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¿Una Irlanda reunificada? La UE enterró el hacha de guerra, pero el 'Brexit' la ha desenterrado

La bandera del 100º aniversario de Irlanda del Norte ondea al viento desde un mástil adosado a una casa en la zona de Longstone Road, en Lisburn.

Antoine Perraud (Mediapart)

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En la República de Irlanda se eclipsó Charles de Gaulle, convertido en rey Lear, tras perder el referéndum de abril de 1969. Ese año, del 10 de mayo al 19 de junio, el viejo general se exilió para no estar en suelo francés el 18 de junio; como lo haría en 1970 en la España de Franco y como estaba previsto que lo hiciera en 1971 en la China de Mao, pero la muerte decidió otra cosa.

En Irlanda, la tierra de sus ancestros maternos (del clan McCartan), el fundador de la Quinta República recorría las dunas de Derrynane, al oeste de Cork: una figura alta y gloriosa retirada del mundo. Sin embargo, iba a conocer a otro gigante de su clase, el presidente Éamon de Valera (1882-1975), ocho años mayor que él pero todavía en el cargo; el superviviente cubierto de gloria de las Pascuas sangrientas de Dublín.

El lunes de Pascua, el 24 de abril de 1916, los nacionalistas irlandeses del Sinn Féin y la hermandad IRB (Irish Republican Brotherhood) se sublevaron contra el colonialismo inglés. La población no les siguió, galvanizada por el esfuerzo bélico: 200.000 ciudadanos irlandeses se habían alistado como voluntarios en el Ejército británico para luchar contra Alemania. Y Londres, enfurecido por esta puñalada por la espalda, reprimió sin piedad el movimiento y luego condenó a los líderes, con la excepción de Éamon de Valera, ciudadano estadounidense, que se libró de la ejecución.

Sin embargo, las secuelas del fracaso revolucionario de 1916 hicieron mella en la opinión pública, conmovida por la ferocidad inglesa: el domingo 21 de noviembre de 1920, el Ejército británico disparó contra una multitud que asistía a un partido de fútbol gaélico en el Croke Park de Dublín, matando a 14 personas. El separatismo se iba a imponer. El 3 de mayo de 1921, hace 100 años, Irlanda lograba su independencia dividida: seis condados del Norte, de mayoría protestante, seguían perteneciendo a la Corona británica. Esto indignó a Éamon de Valera y al Sinn Féin, críticos con esta amputación, avalada por el clero católico y por una clase política moderada que se conformaba con una emancipación fragmentada.

Menos de medio siglo después, enfrentado al presidente de Valera, que era a la vez un testigo y una bomba de relojería política que vilipendiaba a Londres, Charles de Gaulle reactivó el contencioso irlandés-británico. “Ustedes no son continentales”, comentó el general, todavía aficionado a la tautología. Éamon de Valera respondió: “Queremos serlo. El enemigo británico es una pantalla entre Europa y nosotros”. Las heridas aún estaban abiertas en 1969.

Al día siguiente, el 19 de junio, poco antes de regresar a Francia y a Colombey, Charles de Gaulle mete todavía más el dedo en la llaga durante un brindis en el castillo de Dublín, donde es el invitado del Taoiseach (primer ministro) Jack Lynch. El francés citó los grandes nombres vinculados, desde el siglo XVII hasta el XX, a la lucha irlandesa contra el colonialismo londinense: “Está el ejemplo que siempre habéis dado, que siempre ha dado vuestro pueblo, tan valiente, tan noble, tan generoso, y cuyos héroes están en la memoria de todos nosotros: Sarsfield, por supuesto, pero también Wolfe Tone y también O'Connell y también Parnell, también Valera y tantos otros”.

El general se atreve con una frase final, cuya carga emocional y política se acerca al ¡Vive le Québec libre!, lanzado en julio de 1967 desde el balcón del Ayuntamiento de Montreal. Dijo: “¡Viva Irlanda entera!”. Pero la frase se pierde; no aparece en la grabación sonora (un incidente pseudotécnico), ni en el texto oficial hecho público inicialmente por las autoridades irlandesas.

¿Fue aquel mes de junio de 1969 el canto del cisne de la reunificación irlandesa en el sur de la isla? Cuatro años después, a la edad de 90 años, Éamon de Valera dejaba la Presidencia de la República e Irlanda entraba en la CEE, coincidiendo con la primera ampliación, junto con el Reino Unido y Dinamarca. Durante mucho tiempo, Europa iba a actuar como bálsamo para curar las heridas geopolíticas bajo el paraguas comunitario.

El 10 de abril de 1998, el llamado Acuerdo de Viernes Santo, firmado entre Tony Blair, Bertie Aherm (primer ministro de la República de Irlanda) y las distintas corrientes nacionalistas y unionistas del Ulster, puso fin a los mortíferos “problemas” que sacudían Irlanda del Norte e Inglaterra desde 1969.

El punto culminante de esta concordia en el seno de la Unión Europea fue la histórica visita de la reina Isabel II a la República de Irlanda, el 17 de mayo de 2011. Era la primera vez desde Jorge V, en 1911, que la soberana se dirigía a la presidenta Mary McAleese en el castillo de Dublín, en gaélico. Las dos islas ya no se miraban. En 2014, le tocó al presidente irlandés Michael Higgins visitar a la reina, flanqueado por Martin McGuinness, del Sinn Féin, que llegó a brindar por la soberana. Se mostró encantada de que irlandeses y británicos “se atrevan por fin a ver lo mejor del otro”. Y Su Graciosa Majestad dio un sentido consejo conmemorativo: “Inclinarse ante el pasado, pero no ser su prisionero”.

Dos años después de esa luna de miel, en 2016, el voto favorable al Brexit acababa con la armonía del statu quoBrexit y el efecto centrífugo volvió a sentirse. Londres, que pretendía demostrar que Europa podía ser desmantelada, se encuentra amenazada frontalmente por la escisión política.

El caso irlandés ofrece una clara ilustración de ello: la UE enterraba el hacha de guerra, el Brexit la desenterróBrexit. La reunificación económica de Irlanda, en un mercado único europeo que diluya las fronteras, se hizo evidente en nombre de un ideal emoliente consistente en la armonización fiscal y el levantamiento de las barreras aduaneras.

El prurito nacionalista que indujo el Brexit cambió las cosas: la unificación de Irlanda bajo la égida de una red de seguridad (backstop) exigida por Bruselas se convirtió en política. Los unionistas monárquicos se sintieron expoliados, mientras que los republicanos fusionistas sintieron que les crecían las alas cuando Boris Johnson, para descartar la permanencia del Reino Unido en la unión aduanera europea, aceptó que sólo Irlanda del Norte se quedase.

La división del 3 de mayo de 1921 podría desvanecerse si el Sur estuviera en condiciones de reivindicar al Norte, sin que Londres pueda imponer su administración directa (Direct Rule), como en 1972. La ideología imperial británica que alimentó el Brexit conduciría entonces al paradójico sacrificio de los leales al Ulster, que pagarían el precio de una reorientación de Londres solo hacia Albión; cada uno a su isla...

En estas condiciones, ¿quién, aparte del Vaticano –por razones estrictamente religiosas–, querría abrir una brecha entre “toda” Irlanda y Gran Bretaña? ¡Francia, por supuesto!, que cedería así a los resortes de una rivalidad ancestral.

La enumeración de los grandes irlandeses que hizo De Gaulle el 19 de junio de 1969 equivalió a una declaración de guerra retrospectiva a Inglaterra. Charles de Gaulle citó a Patrick Sarsfield (1655-1693), un jacobita –y por tanto leal a Jacobo II, depuesto en 1688–, que se puso al frente de la Brigada Irlandesa al servicio de la Francia de Luis XIV.

Entonces llegó, en palabras del general De Gaulle, Wolfe Tone (1763-1798), una figura tutelar del nacionalismo irlandés que parecía combinar el radicalismo protestante y el espíritu revolucionario de 1789. En 1796, empujará a la Francia del Directorio a desembarcar en su isla, y luego, en 1798, a expulsar a los ingleses de Irlanda, dos expediciones desastrosas, pero elevadas al rango de mitos movilizadores gloriosos en la gesta irlandesa.

El fundador de la V República Francesa también soltó el nombre de Daniel O'Connel (1775-1847), francófono y francófilo, que se opuso abiertamente al Acta de Unión de 1800, que fusionó los parlamentos de las dos islas para formar el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Otra figura del nacionalismo irlandés mencionada por De Gaulle en su brindis de 1969 en Dublín, antes de Éamon de Valera, fue Charles Stewart Parnell (1846-1891), apodado en la década de 1880 “el rey sin corona de Irlanda”, promotor del Home Rule, un proyecto de autonomía interna para aflojar la tutela británica, que desembocaría en la despiadada lucha por la independencia.

Charles de Gaulle recapitulaba así una constante francesa: apoyar a Dublín para socavar a Londres. Emmanuel Macron, al que le gusta seguir los pasos de sus predecesores –el postureo como política–, estará tentado de jugar la carta irlandesa contra el duro Boris Johnson.

¿Llegará estos tejemanejes geopolíticos a favorecer una reunificación de Irlanda impuesta a Gran Bretaña así fragmentada? Más allá del folclore del país de los derechos humanos perpetuamente al rescate de la Isla Esmeralda, no faltaron los escollos, cuidadosamente borrados por De Gaulle en 1969 en Dublín. La Francia revolucionaria desconfiaba mucho de los irlandeses, considerados más católicos que republicanos. Al final de la Segunda Guerra Mundial, la Francia de la Liberación miraba con recelo a una Irlanda que había permanecido neutral durante el conflicto contra la barbarie nazi y a veces estaba tentada de considerar con complacencia a Alemania, el enemigo de la Inglaterra enemiga.

Por último, el propio Charles de Gaulle, una vez “volvió al negocio” en 1958, se opuso a la entrada conjunta de Gran Bretaña e Irlanda en el club europeo, temiendo el predominio del inglés en detrimento de la lengua francesa, y rechazando sobre todo el vínculo transatlántico que supondría la llegada de estas dos islas, que parecían caballos de Troya de Estados Unidos de América.

En cualquier caso, al final del primer cuarto del siglo XXI, Dublín ha comprendido que no tiene sentido convertirse en el instrumento de un balancín, además en manos de una Francia convertida en una potencia debilitada en el continente europeo.

Si hay un juego de balancín, la UE sería el instrumento, manipulado por Dublín con un notable sentido de la anticipación. De hecho, a petición de la República de Irlanda, el texto de negociación del Brexit, aprobado por los 27 en abril de 2017, especifica que en caso de reunificación, la isla sería miembro de facto de la UE, como la Alemania unificada tras la caída del Muro de Berlín.

De rebeliones, siempre contenidas, a las beneficiosas negociaciones, Eire ha cambiado de era. En cuanto al Ulster, su demografía favorable a los católicos promete lo que el terrorismo del IRA nunca consiguió. El fruto de la independencia irlandesa está madurando en el suelo del Brexit, sin necesidad del más mínimo golpe de Francia y mientras Gran Bretaña se encuentra en la posición sin precedentes de tener todo que perder.

Si Gran Bretaña se redujera a sí misma en los próximos años, podríamos descubrir, a falta de experimentar finalmente una Europa verdaderamente europea, una Irlanda totalmente irlandesa...

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Traducción: Mariola Moreno

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