Más impuestos para los más ricos, una idea que va calando en gobiernos de todo el mundo y de todo signo

Elon Musk y Javier Milei durante una visita del presidente argentino a la fábrica de Tesla en Texas.

Martine Orange (Mediapart)

Nadie habría apostado a que Giorgia Meloni se atrevería a introducir una medida tan alejada de sus referencias políticas. A principios de agosto, la presidenta del Consejo italiano anunció su intención de gravar –un poco– a los ricos. En un momento en que Italia, al igual que Francia, está sometida a un procedimiento europeo por déficit excesivo, el gobierno, en el marco de su próximo presupuesto, propone duplicar el impuesto fijado sobre las rentas extranjeras de las personas adineradas que vayan a vivir al país: de 100.000 euros, pasará a 200.000 euros, sea cual sea el nivel de riqueza.

La medida es bastante simbólica, pero representa un giro de 180 grados, al igual que la retórica política que la ha acompañado. Si hasta ahora Italia se había declarado hostil a cualquier imposición sobre las personas más ricas, el ministro italiano de Economía, Giancarlo Giorgetti, admitió que era muy difícil de evaluar el impacto de esa medida, introducida en 2017 y destinada a atraer a las grandes fortunas.  Se mostró además contrario a cualquier política fiscal que favorezca a los más ricos: “Rechazamos la competencia fiscal, porque países como Italia, que tienen un margen de maniobra presupuestario limitado, solo pueden perder”, reconoció en rueda de prensa.

En el otro extremo del espectro político, el nuevo gobierno laborista británico se plantea seguir el mismo camino. Nada más ser nombrado, el primer ministro, Keir Starmer, puso en marcha una auditoría de las cuentas públicas. Los resultados fueron desastrosos: el gobierno de Rishi Sunak, considerado por definición un buen gestor por ser de derechas, dejó un agujero de 22.000 millones de libras (25.800 millones de euros). La ministra de Economía, Rachel Reeves, no ocultó sus intenciones: esta vez, el Gobierno no sólo iba a hacer recortes en los presupuestos sociales y en los hogares, sino también en las grandes fortunas. Con ello, prometía poner fin a la política de cuarenta años de favorecer a los más ricos.

La reacción ha sido inmediata y todos los interesados se apuntan ya a la competencia fiscal: Singapur, Dubai y Abu Dhabi, convertidos en los nuevos paraísos fiscales de los multimillonarios –y ahora en los centros mundiales del dinero negro– están encantados de acoger a los ricos y así lo hacen saber.

Muchos auguran ya una huida desbocada de capitales de Gran Bretaña, el descontento de los inversores con la City y el hundimiento del mercado inmobiliario londinense.

En Estados Unidos reaparece la misma amenaza tras la presentación del programa económico de Kamala Harris. Retomando un plan presentado por Joe Biden, la candidata presidencial demócrata ha prometido intensificar la lucha contra la evasión y la elusión fiscales y aumentar los  impuestos a los más ricos.

La perspectiva de tener que pagar algún día más impuestos que sus secretarias, como señaló el multimillonario Warren Buffet hace más de una década, hace temblar a muchos multimillonarios. Aunque algunos de ellos lanzaron en Davos el movimiento "Tax us", no son muchos los que están dispuestos a contribuir al gasto público. Entre bastidores, grandes fortunas, financieros de Wall Street y asesores de todo tipo que llevan décadas trabajando en la evasión fiscal y la gestión discreta de las grandes fortunas empiezan a movilizarse para cortar de raíz la idea.

Inestabilidad financiera, peligro democrático

Pero esta vez podrían fracasar. Las colosales deudas acumuladas en todo el mundo, los crecientes déficits presupuestarios y las gigantescas inversiones necesarias para llevar a cabo la transición ecológica obligan a los gobiernos a tomar medidas que no pueden apoyarse únicamente en las clases medias, cada día más pobres.

Según un estudio de la Tax Justice Network, publicado el domingo 18 de agosto, un impuesto global sobre la riqueza de los ricos, inspirado en el impuesto de solidaridad sobre el patrimonio introducido por el gobierno socialista español, podría recaudar dos billones de dólares (1,8 billones de euros). Los gobiernos difícilmente pueden descartar una medida semejante sin estudiarla, en un momento de desafíos financieros y climáticos, aunque el rendimiento sea mucho más limitado que las sumas presentadas por el estudio.

Además, la acumulación sin precedentes de riqueza en unas pocas manos y la ampliación histórica de las desigualdades han alcanzado tales proporciones que constituyen ya una amenaza que va mucho más allá de la injusticia fiscal y el cumplimiento de las obligaciones tributarias. Es un riesgo para la estabilidad financiera y un peligro democrático que los gobiernos no pueden seguir ignorando.

Año tras año, ONG como Oxfam, Transparency International y otras revelan las cifras cada vez más asombrosas de la acumulación de riqueza por parte de los más ricos. Desde la crisis financiera de 2008, ha sido una auténtica explosión: la comunidad financiera y los ricos han acaparado más del 90% de las políticas monetarias ultra acomodaticias utilizadas para rescatar el sistema financiero y económico mundial.

Los bancos centrales que alimentaron el fenómeno no pueden eximirse de sus responsabilidades invocando su independencia y neutralidad. Miles y miles de millones de dólares offshore, no taxados, vagan ahora por la esfera financiera, moviéndose a la velocidad de la luz en busca de las ganancias más fáciles, a riesgo de provocar una catástrofe.

El último temblor, el 5 de agosto en la Bolsa de Tokio, ilustra perfectamente las amenazas que se ciernen sobre la estabilidad financiera de todo el sistema: el movimiento de cientos de miles de millones de dólares fuera de los mercados japoneses en el espacio de unas horas –porque el Banco de Japón había osado subir los tipos de interés un 0,25%– estuvo a punto de desencadenar un pánico general y provocar un auténtico terremoto, si no se hubiera frenado a tiempo. Gravar ese capital para recuperar su control es una necesidad y corresponde a los bancos centrales decirlo y tomar medidas para hacerlo posible.

¿Hacia un impuesto mundial?

Pero más allá de eso, estas acumulaciones sin precedentes de riqueza en pocas manos, fuente de inestabilidades socioeconómicas, son una amenaza creciente para la democracia.

Las cifras de los individuos más ricos del mundo ya están dando que hablar. Sólo los diez mayores multimillonarios –encabezados por Elon Musk (Tesla, SpaceX), Jeff Bezos (Amazon) y Bernard Arnault (LVMH)– suman una riqueza conjunta de 1,6 billones de dólares, equivalente al PIB de España, según la última clasificación de Bloomberg.

Cada año son más ricos y poderosos. Al ritmo al que crecen sus fortunas (+20% de media), algunos apuestan a que las fortunas de ciertos multimillonarios, principalmente del sector digital, podrían alcanzar el billón de dólares en una década, lo que les llevaría a superar a muchos países ricos del mundo.

Sin esperar, esos multimillonarios ya están dejando sentir su influencia en las decisiones gubernamentales. Aunque Elon Musk está muy por delante de los demás, los otros no se privan de hacer sentir su poder, y van mucho más allá de los juegos de influencia de los grupos de presión. Tanto es así que el senador Bernie Sanders expresó recientemente su preocupación por que la democracia esté dando paso a la oligarquía.

Este temor es cada vez más compartido. Asociaciones de Suiza han lanzado un debate sobre la creación de un impuesto federal de sucesiones: por encima de 50 millones de francos suizos (52,5 millones de euros), el Estado deduciría la mitad de la fortuna. La propuesta debe someterse a referéndum. El Gobierno ha indicado que se opone a la propuesta, que amenaza su reputación de paraíso para los ricos. Pero la cuestión dista mucho de estar zanjada, dada la exasperación de la opinión pública ante las prebendas concedidas a los poderosos.

El debate se ha globalizado. En la última reunión del G20 en Río (Brasil), los ministros de Economía dieron su apoyo al estudio del principio de un impuesto global sobre las mayores fortunas del mundo.

Invitado por el presidente brasileño Lula a asesorar al G20 sobre esta cuestión, el economista Gabriel Zucman elaboró un informe detonante: según sus cálculos, los multimillonarios, aprovechando todas las lagunas legales y los fallos de los sistemas fiscales, pagan una media del 0,3% de impuestos sobre su fortuna. Gravar la riqueza de las 3.000 personas más ricas con sólo un 2% cada año reportaría entre 200.000 y 250.000 millones de dólares anuales.

La aldea gala resiste

Mientras gana terreno en muchos países la idea de gravar a los más ricos en nombre de la igualdad fiscal y la equidad democrática y social, sólo un país parece negarse a debatir la cuestión y resistirse a cualquier cambio: Francia.

En mayo, durante la reunión del G20 en Río de Janeiro, Bruno Le Maire, el ministro de Finanzas ahora en funciones, no fue el último en subir al estrado y presentarse como ferviente partidario de gravar a los ricos. Debió ser sólo para ser el centro de atención por poco tiempo, porque a su regreso él mismo descartó cualquier revisión del sistema fiscal, especialmente para los más ricos, aunque fuera temporal, incluso para hacer frente al deterioro de las cuentas públicas.

A pesar de su fracaso en las elecciones legislativas, la posición del gobierno francés dimisionario, como la de Emmanuel Macron, no ha cambiado. Desde confidencias hasta pequeñas frases susurradas al oído de sus invitados a cenar, el presidente hace saber que está fuera de toda duda cambiar su política, a pesar de haber sido desautorizado en las urnas, o modificar los grandes ejes presupuestarios fijados desde que llegó al poder. Y acogió con indisimulada satisfacción el "pacto legislativo" de la derecha, rechazando categóricamente cualquier aumento de la fiscalidad o del impuesto sobre el patrimonio (ISF).

Según explican la derecha y los macronistas, retocar el ISF, revisar el “impuesto único” sobre las rentas del capital, incluso modificar ligeramente la escala del impuesto sobre la renta, destruiría irremediablemente el atractivo de Francia, ahuyentaría a los inversores y a los capitales, y provocaría un nuevo éxodo de las grandes fortunas.

Esos argumentos, usados hasta la saciedad, nunca se han podido concretizar. En sus distintos informes, France Stratégie, aunque no muy iconoclasta, ha dicho que era incapaz de medir los efectos beneficiosos de la supresión del impuesto sobre el patrimonio sobre el atractivo de Francia. Tampoco ha podido cifrar cuántos exiliados fiscales han regresado a Francia tras la supresión de los distintos impuestos sobre el capital, presentados como “confiscatorios”. En cuanto a las inversiones extranjeras, se trata principalmente de inversiones financieras que se van tan rápidamente como llegaron a la primera de cambio, como lo demuestra la multitud de quiebras de empresas en la actualidad, abandonadas de la noche a la mañana por sus accionistas.

Las consecuencias de esta política también son bien conocidas: una reducción sin precedentes de los ingresos públicos que conduce a déficits importantes, políticas de austeridad que se traducen en la destrucción de los servicios públicos, especialmente la sanidad y la educación, y de las conquistas sociales.

Incluso derrotado, Macron está más decidido que nunca a hacer frente a esta competencia fiscal internacional. Aunque sea suicida, aunque otros países, dándose cuenta de sus errores pasados, estén en proceso de cuestionar sus dogmas, para él su opción es la ganadora: Francia tiene 827.000 millonarios, según un estudio de Capgemini. Ocupa el quinto puesto mundial en número de multimillonarios.

Bajar los impuestos (a los más ricos) nos empobrece

Mientras, el poder adquisitivo de los trabajadores ha caído un 3% entre 2022 y 2023 y Francia tiene más de 9 millones de hogares por debajo del umbral de la pobreza, su nivel más alto desde los años setenta.

 

Traducción de Miguel López

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