¿Hacia un alto el fuego en Ucrania? Ruth Ferrero-Turrión

Hay cosas que a los españoles se nos dan bien y otras que no. Entre las que sí podemos encontrar la tortilla de patatas, la pintura barroca y la tragedia. Entre las que no, realizar entregas de premios. Lo digo, claro, por la gala de los Goya que vi, como siempre desde hace años, este pasado sábado.
La fiesta de nuestro cine tuvo buenos momentos, en especial el Goya de Honor a Aitana Sánchez-Gijón, por la sincera complicidad con Maribel Verdú, por un discurso inteligente y elegante y por lo que supone destacar la carrera de una gran actriz mientras está en activo. “No hay que tener miedo a la cultura” dijo Sánchez-Gijón, “hay que tener miedo a los nuevos imperialismos y las limpiezas étnicas”.
Que a los Goya les faltara ritmo y les sobrara tiempo no es ninguna novedad. Sí la entrega ex aequo del galardón a la mejor película, en un final mal ejecutado que dejó vendidos a presentadores y premiados. Más allá de lo escenográfico, un reconocimiento doble significa admitir la fragilidad de las categorías por las que riges tu elección, restando valor tanto a la distinción que entregas como a las cintas seleccionadas.
Un premio compartido sólo está justificado ante la categoría excepcional de lo que se premia. Si la Academia de Cine fue capaz de decantarse entre Todo sobre mi madre y La lengua de las mariposas o entre Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto y El día de la bestia, debería haber sido capaz de decidir entre La infiltrada y El 47.
El Goya a la mejor película de este año no será recordado como una distinción compartida, sino como una que quedó en el aire
El Goya a la mejor película de este año no será recordado como una distinción compartida, sino como una que quedó en el aire, sin atreverse a posarse sobre la elegida. Nada sorprendente, por otro lado, para unos tiempos donde la falta de definición, contrariamente a lo que prometen los modernos televisores, también atrapa al cine.
El 47 es una buena película pero, como su premio, está flotando en el vacío. Algunas de sus interpretaciones son notables, el argumento no está mal resuelto y se agradece que aborde una temática alejada del interiorismo emocional. El problema es que ofrece un contexto histórico tan vago que hurta al espectador detalles importantes del suceso real en el que se basa.
Como seguramente muchos de ustedes ya sepan, Manuel Vital, el protagonista, pertenecía al PSUC y Comisiones Obreras, algo que la cinta obvia. No son sólo las siglas. Como bien explicó el historiador Marc Andreu, la expropiación de aquel autobús “no fue un arrebato individual ni espontáneo, sino una acción colectiva y organizada”.
No han sido pocos los que han escrito al respecto desde que la película se estrenó el pasado septiembre, todos desde una sensación agridulce pero desde el respeto a la película de Marcel Barrena. Su director, sin embargo, fue más tajante en una entrevista en El Periódico este pasado enero: “cuando una cosa va bien, hay mucha gente que tiene ganas de meter ahí su casito”.
Más que un tema de ego y oportunismo, como desliza Barrena, se trata de una cuestión de época. La nuestra sufre de un presentismo atroz, donde lo que sucede parece estar ausente de las causas y ajeno a las consecuencias, además de sufrir un sesgo que nos hace entender lo individual como única medida para todas las cosas. Cuarenta años de neoliberalismo no pasan en balde.
No se trata de quitar importancia a la figura de Manuel Vital, sino de afirmar que sin el sindicalismo y sin los partidos obreros, los años 70 en España no hubieran acontecido como conocemos. Fue la condición de trabajadores y trabajadoras organizados lo que permitió a estas personas enfrentar los conflictos laborales, vecinales y democráticos con éxito. No su origen, su lengua o su bondad. Algo que tendríamos más claro si, la pasada década, el adanismo progresista no hubiera deslegitimado el papel obrero en la Transición.
El 47 es una buena película porque es emocionante, como lo son, de otra manera, 1917 de Sam Mendes o Dunkerque de Christopher Nolan. Empatizamos con sus protagonistas, nos horrorizan los peligros que enfrentan y nos motiva el indudable heroísmo que muestran en pantalla. El asunto es que, al dejar al espectador huérfano de circunstancias, le impiden entender por qué pasa lo que pasa, más allá de apelar a la voluntad del individuo y su suerte, algo que en la guerra, ciertamente, apenas importa.
El extraño final de la noche valió también para darnos a conocer un último discurso, aquel con el que se cerraría la ceremonia. Lo pronunció María Luisa Gutiérrez, productora de La Infiltrada, reclamando respeto a las víctimas del terrorismo de ETA, poniendo en valor el papel de la policía y recordando los problemas de los agricultores. El tono, más cercano a la recriminación que a la reivindicación, y el gesto, más próximo al enfado que a la celebración, contrastaron el aplauso unánime del auditorio.
La Infiltrada no había recibido una atención especial por parte de la prensa conservadora, pero su productora tocó el silbato y, al día siguiente, las cabeceras del lado derecho del kiosko entendieron este premio como la venganza contra los titiriteros que tantos años llevaban deseando. Leyendo algunas crónicas parecía que el premio, en vez de otorgado por la Academia con normalidad, había sido conquistado por Gutiérrez tras una cruenta escaramuza.
A veces, que casi todo flote en el vacío tiene sus ventajas, sobre todo a la hora de agitar el agravio. La productora de La Infiltrada deslizó también que la memoria histórica no se ocupaba de las víctimas de ETA, cuando la realidad es que no ha habido un colectivo en España más recordado que este y de una forma más consensuada: calles, plazas, monumentos, homenajes, documentales, ensayos, informativos, leyes y debates parlamentarios así lo atestiguan.
Cuando una demanda carece de contexto sirve como un excelente combustible para extender el sentimiento de ofensa entre tu público. Vivimos un tiempo ridículo donde los multimillonarios dicen rebelarse contra las élites, los charlatanes emitidos en prime time contra la censura y los delincuentes fiscales contra los impuestos. El populismo de derechas ha conseguido usurpar la rebeldía porque a las palabras nada les ata a su sentido. Volavérunt, como el Capricho de Goya, “cabezas tan llenas de gas inflamable, que no necesitan para volar ni globo, ni brujas”.
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