su solidaridad denunciaron la “judaización forzada” y la “discriminación étnica” del gobierno en beneficio de las organizaciones de colonos.
Hasta que Itamar Ben Gvir, diputado del partido supremacista judío Sionismo Religioso y nuevo aliado de Netanyahu, irrumpió en escena la semana pasada con fuerte protección policial para apoyar a los colonos ya instalados, todo transcurría con bastante tranquilidad. Al caer la noche, los palestinos del barrio compartían la comida de ruptura del ayuno con sus amigos y simpatizantes, en torno a largas mesas colocadas en la calle, frente a los edificios ocupados por los colonos.
La llegada desafiante de Ben Gvir, sus amigos y su escolta armada convirtió el enfrentamiento en un motín, en el que se incendiaron coches, la Policía cargó y los manifestantes fueron rociados con agua corrompida, según la técnica que utiliza la policía antidisturbios israelí.
Cuando se difundió la noticia de que la Policía desplegada cerca de la ciudad vieja había recibido la orden de instalar barreras e impedir el acceso a la Puerta de Damasco, donde los palestinos acostumbran a reunirse después del ayuno, y de que se habían instalado barricadas en las carreteras que conducen a Jerusalén para impedir que los fieles se dirijan a la mezquita de Al-Aqsa, ya era demasiado tarde para contener la escalada de tensión. Y para evitar un fin de semana de violencia que provocó un diluvio de advertencias, condenas y recordatorios de la razón por parte de Washington, el Vaticano, Bruselas, Ammán, Ankara y París.
Incluso países que recientemente, por influencia o presión de Trump, han “normalizado” sus relaciones con Israel, como Sudán, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos o Baréin, han condenado “la represión” y pedido al Gobierno israelí “que detenga estas provocaciones contra los habitantes de Jerusalén”.
El lanzamiento por parte de Hamás y otros grupos islamistas de Gaza de casi 200 cohetes en dirección a Israel –la mayoría, destruidos por las baterías antimisiles israelíes– ha llevado a algunas capitales a compartir la condena, las advertencias y los llamamientos a la calma entre israelíes y palestinos.
Pero, sin pasar a la acción, es decir, proponiendo o incluso simplemente mencionando sanciones, varias capitales han considerado oportuno señalar que la ocupación de Cisjordania y Jerusalén Este es ilegal y ha sido condenada por numerosas resoluciones de la ONU.
Evidentemente, haría falta mucho más para tranquilizar a los palestinos, que se ven obligados a constatar que su causa hace tiempo que abandonó el primer plano de la escena diplomática internacional, eclipsada por otros conflictos más sangrientos –Siria, Yemen, Libia, el Sahel– y mal defendida por un liderazgo político destrozado y desacreditado.
Quizá por eso, gracias a las redes sociales y desde células improvisadas, autónomas y sin vínculos con los movimientos políticos “oficiales”, los jóvenes palestinos de Jerusalén Este salieron a la calle, como lo habían hecho los padres de algunos de ellos hace unas décadas, para recordar que su lucha no había salido de la historia.
Los jóvenes palestinos, irritados desde hace tiempo por la pasividad y el inmovilismo de sus dirigentes, que se han mostrado incapaces de encontrar una respuesta a la política de hechos consumados de Netanyahu, e indignados por el apartheid de facto al que están condenados, han abrazado esta nueva revuelta sin ningún proyecto político concreto. Simplemente para afirmar a las autoridades israelíes que existen y que la impunidad internacional no lo autoriza todo.
Y para decir a los dirigentes de la Autoridad Palestina, que acaba de anular las elecciones legislativas previstas para el día 22 –con el pretexto de la negativa de Israel a permitir que el escrutinio tenga lugar en Jerusalén Este–, que su legitimidad y representatividad democráticas, de 15 años, son nulas. El problema es que aparentemente no hay una alternativa creíble.
En el otro lado, donde la crisis política, manifestada por la continua inclinación a la derecha del electorado, es también profunda, las próximas semanas nos dirán si el rechazo a Netanyahu es un programa político suficiente para construir una mayoría y un gobierno capaz de hacer frente a la erupción de violencia que está envolviendo a Jerusalén. Y proponer remedios.
Mientras tanto, Benyamin Netanyahu, que sigue siendo juzgado por corrupción y que pronto podría enfrentarse a la Justicia de su país como un ciudadano más, está atento a cualquier oportunidad para explotar la deteriorada situación de seguridad y parece estar sopesando los riesgos y beneficios, en su situación, de lanzar una operación masiva contra Gaza. Manteniéndose fiel a su postura ideológica y a su retórica de demagogo mesiánico, intenta claramente tranquilizar a su electorado, a todos los efectos prácticos...
“Jerusalén ha sido la capital de la nación del pueblo judío durante miles de años”, dijo en respuesta a las llamadas a la razón desde el extranjero. “Rechazamos firmemente las presiones que nos obligan a no construir en Jerusalén. Presiones que, lamentablemente, han aumentado recientemente. Se lo digo a nuestros amigos más cercanos: Jerusalén es la capital de Israel. Al igual que cualquier nación construye su capital y construye en su capital, nos reservamos el derecho a construir Jerusalén y a construir en Jerusalén. Eso es lo que hemos hecho y lo que seguiremos haciendo”.
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Traducción: Mariola Moreno
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