La guerra colonial que libra Israel contra Palestina en Cisjordania se agrava aún más en la última semana

Entre el 11 y el 17 de marzo han sido asesinados en Cisjordania 5 palestinos y otros 82 han resultado heridos, entre ellos 13 niños. El ejército israelí está llevando a cabo allí una brutal campaña militar desde 2022, decidida por el gobierno anterior tras una ola de atentados en Israel, que se intensificó aún más después del 7 de octubre. Según la ONU, han sido asesinados más de 900 palestinos en esta guerra colonial, eclipsada en parte por las masacres del ejército israelí en Gaza.
Tras el alto el fuego acordado en el enclave palestino el 19 de enero, los soldados israelíes invadieron los campos de refugiados del norte de Cisjordania, obligando a 37.000 personas a huir de sus casas. Al mismo tiempo, las autoridades israelíes avanzan en la anexión de este territorio ocupado, con una serie de cambios legislativos.
“La lógica del Estado israelí, incluso antes de su creación con el movimiento sionista, es la de un proyecto colonial de asentamiento para expulsar a la población autóctona de sus tierras”, analiza Aseel Albajeh, responsable de incidencia política en el Instituto Palestine Institute for Public Diplomacy. “El otro objetivo es controlar esas tierras”. Solo difiere la forma, precisa, en función de dónde vivan las personas palestinas afectadas: en Israel, Cisjordania o Gaza. El Tribunal Internacional de Justicia declaró en julio de 2024 que la ocupación israelí de los territorios palestinos era ilegal.
Este es el repaso a una semana en la vida cotidiana de la Cisjordania sitiada.
Domingo 16 de marzo en Zanuta
La carretera 60 atraviesa Cisjordania de norte a sur. Circulan por ella colonos israelíes con coches de matrícula amarilla y palestinos con vehículos de matrícula blanca. La vía atraviesa un paisaje de colinas: en los últimos años se han construido varios accesos que rodean las ciudades y pueblos palestinos, pero su presencia está oculta. Se ven banderas israelíes por todas partes; en algunas señales, la traducción al árabe de las indicaciones se ha cubierto con pintura negra. En el extremo sur de Cisjordania, justo antes del puesto de control que marca la entrada al territorio israelí y el muro de separación, un pequeño camino de tierra sirve de salida improvisada hacia la aldea de Khirbet Zanuta.
Apenas quedan unas pocas casas de piedra viejas sin techo, uno o dos muros solitarios erigidos en medio del paisaje rocoso. La escuela quedó en gran parte devastada, e incluso fue incendiada un aula. A finales de octubre de 2023, los ataques casi diarios de colonos, en los que varios aldeanos fueron golpeados, expulsaron de sus hogares a los 250 palestinos que vivían aquí.
En agosto de 2024, intentaron volver a instalarse en sus casas, tras una decisión judicial que obligaba al Estado israelí a protegerlas, pero los ataques se reanudaron y tuvieron que volver a marcharse.
El 3 de febrero, el Tribunal Supremo ordenó a las fuerzas de seguridad israelíes que dejaran a los habitantes regresar a Zanuta y les permitieran llevar a cabo trabajos de rehabilitación en la aldea devastada. Este triunfo, conseguido gracias al apoyo de la organización de defensa de los derechos civiles Haqel, es único.
Entre el 1º de enero de 2023 y el 31 de enero de 2025, la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) documentó el desplazamiento forzado de 2.275 palestinos, entre ellos más de 1.000 niños, debido a la violencia de los colonos y a las restricciones de acceso a sus tierras. Desde el 10 de marzo, un puñado de hombres, entre los que se encuentra Mustafa al-Tel, regresan cada día para pasar unas horas en Zanuta. Pero su alegría es cautelosa. Se necesitarán varios meses para rehabilitarlo todo.
“Estoy contento, espero volver a plantar pronto”, dice el obrero que, antes del 7 de octubre, trabajaba en la construcción en Israel. En medio de su campo, junto a la escuela, a la entrada de la aldea, recoge un enorme ramillete de tomillo. Casi todos sus olivos han desaparecido, sus pocas vides han sido destrozadas. “Esta es la tierra de mi padre, de mi abuelo...”, recuerda Mustafá, de 65 años, con nueve hijos y cuarenta nietos. Antes de octubre de 2023, vivía en Zanuta a temporadas. Ahora vive en un piso en la ciudad vecina de Dahriyah, “rodeado de hormigón”. “Aquí es diferente, se ve el horizonte”, exclama abriendo los brazos.
Mustafa señala la colina frente a la entrada del pueblo. Hace unas semanas comenzaron las obras de excavación para construir una nueva colonia. En octubre de 2024, la ONG israelí contra la colonización La Paix maintenant (Paz ya) contabilizaba cuarenta y tres nuevos puestos avanzados ilegales como este que han aparecido en Cisjordania desde el 7 de octubre. En las tres décadas anteriores, el promedio era de siete por año. Zanuta está rodeada: a un lado, una zona industrial israelí ilegal; detrás, una granja que sirve de puesto de avanzada, instalada hace más de cinco años. “Es una guerra silenciosa”, afirma Mustafá.
Ese mismo día, un pastor palestino de 18 años fue golpeado y atacado con gas pimienta por colonos israelíes cerca de Hebrón, un poco al norte de Zanuta. Perdió el conocimiento. “Los atacantes procedían de un puesto de avanzada de colonos recientemente instalado cerca de la comunidad”, informó la OCHA, que registra los ataques en los territorios palestinos ocupados.
Martes 18 de marzo, en Jalboun y Sebastia
En su cómodo salón perfectamente ordenado, Refaat Abu Alrub muestra la cita, en hebreo y en árabe, que el ejército le envió el día anterior. El 30 de marzo deberá presentarse ante el tribunal de Beit El, una colonia cercana a Ramala, que tomará nota con precisión de todos los detalles de su casa, situada un poco alejada del pueblo de Jalboun, en el extremo norte de Cisjordania, en las afueras de Yenín.
El edificio de 120 metros cuadrados se construyó en 2016, en la zona C, bajo control israelí. Obtener un permiso de construcción allí es prácticamente imposible para un palestino. Este padre de 34 años, que tiene dos hijos pequeños, vivirá entonces bajo una espada de Damocles sobre su cabeza: si la administración israelí detecta el más mínimo cambio en su vivienda, incluso una cuerda de tender la ropa que no estaba allí hace dos meses, puede ordenar su demolición.
Refaat Abu Alrub se gira y señala un montón de escombros en una colina que se ve desde la ventana. “Derribaron esta casa el pasado agosto. Era de los años setenta”, explica. “No paro de darle vueltas desde ayer. No tengo otra casa. ¿Adónde podría ir?”
Según el alcalde del pueblo, Ibrahim Abu Alrub, están en peligro de demolición veintiséis casas y cuatro ya han sido destruidas. El ejército israelí también ha anunciado que confiscará 120 dunums (12 hectáreas) de tierras del pueblo. “Pensábamos que afectaría a las casas cercanas al muro de separación [situado en las afueras de Jalboun, ndr]. Pero empezaron a mandar avisos a zonas que están dentro del pueblo”, observa.
El día anterior, los soldados israelíes entraron en el pueblo durante el tarawih, las oraciones que marcan el ritmo de las noches del mes de Ramadán
Las incursiones del ejército también se han intensificado en los últimos cuatro meses. “Antes salía a gritarles. Ahora, si asomo la cabeza fuera de casa, me disparan”, suspira este enérgico alcalde de 70 años, con el pelo canoso peinado hacia atrás. En febrero y abril de 2024, unos palestinos abrieron fuego contra el kibutz de Meirav, justo al otro lado de la “línea verde”, en territorio israelí. El oficial de enlace israelí sabe que los hombres que dispararon no son de Jalbún, insiste el alcalde. “¿Por qué nos castigáis?”, le preguntó. “Me respondió que ese era el protocolo”, relata Ibrahim Abu Alrub. El ejército defiende las redadas que tienen como objetivo “alejar a los terroristas del pueblo y evitar los disparos contra las colonias israelíes. [...] El número de tiroteos ha disminuido considerablemente”.
El día anterior, los soldados israelíes entraron en el pueblo durante el tarawih, las oraciones que marcan el ritmo de las noches del mes de Ramadán. Rodearon la casa de Julud Abu Alrub y la de su suegra, justo al lado. Un militar le dijo en inglés: “Tenéis cinco minutos. Coged todos vuestros documentos de identidad, teléfonos, comida, dinero, medicinas y salid de la casa”. Esta profesora de 38 años habla rápido, con muchos detalles. “Eran unos treinta, tres brigadas”, dice. Con su marido, sus dos hijos, de 9 y 13 años, y tres de sus sobrinos, el más pequeño de 2 años, huyó a casa de su cuñada, un poco más abajo.
Durante varias horas, los soldados lanzaron granadas ensordecedoras y gas lacrimógeno y dispararon desde el tejado de la casa de su suegra. Luego, alrededor de las 2 de la mañana, la familia notó que los coches volvían a circular por la carretera vecina: los militares se habían ido. A veces permanecen varios días o incluso semanas en las casas, afirma el alcalde. “¡Y son los habitantes los que tienen que pagar las facturas de agua y electricidad que dejan!”.
Se tarda una buena hora en llegar por caminos alternativos desde Jalbún a Sebastia, un pueblo situado en lo alto de una colina en las cercanías de Nablus. Entre los bloques de hormigón y la arquitectura militar, la naturaleza estalla en colores en este comienzo de primavera. Aquí también las incursiones militares son diarias, por lo general por la noche.
Abro para no quedarme en casa
“Se comportan como delincuentes porque saben que gozan de total impunidad”, dice el alcalde, Mohammed Azzam. El 19 de enero, un chaval de 14 años, Ahmed Jazar, fue asesinado cuando salía a buscar pan. Es el único mártir desde el 7 de octubre en Sebastia. El ejército dice que está investigando, sin dar más detalles. Afirma que los palestinos utilizan láseres prohibidos en Cisjordania y lanzan cócteles molotov. La familia de la víctima refuta la historia de los láseres: es un pretexto.
Según el alcalde, el año pasado, diecisiete jóvenes se fueron a probar suerte en el extranjero: Noruega, España, Canadá. “No nos gusta que los palestinos se vayan, pero sus familias tenían miedo por ellos”, subraya con sobriedad. La economía del pueblo se ha hundido, privada de los ingresos de los cuatrocientos palestinos que trabajaban en Israel —los permisos se cancelaron después del 7 de octubre— y de los ingresos generado por el turismo.
Sebastia es una parada obligatoria en las rutas de peregrinación cristiana: se dice que San Juan Bautista está enterrado allí. Se extiende junto a las ruinas de la ciudad romana de Sebaste, construida en el año 25 a. C. Para los judíos, fue la capital de Samaria, el reino hebreo del norte, en los siglos IX y VIII antes de nuestra era. También sobre Sebastia se construyó una de las primeras colonias israelíes después de 1967, Shavei Shomron, cuyo nombre significa “los que regresan a Samaria”.
La entrada del yacimiento arqueológico está desierta. Sin embargo, Hafez Kayed viene todos los días a su tienda de recuerdos: “La abro para no quedarme en casa”. Tras la crisis de la covid-19, “el turismo volvió con fuerza. Dos días antes del 7 de octubre, tenía ocho grupos”, dice el sexagenario, que también tiene un restaurante. Ha vivido las dos Intifadas y periodos de crisis. Pero ahora, “nos dirigimos hacia algo diferente. La anexión, las destrucciones, todo está evolucionando muy rápido...”. Ese día, los habitantes de Sebastia también están conmocionados porque las masacres israelíes han vuelto a Gaza. Israel ha roto el alto el fuego. En pocas horas, durante la noche, han sido asesinadas más de cuatrocientas personas. “Todos somos palestinos”, susurra Hafez Kayed.
Por la noche, el ejército invadió el campo de Al-Aïn, en Nablús, un poco más al sur de Sebastia. Fue asesinado un palestino. Al día siguiente, el 19 de marzo, el ejército informó a la administración palestina que destruiría sesenta y seis casas en el campo de refugiados de Yenín.
Domingo 23 de marzo, Bardala
Alrededor de los coches que esperan bajo el sol hay un enjambre de abejas zumbando. Durante media hora no ha pasado ningún vehículo por el puesto de control de Hamra, al este de Nablus, en dirección al valle del Jordán. Luego, los militares hacen señas para que avancen. Se inspecciona cada coche, se comprueban los documentos de identidad, se abre el maletero y se registran los bolsos. Sin embargo, a ambos lados, la carretera se encuentra en territorio palestino ocupado. Los soldados han trazado las palabras Love Israel rodeadas de estrellas de David en uno de los bloques de hormigón que obstaculizan el paso. La OCHA ha contabilizado 849 puestos de control, barreras y otros obstáculos a la circulación construidos por Israel en Cisjordania para impedir los desplazamientos de los palestinos.
En su tienda de comestibles a la entrada del pueblo de Bardala, al norte, al final del valle del Jordán, en la frontera con el territorio israelí, Mounir Sawafta cuenta que Hamra es ahora el único punto de paso para ir al oeste de Cisjordania. “Tubas es la gran ciudad vecina. Antes se tardaba un cuarto de hora en coche. ¡Ahora tardas más que en llegar a Francia!”, bromea con amargura, mientras limpia un sillón de plástico destinado a los charlatanes de paso. “Durante las noches de Ramadán, ya no vamos allí a ver a la familia, todo se hace por teléfono.”
La ruta habitual, por Tayasir, lleva bloqueada más de cuarenta y cinco días. Los precios se han disparado: un aumento del 15 % en productos básicos como el arroz, el azúcar y la harina, “debido a los desvíos”, asegura este comerciante de barba arreglada. La situación se ha vuelto insostenible para los habitantes palestinos de este fértil valle, que representa algo menos de un tercio de Cisjordania. “Ya no tengo acceso al 90 % de las zonas de alrededor. Antes, sobre todo en primavera, íbamos de picnic con los niños”, lamenta el padre de 48 años.
En una de las casas a las afueras del pueblo, Rachid Khdeiri está preocupado por una nueva carretera israelí en construcción que rodeará el pueblo. El siguiente paso, teme este activista de la red Jordan Valley Solidarity, que intenta proteger la presencia de los palestinos en la zona, es que acaben poniendo una barrera y que solo los habitantes de Bardala puedan acceder a las tierras del pueblo.
Desde el 7 de octubre, han surgido tres nuevas colonias israelíes en los alrededores, una de ellas justo enfrente de Bardala. El 5 de febrero, dos hermanos del pueblo fueron atacados por los colonos y a uno de ellos, Abdallah Abu Alsheikh, le rompieron cinco dientes, informa Rachid Khdeiri mostrando una foto del informe médico. Por eso, algunos habitantes “ahora se quedan despiertos hasta las dos o las tres de la madrugada, por miedo a que lleguen los colonos”.
Bardala también se va muriendo de otra manera. El pueblo vive “en un 90 % de la agricultura”, explica el agricultor de 42 años, cuya familia posee unas 750 dunums (75 hectáreas) de tierra y está situado sobre abundantes acuíferos. A mediados de los años setenta, la compañía de agua israelí Mekorot hizo cerrar el pozo del pueblo, que producía 240 metros cúbicos por hora, y ofreció a cambio suministrar agua a los palestinos de la zona, cuenta Rachid mientras enrolla un cigarrillo.
El representante del pueblo de entonces aceptó: Bardala aún no estaba conectada a la red eléctrica y bombear agua del pozo gastaba mucho combustible. Desde mediados de los años noventa, el caudal prometido por Mekorot se ha ido reduciendo poco a poco. Entonces, los habitantes han venido extrayendo ilegalmente el agua de su propia fuente de las canalizaciones de la compañía israelí. Esas tuberías ilegales son destruidas cada poco por las fuerzas del orden israelíes.
La ONU determina que la ocupación israelí en territorio palestino es ilegal
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“No tenemos otra solución”, insiste el padre de familia. “Utilizan el agua como arma para hacernos emigrar o para que acabemos trabajando en sus colonias. No cultivamos nuestras tierras solo para ganar dinero, sino porque es parte de nuestra herencia”. Está convencido de que los israelíes “no quieren la paz”, y mucho menos una solución de dos Estados. Sin embargo, dice con un toque de cinismo, los colonos también viven encerrados, atrincherados en urbanizaciones con barreras, guardias, cámaras y armas. “El verdadera peligro”, concluye Rachid Khdeiri, “es el silencio internacional. ¿Dónde están? ¡Vengan a ver cómo vivimos!”
Traducción de Miguel López