Que haya un candidato de izquierdas a las primarias demócratas para las elecciones presidenciales americanas no tiene nada de excepcional. Ya lo demostraron en su día las candidaturas de Eugene McCarthy, seduciendo a los estudiantes, a los pacifistas y a los intelectuales durante las elecciones de 1968; del progresista George McGovern, en 1972, o incluso de Howard Dean, en 2004. En cambio, que ese mismo candidato suscite, desde el comienzo de su campaña, más entusiasmo por parte de los electores que todos los demás candidatos, republicanos o demócratas, es lo que provoca la curiosidad de las masas y de los medios de comunicación.
A quince meses de las elecciones presidenciales de 2016, Berni Sanders, de 73 años, senador independiente ligado al grupo parlamentario demócrata, defensor de su etiqueta de socialista durante más de cuarenta años, perturba la ruta de una campaña electoral que no excitaba verdaderamente al pueblo hasta ahora. Estos primeros meses han estado marcados por la perspectiva, poco atractiva, de un duelo Clinton-Bush, el incomprensible ballet de los candidatos republicanos –dieciséis a día de hoy— o incluso la verborrea de odio del hombre de negocios y candidato Donald Trump, que ocupa el espacio mediático y compara, por ejemplo, a los inmigrantes mexicanos con traficantes de droga y violadores.
Bernie Sanders, actualmente senador de Vermont, un Estado del noroeste reputado por su progresismo y sus productos bio, aporta un poco de aire fresco al debate. Desde que entró en campaña el pasado mes de mayo, el argumentario que desarrolla puede resumirse de la siguiente manera: las desigualdades económicas deben ser combatidas aumentando el impuesto sobre las rentas más altas, doblando el salario mínimo para que alcance al menos los 15 dólares la hora, controlando mejor el sector bancario, luchando contra la evasión fiscal, invirtiendo en educación y aligerando la deuda estudiantil, o incluso lanzando un nuevo programa de proyectos públicos.
Bernie Sanders se pronuncia a favor de políticas socialdemócratas al estilo europeo, citando hasta la saciedad a los países escandinavos (y a Francia). “Ustedes conocen esos países donde el acceso a la sanidad es gratuito, donde la educación es casi gratuita, donde los trabajadores tienen vacaciones pagadas. De ese tipo de socialismo hablo yo”, explicó en una larga entrevista con la periodista Katie Couric, en junio de este año. Si bien habla sobre todo de economía, insiste también en la reforma del sistema de financiación de las campañas electorales –sin techo de gasto actualmente— con el objetivo de “poner fin a la oligarquía” que amenaza a la política americana. Tampoco se le olvida alertar sobre los efectos del cambio climático y milita a favor de la transición energética. Incluso se opone a la colecta masiva de datos de la NSA.
El mensaje seduce. Desde junio, Bernie atrae a masas cada vez más grandes que desbordan sistemáticamente los auditorios previstos para cada ocasión: 2.600 personas en Iowa, 3.000 en Minesota, 10.000 en Wisconsin y 11.000 en Phoenix (Arizona), el pasado 25 de julio.
Ningún candidato demócrata o republicano ha conseguido reunir a día de hoy tal público. Su índice de popularidad en las encuestas sigue la misma curva ascendente: en un mes ha pasado del 8 al 15% en intención de voto entre los electores demócratas.
Aunque este ascenso es destacado, Bernie Sanders se queda, sin embargo, lejos y detrás de la candidata demócrata, Hillary Clinton, que obtiene más del 60% de intención de voto. Si comparamos sus cuentas de campaña, nos cuesta creer que ambos jueguen en la misma categoría. Bernie Sanders ha gastado 15,2 millones de dólares de fondos que provienen de pequeñas donaciones, ya que rechaza categóricamente el dinero de los super pacs (1), que se vierte sobre las campañas americanas desde 2010. El comité de campaña de Hillary Clinton ha gastado 47,5 millones de dólares.
En este contexto, ningún experto de la vida política americana considera, por el momento, que Bernie Sanders vaya a ganar las primarias demócratas o se convierta en el próximo presidente de los Estados Unidos. “Pero el objetivo no es ese”, analiza para Mediapart el sociólogo Walter Benn Michaels, “Bernie Sanders consigue decir bien alto lo que muchos americanos piensan en bajito sin saber articularlo. Él conoce su discurso, propone soluciones, es creíble. Le habla a la gente que comenzaba a desinteresarse verdaderamente por lo público”.
El éxito de Bernie Sanders es, ante todo, la expresión de una protesta, un desafío a los ojos de los candidatos de las altas esferas, como Hillary Clinton, un rechazo a la indiferencia centrista del partido demócrata hacia las cuestiones económicas. Sanders se encuentra llevando la cólera y la esperanza de una parte del electorado que habría podido adherirse a las filas de la candidata Elisabeth Warren, senadora demócrata que denuncia fogosa las fechorías del neoliberalismo y el poder de la industria bancaria. Salvo que, a pesar de su popularidad, esta ha elegido no entrar en la pelea.
Sin embargo, Sanders no ha dudado en entrar en campaña, teniendo toda la legitimidad necesaria para ocupar el vacío dejado en la izquierda. “Hace cuarenta años que repite lo mismo, que defiende la intervención del Estado para corregir las desigualdades y se opone al poder del big business [grandes empresas]”, nos explica Greg Guma, autor de una obra sobre Bernie Sanders y Vermont, The People's Republic, Vermont and the Sander's Revolution.
“La novedad es que su discurso resuena ahora por todo el país. Es el momento de hablar de desigualdad de ingresos y de ser entendido”, continúa. El sociólogo apunta que el movimiento Occupy Wall Street ha preparado el terreno y que el debate sobre el aumento de las desigualdades se cuenta cada vez mejor en los medios. Los sondeos indican un desplazamiento a la izquierda de una parte del electorado demócrata: según un estudio del Instituto Gallup, el porcentaje de demócratas que se identifican como liberales (en el sentido americano del término, es decir, de tendencia socialdemócrata) sobre las cuestiones sociales y económicas ha aumentado 17 puntos desde 2001.
“Las recetas que proponía cuando cortejaba al ayuntamiento de Burlington con casi las mismas que preconiza hoy por todo el país”, prosigue Greg Guma, insistiendo sobre cómo Vermont ha sido un laboratorio para Sanders. Nacido en una familia judía en Brooklyn (Nueva York), Bernie Sanders se instaló en Vermont en los años 60, al mismo tiempo que una ola de hippies promovía la vuelta a la naturaleza. En la mochila llevaba algunos años de militarismo contra la guerra de Vietnam en la Universidad de Chicago, una pasión por lo público y un gran interés por la teoría marxista.
Bernie Sanders saluda a sus simpatizantes en un mitin de campaña | FLICKR
No tardó en unirse a un pequeño partido de izquierdas, fundado en 1970, que se llamó Liberty Union Party y se definía como pacífico y “socialista no violento”. Dedicado a la política y encadenado a pequeños trabajos para sobrevivir, Bernie Sanders se presentó a varias elecciones senatoriales, perdiendo cada vez hasta que, a partir de 1976, continúa su camino fuera del partido como un político independiente sólidamente anclado a la izquierda. Una etiqueta que conserva hasta hoy.
“Desde su entrada en la política ha dirigido cerca de veinte campañas. Es algo que adora”, subraya Greg Guma. Su primera victoria, la que finalmente lo catapulta, es en 1981: solo con diez votos de ventaja consigue el Ayuntamiento de Burlington. ¿Su discurso de entonces? “Burlington no se vende”. Dicho de otra forma, los grandes grupos inmobiliarios no deben apropiarse del centro de la ciudad, Burlington debe ser una ciudad accesible para las clases medias y populares. Su gestión municipal convence a los habitantes y es reelegido durante tres mandatos sucesivos. Años durante los que visita Nicaragua, sostiene el régimen sandinista e inicia el hermanamiento de Burlington con la ciudad de Iaroslavl, de la Unión Soviética.
La siguiente etapa fue, lógicamente, Washington. Sanders fue elegido representante de Vermont en la Cámara de Representantes, en 1990. El primer independiente elegido en cuarenta años. Sin embargo, él escoge estar afiliado al grupo parlamentario demócrata, lo que significa que apoya el voto demócrata a un gran número de leyes. Además, creó un grupo de demócratas progresistas que todavía existe. “Mantiene una relación complicada con el partido demócrata, habiendo oscilado a lo largo de su carrera entre el rechazo a los partidos y la unión con los demócratas. Últimamente, ha elegido estar en el partido y ha convencido a la gente de izquierdas de que era el único medio para ser comprendidos y eficaces, siendo nuestro sistema bipartidista”, analiza Greg Guma.
En 2006 continúa su escalada y se convierte, esta vez sí, en senador de Vermont; una silla que ocupa a día de hoy. Una vez más, su etiqueta de independiente no es un obstáculo y lo apoyan los demócratas más progresistas. Voto tras voto, debate tras debate, Sanders encarna perfectamente el ala izquierda del partido: se opone a las intervenciones en Irak, tanto en 1991 como en 2002, se opone al Patriot Act, se opone a los recortes presupuestarios y a las bajadas de impuestos que afectan enormemente a los más pobres, defiende la transición energética y se opone a la construcción del oleoducto Keystone XL.
Tras la elección de Barak Obama como presidente de los Estados Unidos en 2008, Sanders se convierte en un gran defensor de la reforma de la sanidad, defendiendo un sistema completamente gestionado por el Estado (un sistema como el de Francia, aunque esta idea fue abandonada debido a la oposición republicana y las aseguradoras privadas ocuparon el primer plano en la cobertura sanitaria de los americanos). Ahora milita para que el Estado invierta más en la red de centros de atención primaria por todo el país, para que acepten a los pacientes sea cual sea su nivel del ingresos, y la lucha da sus frutos.
Su constancia y rigor desde que entró en política hacen que sea difícil dudar hoy de la sinceridad de sus ideales, de su compromiso. Ese es su fuerte, particularmente frente a una Hillary Clinton que arrastra su imagen de reina de los pactos y de pequeños acuerdos entre amigos. Sin embargo, el discurso de Sanders tiene una debilidad. Con la tendencia de relacionar todo con la economía, se olvida de abordar las cuestiones identitarias que ocupan un gran lugar en el debate americano. Dicho de otra manera: cómo el hecho de ser homosexual, hispano o afroamericano transforma la experiencia de ser ciudadano americano y da lugar a distintas formas de discriminación.
Esto explica, en parte, las dudas expresadas por expertos políticos como Daniel Pfeiffer, en TheWashington Post. Comparando las candidaturas de dos outsiders [extranjeros], Barack Obama en 2008 y Bernie Sanders hoy, el exconsejero de comunicación del presidente explica que Sanders no es Obama, que le resultará difícil reunir a lo largo de su campaña a una coalición “arcoirirs” o multicolor, hablar a los electores moderados del partido, tener la misma popularidad entre el electorado hispano y entre el afroamericano. Un análisis que no impide, en conclusión, a Daniel Pfeiffer suavizar su declaración y recordar que “todo es posible en política”.
“El simple hecho de que un candidato no tenga miedo de decir que es de izquierdas ya es algo alentador”, estima el sociólogo Walter Benn Michaels. “Su candidatura puede marcar el inicio de algo. Puede obligar a Hillary Clinton a hacer campaña más hacia la izquierda, para empezar. Después haría falta que políticos de primera línea le dieran su apoyo, como Elizabeth Warren, por ejemplo. En última instancia, su éxito podría despertar a la izquierda e inspirar a los electos a nivel local para futuras elecciones. Lo que permitiría estructurar el entusiasmo que vimos brotar con el movimiento Occupy Wall Street”.
En este momento, la candidatura de Bernie Sanders tiene el mérito de insuflar una dosis de optimismo a la política americana. Que ya es mucho.
Traducción por: Marta Semitiel
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(1) En 2010, la Corte Suprema americana dictó la sentencia “Ciudadanos unidos contra la comisión electoral federal”, que permite desde ese momento a toda empresa, sindicato o individuo financiar sin límite de fondos a los comités de acción política –llamados PAC--, con el fin de ayudar al candidato que ellos elijan. Concretamente, esto permite a los ricos empresarios invertir millones de dólares en costosos spots publicitarios o en campañas que sirven para denigrar a los candidatos que hacen sombra a su favorito. Esta tendencia es todavía más común en el campo republicano que en el demócrata.
Que haya un candidato de izquierdas a las primarias demócratas para las elecciones presidenciales americanas no tiene nada de excepcional. Ya lo demostraron en su día las candidaturas de Eugene McCarthy, seduciendo a los estudiantes, a los pacifistas y a los intelectuales durante las elecciones de 1968; del progresista George McGovern, en 1972, o incluso de Howard Dean, en 2004. En cambio, que ese mismo candidato suscite, desde el comienzo de su campaña, más entusiasmo por parte de los electores que todos los demás candidatos, republicanos o demócratas, es lo que provoca la curiosidad de las masas y de los medios de comunicación.