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Los franceses rechazan la reforma del sistema de pensiones
Miles de personas se movilizaban este jueves, en las principales ciudades francesas, en la primera jornada de la huelga indefinida convocada por varios sindicatos. Protestaban así en contra de la reforma de las pensiones que promueve Emmanuel Macron.
Uno de los principales argumentos del Gobierno francés previo a la movilización pasaba por atacar los “regímenes especiales de pensiones” existentes en el país, concretamente 42, por considerar que están detrás de las injusticias y desigualdades. Para el Ejecutivo galo, la reforma de las pensiones se ha de convertir en un instrumento de igualdad que pondría fin a los insoportables privilegios de las minorías beneficiarias. Estamos ante un argumento neoliberal habitual cada vez que se acomete una reforma de las jubilaciones, pero esta vez adquiere una dimensión particular en el sentido de que el sistema por puntos propuesto por el Gobierno sería universal y el mismo para todos. En apariencia, esto facilita aún más que los que se oponen a la reforma parezcan erigirse en defensores de la desigualdad y la injusticia. “La movilización del 5 de diciembre es la de quienes quieren preservar las desigualdades”, llegaba a decir Richard Ferrand, presidente de la Asamblea Nacional.
Sin embargo, esta retórica no funciona. Al igual que en 1995, la mayoría de los franceses apoyan la movilización de los regímenes especiales como una forma de movilización para todos. Y no es una paradoja. La explicación se puede encontrar en lo que son estos regímenes y en lo que dicen sobre la evolución de las relaciones sociales. La defensa de los regímenes especiales, lejos de ser considerada “de clase”, sigue estando a la vanguardia de la defensa de una cierta concepción de la jubilación y de la esperanza de que el régimen general no se gestione en función del coste sino de las necesidades.
Para comprender este fenómeno, hay que retroceder a los orígenes del sistema general de pensiones. Francia luchó por establecer un sistema de pensiones general y sólido. La ley de 1910 sobre las “pensiones de los obreros y campesinos”, aprobada tras 30 años de debate, se reveló como un rotundo fiasco. Su cobertura era mínima, sólo beneficiaba al 5% de los empleados y prometía pensiones de miseria a edades inalcanzables para los trabajadores de la época. “Es una ley para los muertos”, resumirá la CGT de la época. Después de la Primera Guerra Mundial, se reanudaron las negociaciones. Fueron necesarios casi diez años de debates para que el gobierno de Tardieu, que inicia un giro social, aprobara un sistema obligatorio de seguridad social en 1928 y 1930. Pero una vez más, falló su aplicación. En teoría, era obligatorio cotizar. Pero el sistema es complejo y lejos de encontrarse unificado, se divide entre cajas “públicas” y cajas “"afines” gestionadas principalmente por mutuas. Algunas cajas eligen el modelo de distribución, otros el modelo de capitalización. Sobre todo, por razones financieras –estamos en plena agitación de la crisis mundial–, el pago de las pensiones se retrasa y se olvida en gran medida a los pensionistas del momento y a los más pobres.
Por lo tanto, en general, en el período de entreguerras, los sistemas que funcionaban eran sistemas profesionales, a menudo preexistentes. El historiador Antoine Prost señala que “la mayoría de los sectores profesionales que disfrutaban de pensiones en 1939 ya se beneficiaban de ellas en 1914”. Estos regímenes son los antepasados de los “regímenes especiales”. Incluso pueden ser ancianos ya. El régimen de la función pública (funcionarios) se estableció en 1853 bajo el Segundo Imperio. Se trataba en aquel momento de una forma de compensar la adhesión de los empleados del Estado al régimen, pero la República lo mantiene, en parte, para asegurar la lealtad del personal. En otros sitios, las luchas sociales y las luchas de poder determinan la puesta en marcha de regímenes viables y sólidos. Los trabajadores ferroviarios de algunas empresas obtuvieron un plan de pensiones en la década de 1860 y todos ellos contaban ya con uno en 1890. Estos regímenes están diseñados para compensar los salarios relativamente bajos y la dureza del trabajo. Los mineros renuncian a su régimen en 1894. Los electricistas y las compañías de gas cuentan con regímenes inspirados en el de la Compañía de Gas de París de 1858.
Durante el período de entreguerras, se tiende a igualar por arriba estos regímenes laborales. Antoine Prost señala que, hasta 1930, hubo “alineación con los regímenes más beneficiosos”. Así lo ilustra la ley de 1919 que uniformiza los sistemas de los pensionistas de correos, tabaco y fósforos y moneda. En 1922, el régimen de los ferroviarios se unificó (la armonización se había decidido en 1911) casi 15 años antes de la creación de la SNCF. En 1928, el mismo movimiento afectó a electricistas y trabajadores del gas y en 1929 a funcionarios locales. En cada ocasión se opta por las soluciones más beneficiosas para los jubilados. "Como no podíamos disminuir las ventajas de los más favorecidos, las tomamos como modelo", dice Antoine Prost. Este movimiento es muy importante porque desempeñará un papel decisivo en las discusiones sobre la creación de la Seguridad Social en 1945.
Un sistema universal
En ese momento, en efecto, la ambición –y la urgencia– pasa por construir un sistema universal, que cubra de manera uniforme a todos los trabajadores. Esta universalidad responde a las carencias del sistema de 1928-1930: hay que eliminar las diferencias de trato y de sistema para que todos puedan contar con una jubilación digna. Porque los trabajadores aceptarán cotizar con esta condición. Los regímenes de 1910 y 1930 se caracterizaron, en efecto, por la desconfianza de los asalariados, que veían en sus cotizaciones un gasto “a pérdidas” que reducía sus ingresos. El sistema instaurado en noviembre de 1945 pretende contrarrestar dicha impresión; nadie puede ser excluido de un sistema que está garantizado por la participación de todos; ahí radica su "universalidad", que es también la garantía de su éxito. El sistema de distribución que permite pagar a los pensionistas con las cotizaciones actuales al tiempo que se garantiza los derechos futuros es el mayor logro. Porque desde ese momento, los trabajadores pueden ver que sus cotizaciones, gestionadas por sus representantes, representan un salario socializado del que ellos también podrán beneficiarse cuando llegue el momento.
Pero, ¿qué hacer con los regímenes preexistentes que funcionaban bien? La regla de la universalidad habría llevado a fusionarlos en el régimen general. Esta era la posición de la CGT nacional en ese momento. Pero entonces surgió la cuestión del ajuste. De acuerdo con la política de unificación seguida por el Estado desde 1919, habría sido lógico tomar como modelos los sistemas más favorables para que el sistema universal no incurriera en pérdidas, lo que habría logrado precisamente esa autorización de la cotización que constituye la base de la nueva Seguridad Social.
Pero este ajuste al alza parece difícil. Por varias razones. Primero, por falta de recursos. En la Francia de la Liberación, el sistema general de pensiones sólo puede ser una protección aún reducida. Igualar desde arriba parece todavía una perspectiva lejana. La CGT y la izquierda aceptan finalmente el mantenimiento de los regímenes especiales como sistemas “pioneros”, un “horizonte por alcanzar”, como dijo el historiador Michel Dreyfus en una conferencia sobre el tema en 2007. En cierto modo, el mantenimiento de los sistemas preexistentes permitió que se ejerciera una presión al alza en el régimen general. Esto era entonces la garantía de futuras mejoras.
Además, la supresión de estos regímenes parecía impensable a pesar de que una gran parte de la población activa se negaba a entrar en el régimen general: los trabajadores autónomos y los campesinos. Esta negativa a participar en la solidaridad nacional repercutía en la capacidad del régimen general y hacía imposible la integración de los trabajadores en regímenes especiales. ¿Cómo podemos pedirles que hagan sacrificios que algunos de los activos rechazaron?
Por lo tanto, desde el principio, el régimen general no es general. Sin embargo, los regímenes especiales combinan dos razones diferentes: las de aquellos que no quieren participar en el sistema y las de aquellos que, en el espíritu de los fundadores, deben contribuir a la mejora del sistema. En cierto modo, la persistencia de estos regímenes especiales preexistentes supone admitir el fracaso del régimen general: no fue posible alcanzar esta convergencia por arriba. En la lógica que prevaleció desde la década de 1920 hasta 1995, la supresión de estos regímenes sólo podría lograrse si no hubiera perdedores. Durante este período, en agosto de 1953, durante el gobierno de Laniel, sólo se hizo un intento de armonización a la baja de los agentes estatales. La intentona derivó en una huelga de veinte días. Si bien, oficialmente, el gobierno no cedió, nunca aplicó esta armonización. Y durante la reforma de 1967, la propuesta de abolir los regímenes especiales fue discutida y finalmente abandonada.
En 1995, finalmente se rompió el tabú. A partir de ahora, se dará prioridad a la armonización de abajo a arriba con la destrucción de los regímenes especiales. El cambio corresponde a la nueva era neoliberal: se da prioridad a la competitividad de las empresas. Por lo tanto, el Estado debe reducir las cotizaciones y compensar estas bajadas. Para financiar su política de oferta, debe reducir los costes de la seguridad social. Por lo tanto, ya no hay ninguna cuestión de armonización desde arriba.
Los "regímenes especiales" ya no son un horizonte que se ha de alcanzar, sino una carga para el régimen general. Puesto que se afirma que alcanzarlo es imposible, porque es demasiado costoso para la economía, de modo que estos regímenes especiales se convierten en rentas injustificables, privilegios de los beneficiarios, que deben ser destruidos para reducir el coste global del sistema. Pero este cambio de lógica es político, es la derivada del debilitamiento de la seguridad social iniciada en los años noventa y de su corolario, la posibilidad, a partir de ahora, de reducir ciertas beneficios adquiridos. Lo que Clemenceau consideraba imposible en 1919 ha sido presentado, un siglo después, como una medida de igualdad por Emmanuel Macron. A partir de ahora, la igualdad ya no consiste en aumentar las pensiones de la mayoría, sino en reducir las pensiones de algunos.
El proyecto de Emmanuel Macron es la culminación de esta lógica; la desaparición de regímenes especiales de todo tipo es una medida brutal dirigida a la gestión del sistema de pensiones pensando en los costes. El objetivo es mantener un nivel relativamente bajo del gasto en pensiones (13,8% del PIB), independientemente de las consecuencias para el nivel de vida de los pensionistas. A partir de ahi, ya no puede haber un nuevo horizonte como en 1945. En ese momento, el Consejo Nacional de la Resistencia prometía “días felices” y podía imaginar un progreso continuo y una armonización por arriba. Hoy, el Gobierno neoliberal francés promete el control del gasto y la competitividad como horizonte para la felicidad. Y cualquier cosa que incite a gastar más en asuntos sociales debe ser prohibida.
En este cambio, sin embargo, merece la pena prestar atención a un elemento, el discurso de la igualación por abajo neoliberal nunca arraigó realmente fuera de las clases convencidas por estas políticas. Las huelgas de defensa de los regímenes especial se percibieron como huelgas de defensa del régimen general, tal vez porque llevan consigo esta oportunidad de mejora general. Así ocurrió en 1995. Un sondeo reciente muestra que la población no se deja engañar por la retórica falsamente igualitaria del Gobierno. Emmanuel Macron debe tener cuidado; la igualación por abajo sigue siendo, en Francia, entendida como un retroceso social. ____________
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Traducción: Mariola Moreno
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