Desde el centro de Zaporiyia, una inmensa ciudad industrial, no se ve la central. Sólo se adivina su presencia, a 60 kilómetros, río abajo. Para verla, hay que conducir hacia el oeste, hasta Nikopol, donde se distingue la silueta de sus dos torres de refrigeración y los edificios que albergan sus seis reactores nucleares.
La central nuclear de Zaporiyia, la mayor de Europa, es una sombra sobre la ciudad que le dio nombre. Para sus habitantes, la infraestructura, que entró en funcionamiento en la década de 1980, ha proporcionado puestos de trabajo y una forma de orgullo. Desde hace más de un año está en manos de las fuerzas armadas rusas y se ha convertido en un símbolo a reconquistar, así como en una fuente de preocupación generalizada.
Han quedado lejos las escenas de las primeras semanas de la guerra, o incluso del otoño, marcado por varios ataques cerca de la central, cuando muchos habitantes de la ciudad buscaban pastillas de yodo, haciendo cola ante farmacias y centros de salud. Hoy, en una de las farmacias de la avenida de la Catedral, en el distrito de Oleksandrivskyi, los clientes que preguntan por ellas causan cierta sorpresa. “Hace tiempo que no tenemos", explica el farmacéutico, que añade, como para justificar el no haber guardado existencias: "Todos los que creían necesitarlo lo compraron".
La ingesta de yoduro potásico está considerada por la Autoridad Francesa de Seguridad Nuclear como un "medio de proteger eficazmente la tiroides contra los efectos de las emisiones de yodo radiactivo que podrían producirse en caso de accidente nuclear", siempre que se acuda además a un "refugio". Pero aunque en Polonia, Finlandia e incluso Francia, a varios miles de kilómetros de la central, las primeras informaciones sobre los riesgos nucleares llevaron a la gente a hacer acopio de yodo, en Zaporiyia, que sería la primera población afectada en caso de accidente, no todo el mundo ha adquirido la preciada pastilla.
"¿Yodo? No tengo. Si hay un accidente en la central, entiendo que es mejor huir, y para huir, el yodo no sirve de mucho", dice sonriendo Vasylchuk Gennadiy, vicerrector de la Universidad de Zaporiyia y concejal del ayuntamiento. Como medida de precaución, prefiere "tener siempre lleno el depósito del coche y la maleta preparada". No tanto por él, dice, porque como cargo municipal "no será el primero en marcharse", sino para poner a salvo rápidamente a su familia. Su hijo, alistado en las fuerzas armadas ucranianas, acaba de ser papá de una niña de un mes.
El riesgo de accidente es muy real. Desde el comienzo de la guerra, el perímetro de la central ha sufrido ataques de artillería, de los que rusos y ucranianos se culpan mutuamente. Los científicos están preocupados por la capacidad de la planta, ahora parada, para enfriar con seguridad su combustible nuclear. Los empleados ucranianos de la central están sometidos a una intensa presión y las fuerzas rusas han pertrechado el lugar con "equipo militar, munición y armas", según el jefe de la Autoridad Ucraniana de Seguridad Nuclear (SNRIU), Oleg Korikov. Así lo confirman las visitas del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) y las imágenes por satélite.
Oleg Korikov afirma también que los rusos "han hecho modificaciones ilegales en el almacén seco de combustible gastado", que "han llevado a cabo construcciones ilegales cerca de la central diésel de emergencia de la unidad 6" y que "el centro de crisis interno de la central, encargado de responder a posibles emergencias, ha sido puesto fuera de servicio por los ocupantes y desmantelado".
Miedo a los ataques, preocupación por los familiares
Aunque parezca a veces que los habitantes de la región asumen este riesgo con cierto desapego, en sus vidas no faltan, por desgracia, otras fuentes de preocupación. En el centro de la ciudad, en el último piso de un gris edificio administrativo, el trasiego de la sala común de un pequeño albergue para desplazados da una buena idea del tipo de preocupaciones. El sábado 15 de abril, algunos de los residentes hablaban sobre los últimos avisos de ataque aéreo. Zaporiyia está al alcance de los temidos misiles S-300 rusos, que suelen causar víctimas.
Algunos teclean en sus teléfonos, tratando de averiguar si sus parientes que viven no muy lejos del frente, a pocos kilómetros al sur de la ciudad, están bien. En un rincón, preparando té, hay una pareja de Melitopol que responde secamente que no conoce a nadie aquí en la ciudad y que no tienen intención de quedarse. Entendemos, entre líneas, que no ven con malos ojos la presencia rusa. ¿Cómo podremos vivir juntos mientras sigan cayendo bombas, y más aún cuando vuelva la paz?
Está también Vladimir, de 65 años, que aparenta quince más. Quiere levantarse de su silla y ponerse de pie, tambaleándose ligeramente sobre su cacha, para contar su historia: el 27 de febrero de 2022, explica, "soldados rusos llegaron a su casa en Mariúpol, se llevaron el coche, destrozaron el interior de la casa, donde no había grandes riquezas, y mataron a su mujer". Ahora está solo, con dos de sus hijos viviendo en Rusia –"Me dicen que no entiendo nada"– y una hija en Hungría que querría acogerle pero no quiere molestarla.
Aunque los rusos pueden ser imprevisibles o estúpidos, saben que serán los primeros en contaminarse.
"Nuestros temores están dispersos: tememos un accidente en la central, pero también los ataques, los misiles que maten a nuestros familiares...", resume el vicerrector de la universidad, Vasylchuk Gennadiy. "Los temores se mezclan y, a decir verdad, nos estamos cansando de tener miedo". Sin embargo, este historiador trata de racionalizar: "La distancia entre la central nuclear y París o Marsella es mucho mayor que la distancia entre la central y Rostov o Simferopol en Crimea (anexionada por Moscú en 2014). Aunque los rusos puedan ser imprevisibles o estúpidos, saben que serán los primeros en contaminarse", opina.
Y añade un último motivo de tranquilidad, sorprendente a primera vista: "En Ucrania ya hemos sobrevivido a la catástrofe de Chernóbil. Sabemos que es muy duro, muy peligroso, pero ya hemos sobrevivido a una historia así. Eso no significa que no tengamos miedo, pero donde en otras partes del mundo la gente tiene un miedo irracional, nosotros tenemos un miedo ‘realista’, entendemos los riesgos.”
En una de las habitaciones del hogar para desplazados, están jugando los cuatro hijos de Natalia Kosinova. Uno trata de coger un cerdito que cuelga de la litera. Antes de la guerra, la familia vivía en Enerhodar, una pequeña ciudad dormitorio junto a la central nuclear. Llegaron a Zaporiyia en junio de 2022 para "huir de la ocupación rusa". Natalia Kosinova admite que, incluso antes de la guerra, vivir a la sombra de la central no era fácil: "Por supuesto, cuando vives en este tipo de lugares, siempre temes por la salud de tus hijos".
Pero hoy, su principal preocupación es cómo tener noticias de una de sus hijas que sigue allí: "Es difícil porque no tenemos Internet. Estoy preocupada. Tiene 19 años, es joven, hay ataques y hay rusos", resume de forma sibilina.
Cuando era vecina de la central, en Enerhodar, esta mujer de unos cuarenta años había recibido pastillas de yodo de las autoridades. Las dejó allí cuando partió hacia Zaporiyia. Cuándo acabe la guerra espera volver a su casa, reunirse con su familia y reanudar su trabajo como empleada del comedor en la central nuclear.
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Este reportaje se ha realizado en Zaporiyia y su región entre el 14 y el 17 de abril. Todas las personas mencionadas han sido entrevistadas allí, a excepción de Oleg Korikov, de la Autoridad Ucraniana de Seguridad Nuclear (SNRIU), que fue entrevistado por correo electrónico y nos respondió el 25 de abril. Nadiya Pavlova contribuyó a este artículo como mediadora e intérprete.
Traducción de Miguel López