Una democracia conquistada

Este miércoles 8 de enero, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, celebrará en el museo Reina Sofía el acto inaugural de España en libertad, la conmemoración de los cincuenta años de democracia tras la muerte de Franco que se extenderá, a lo largo de 2025, con más de cien eventos.

En toda Europa, la consecución de las libertades democráticas forma parte del patrimonio de cada país, celebrándose actos oficiales que conmemoran la liberación o la victoria contra el fascismo, jornadas que constituyen un consenso para todas las tendencias políticas surgidas tras la II Guerra Mundial. En España, sin embargo, las críticas de la derecha no se han hecho esperar.

Las acusaciones de oportunismo contra Sánchez no son más que una coartada para tapar lo evidente: mientras que el PP se ha mostrado siempre esquivo e incómodo a la hora de condenar la dictadura, Vox la reivindica ya de manera abierta. ¿Cómo no va a hacer falta levantar la bandera del triunfo de las libertades cuando el tercer partido del parlamento hace apología del franquismo de manera abierta?

El pasado 26 de noviembre, Manuel Mariscal Zabala, diputado de Vox, dijo en sede parlamentaria que la dictadura había sido “una etapa de reconstrucción, de progreso y de reconciliación”. No es una excepción o una salida de tono, sino el resultado de un proceso donde los de Abascal han mostrado de quién son herederos, primero con tibieza, después sin bridas.

El problema es que no son sólo ellos. Multitud de encuestas muestran una tendencia en la que la forma de gobierno dictatorial empieza a resultar razonable para una parte de la población, especialmente la más joven. No hablamos sólo de dignificar el pasado, sino de evitar que el futuro inmediato caiga bajo el autoritarismo.

La narración sobre la Transición se ha realizado de manera sesgada con un objetivo que va más allá de privilegiar a unos protagonistas sobre otros. Lo que se nos ha contado durante años es el relato de una democracia otorgada, que los grandes hombres, encabezados por el rey Juan Carlos y Suárez, nos legaron gracias a su amplia visión histórica y su capacidad negociadora.

Para colmo, la lectura que la pasada década surgió en la izquierda como reacción crítica al relato oficial, positiva en cuanto a que recuperó del olvido la memoria sobre las torturas, asesinatos y terrorismo perpetrados por la dictadura, abundó, sin embargo, en la idea de que la Transición fue un pacto entre élites y su resultado una democracia continuista.

En estos últimos años, se ha abierto camino una tercera forma de contar lo sucedido, patrocinada por la pujante extrema derecha y sus terminales mediáticas, en la que nuestra democracia es ya directamente producto del franquismo, que supo transformarse de manera generosa en un Estado constitucional porque ese había sido su objetivo desde siempre. El engaño siempre puede escalar un peldaño más en la abyección.

La realidad es que los que menos hicieron por traer la democracia a España, los que más palos en las ruedas pusieron para evitar la Constitución de 1978, son los que, a la larga, se han apropiado de conceptos como libertad o democracia

El gran peligro de presentar a una democracia como otorgada es que adquiere categoría de  reversible: quien supuestamente te la ha dado te la puede volver a quitar. Si nuestro sistema constitucional pertenece tan sólo a la pericia, el ingenio o la magnificencia de un grupo de notables, los que sepan apropiarse de la herencia simbólica de ese episodio podrán certificar a su antojo cuándo esa democracia debe transformarse en otra cosa.

La realidad es que los que menos hicieron por traer la democracia a España, los que más palos en las ruedas pusieron para evitar la Constitución de 1978, son los que, a la larga, se han apropiado de conceptos como libertad, democracia o del significado de la Transición o la Constitución. En gran medida, además, por la impericia de la izquierda para reivindicar lo que también era suyo.

Nicolás Sartorius, el histórico dirigente de Comisiones Obreras, un hombre que conoció los setenta desde la mesa de negociación pero también desde Carabanchel, como preso político, dice a menudo que “Franco murió en la cama, pero la dictadura murió en la calle”, un aforismo que expresa que en España tuvimos una democracia conquistada por parte de la clase trabajadora organizada en sus partidos y sindicatos.

La realidad es que el franquismo agonizante careció de generosidad alguna. Es precisamente en sus últimos estertores cuando vuelve a recurrir a la represión y la violencia para evitar un cambio democrático. Los fusilamientos del Proceso de Burgos, el Proceso 1001 o el asesinato de decenas de obreros y estudiantes antes y después de 1975 demuestran que la dictadura, cuya principal divisa fueron el plomo y la sangre, operó de tan terrible modo hasta sus últimos días.

El Gobierno de Arias Navarro –1973-1976–, el último de Franco y el primero de Juan Carlos I, tenía como objetivo la perpetuación de los principios del Movimiento tras la muerte del dictador. Un continuismo a la turca que quedó desbaratado por la galerna de huelgas de 1976, más de 17000 conflictos en los que se perdieron tantas horas de trabajo como en todos los países de nuestro entorno de forma combinada.

Por arriba existían diferentes planes para el futuro de España, algunos trazados desde Washington y otros desde Bonn. Por abajo, la clase trabajadora de nuestro país se constituyó como un actor político fundamental para entender cuál fue el resultado final de aquel complicado juego de equilibrios. Nadie ha regalado nada nunca si el de enfrente no enseña los dientes antes de sentarse a negociar.

Ya con Suárez se valoró poner en marcha una democracia de carácter tutelado, donde el PCE estuviera ausente de la redacción constitucional y donde el rey tuviera capacidades de veto legislativo. Sabino Fernández Campo lo dejó por escrito pero reconoció, a finales de los noventa, que aquel proyecto no se pudo llevar a cabo porque las circunstancias “no eran propicias”.

Esas circunstancias poco propicias para permitir una democracia tutelada fueron los sectores populares en marcha, donde se hallaban los trabajadores organizados, el movimiento democrático de mujeres, los estudiantes, la iglesia de base e incluso los militares de la UMD. Españoles y españolas comunes que se negaron a ser los convidados de piedra de la Transición y que empujaron, jugándose su integridad, para traer la libertad a nuestro país, una verdadera democracia conquistada.

El punto de partida fue más que digno. España cuenta con una Constitución donde se recoge el carácter social del Estado, donde hubo espacio para las reivindicaciones territoriales, donde se reconoció la subordinación de la riqueza nacional al interés general o derechos básicos como educación, sanidad o vivienda. La democracia en España fue posible porque fue útil para la mayoría.

Fue en los años posteriores donde algunos de estos artículos nunca desplegaron sus posibilidades de la forma debida, precisamente porque ese equilibrio de fuerzas que los hizo factibles se fue escorando hacia el capital sobre el trabajo. No en vano, a la par que entraba en funcionamiento nuestro nuevo sistema político, Reagan y Thatcher llegaron al poder, alterando definitivamente las condiciones que habían posibilitado la Constitución.

España, que fue abandonada dos veces por las democracias liberales, en 1936 y 1945, tuvo que protagonizar su propia liberación en los años 70, una que sólo fue posible mediante el protagonismo de aquellos a los que la historia nunca recuerda con nombre propio. Todos ellos, todas ellas, son los que deberían ser recordados y tomados como ejemplo a lo largo de 2025.

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