Si hacemos caso al diario Le Monde y a algunos comentarios escuchados en la radio estos últimos días, el atentado perpetrado contra el semanario Charlie Hebdo es “un 11 septiembre francés”. Sin embargo, ya sea porque se está acuerdo con esta afirmación o porque, por el contrario, se piensa que es exagerada, por diluir las particularidades de los crímenes cometidos el 7 de enero de 2015 (en nuestra opinión), debe invitarnos a reflexionar sobre lo sucedido en EEUU tras el nine eleven, en la medida en que esa fecha está en el origen de la situación actual.
El 11 de septiembre de 2011 ha tenido tres consecuencias principales para EEUU, cuyas repercusiones siguen haciéndose notar a día de hoy: el voto de las leyes antiterroristas recogidas en la Patriot Act y el notable aumento de las actividades de inteligencia de las agencias norteamericanas; las guerras de Afganistán y de Irak; los errores de una gran parte de la intelectualidad y de los medios de comunicación, en particular de izquierdas. Este último aspecto, si bien puede parecer anecdótico comparado con los dos primeros puntos, resulta vital porque los ha condicionado.
A menudo se dice, y se escribe, que los halcones en el entorno de George W. Bush, empezando por el vicepresidente Dick Cheney, pasaron de la emoción y la cólera posteriores a los atentados de Nueva York y de Washington a terminar aprobando toda una batería de proyectos que no habrían podido poner en marcha de otro modo (del refuerzo del control de sus ciudadanos a la eliminación de Sadam Hussein). La realidad es algo más complicada y hubo bastante improvisación en todo lo que la administración Bush puso en práctica en respuesta al 11 de septiembre de 2001. Una improvisación dirigida por un mal análisis de las situaciones y de las consecuencias, una improvisación validada por el hundimiento de los quitamiedos que normalmente representan los medios de comunicación y los intelectuales.
La Patriot Act se aprobó el 26 de octubre de 2001, es decir, un mes y medio después de los atentados, con los votos de la práctica totalidad de los miembros del Congreso. Inicialmente fue concebida como una ley excepcional, se prorrogó tras una votación celebrada 2005 y posteriormente en 2011, ya con Barack Obama. En esencia, ley permite reforzar las prerrogativas del poder ejecutivo, especialmente en lo que respecta al poder de los servicios de seguridad y de inteligencia (FBI, CIA, NSA, etc.) en la lucha contra el terrorismo. Por ejemplo, autoriza al FBI a vigilar el intercambio de mensajes electrónicos y a conservar el historial de navegación web de cualquier persona sospechosa de haber contactado con una potencia extranjera. Por otro lado, al verse reducidos los derechos y las garantías individuales tradicionales, la Patriot Act creó la figura del “combatiente enemigo” y del “combatiente ilegal”, que permite la detención ilimitada, y sin necesidad de que pesen cargos contra el arrestado, de cualquier persona sospechosa de tener vínculos con el terrorismo. Estas previsiones abrieron la vía a Guantánamo y a las extradiciones ilegales...
Si bien desde el inicio la Patriot Act suscitó vivas críticas por parte de las organizaciones en defensa de los derechos humanos y de numerosos juristas, que consideraron liberticidas y anticonstitucionales muchas de sus disposiciones, las personalidades del mundo de la política y la inmensa mayoría de los tertulianos no se opusieron a ella. Arthur Schlensinger, historiador y exasesor de John Fitzgerald Kennedy, juzgó esta ley muy duramente en su obra de 2009, War and the American Presidency. Para él, el “programa antiterrorista extralegal puesto en marcha por la administración Bush supuso el desafío más radical nunca antes lanzado, en la historia de Estados Unidos, en contra del Estado de Derecho”.
Según el libro de Jane Mayer The Dark Side, los principales responsables de la administración Bush se dejaron llevar por un sentimiento de pánico. No habían previsto el ataque de Al Qaeda y estaban convencidos de que los atentados no eran más que el principio de otros asaltos todavía más devastadores. Así que rápidamente abrieron el “arsenal de ideas” que les acompañaba desde hacía muchos años en su cruzada conservadora. El vicepresidente Dick Cheney, su asesor jurídico David Addington, el asesor en la sombra Richard Perle, el tándem al frente del Pentágono Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, y un cierto número de intelectuales y periodistas neoconservadores que habían entrado en la Casa Blanca (William Kristol, Lawrence Kaplan, Robert Kagan, David Frum, Fred Branes...) pudieron desarrollar sus ideas de una Norteamérica fuerte dentro y fuera del país.
Tras vencer al régimen talibán en Afganistán –una respuesta al 11 de septiembre que se vio respaldada por una vasta coalición internacional–, la mirada de la Casa Blanca se giró hacia Sadam Hussein (varios relatos y testimonios indican incluso que Irak era considerado un objetivo inmediatamente después de los atentados, impulsado por el secretario adjunto a Defensa, Paul Wolfowitz, que quería “objetivos que bombardear”). Las excusas son múltiples, confusas y con frecuencia falsas, pero dado el clima de miedo y de unidad nacional que prevalece a finales de 2001 y en 2002, en lugar de aniquilarse entre sí, se suman: amenaza de armas de destrucción masiva, adquisición de uranio en Níger, vínculos con el régimen iraquí y sus movimientos terroristas, promoción de la democracia en Medio Oriente...
Tras el 11 de septiembre, EEUU se convirtió en una nación aterrorizada
Del mismo modo que la Patriot Act se impuso como una necesidad para responder a los atentados contra el Pentágono y el World Trade Center, el derrocamiento de Sadam Hussein parecía una consecuencia lógica, respaldada por la camarilla políticomediática anteriormente citada. Estaba convencida de que se estaba dibujando un nuevo orden mundial, fundado sobre la base de que la potencia norteamericana era una suerte para el mundo libre, que podía verse así liberado de sus tradiciones nacionales y del derecho internacional para hacer triunfar el bien. ¡La cruzada contra las “fuerzas del mal” puede comenzar!
De modo que, la invasión de 2003 es ante todo ideológica. Está mal pensada, por gente que conoce mal Medio Oriente, está mal preparada y mal ejecutada y conllevaría consecuencias conocidas y que todavía se están dejando notar. Provocó el resentimiento del mundo árabe-israelí, reforzó Irán, desestabilizó Irak, permitió alumbrar al Estado Islámico, favoreció el aumento de toda una generación de yihadistas.
Por supuesto, la Patriot Act y la guerra de Irak fueron decididas por un poder ejecutivo y legislativo democráticamente elegido, pero solo han sido posibles gracias a una corriente mediática muy poderosa que congregó, durante al menos tres años, de 2002 a 2004, a intelectuales y periódicos conservadores (hasta ahí, es normal) y a sus homólogos progresistas. La famosa declaración de Bush “estáis con nosotros o contra nosotros” era tanto una amenaza para los aliados internacionales de Estados Unidos como una amonestación a la “unidad nacional” sobre el plan exterior. Evidentemente, una “unidad nacional” en torno a la Casa Blanca y no alrededor de los valores del Bill of Rights o del respeto a la Constitución...
Los llamamientos a aceptar la vigilancia individual, a luchar contra el islamofascismo, a exportar la democracia por las armas, etc. emanaron durante varios años también de los círculos neoconservadores claramente alienados con la administración Bush, Cheney, como con personalidades salidas de la izquierda radical como Christopher Hitchens, Paul Berman, Michael Walzer (de centro izquierda) o George Packer, Thomas Friedman, Peter Beinart… Como recuerda el periodista Chris Hedges (que perdió su puesto en The New York Times por su oposición a la guerra de Irak), un puñado de ellos lo hizo por convicción, otros porque se equivocaron realmente, pero la mayoría se limitó a ponerse en la dirección del viento, por cobardía o por interés.
Leslie Gelb, presidente emérito del Council on Foreign Relations, lo admitió años después: “Mi apoyo a la guerra de Irak era fiel reflejo del modo en que los expertos en política internacional incitaban a respaldar las guerras con el fin de conservar una credibilidad política y profesional. Actualmente, tenemos que redoblar nuestro compromiso con un pensamiento independiente y abrazar los hechos y las opiniones que contradicen la opinión común, a menudo falsa. Nuestra democracia lo requiere”.
En 2006, el historiador Tony Judt calificó a esta intelectualidad de izquierdas que no supo estar a la altura de las circunstancias de “idiotas útiles de Bush” y apuntó que no fueron ellos los que finalmente acabaron con la unanimidad existente, sino periodistas como Seymour Hersh o Michael Massing. Al investigar y aportar numerosas revelaciones sobre las prácticas de la Casa Blanca, de la CIA o del ejército nortemericano en Irak, estos reporteros e investigadores finalmente introdujeron la crítica en los medios de comunicación, que se habían alineado dispuestos a combatir.
A raíz del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos se convirtió en una nación que tenía miedo. Poderosa, pero asustada. A cambio, como ha explicado el politólogo Benjamin Barber en su obra L’Empire de la peur: Terrorisme, guerre, démocratie, Estados Unidos quiso a su vez sembrar miedo, pensando que esto les protegería y los haría inatacables. Una versión norteamericana del famoso “hay que aterrorizar a los terroristas” de Charles Pasqua que, se ha constata perpetuamente, no funciona nunca.
Sin prejuzgar las repercusiones políticas y legales del atentado contra Charlie Hebdo y de sus ramificaciones, es bueno recordar que Estados Unidos, pero también España (en 2004) y Gran Bretaña (en 2005) pasaron por semejantes pruebas. El ejemplo norteamericano, dado que ha sido un acontecimiento mundial más importante y origen de profundos cambios (a menudo negativos), merece ser analizado para sacar enseñanzas en consecuencia. Por ejemplo, podemos referirnos a una obra de 2008 que transcribe una conversación entre dos “decanos” de la política norteamericana, Brent Scowcroft y Zbigniew Brzezinski, America and the World, Conversation on the Future of American Foreign Policy. He aquí dos citas que adquieren cierta resonancia hoy:
Zbigniew Brzezinski: “Semejante clima de miedo nos hace más permeable a la demagogia. Y la demagogia nos incita a tomar decisiones precipitadas. Deforma nuestro sentido del real y moviliza nuestra energía en ámbitos que realmente no valen la pena”.
Brent Scowcroft: “Hemos creado, aquí, en Estados Unidos, un clima de terror que no arregla nada. Al contrario, en la guerra al terrorismo, hemos hecho con los musulmanes lo que hicimos con los alemanes durante la I Guerra Mundial. Los hemos deshumanizados, los hemos convertido en objetos de odio y de miedo, el enemigo a batir. Pero Al Qaeda es un enemigo aparte. Se trata de un grupo sin objetivos específicos, no lo olvidemos. El hombre que se presenta en la aduana y se llama Mohamed no hay que llevárselo aparte y cachearlo. Sin embargo, es eso lo que hacemos porque el clima de miedo ha vencido a todo el país. Hemos de ponerle remedio sin tardar”.
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
Si hacemos caso al diario Le Monde y a algunos comentarios escuchados en la radio estos últimos días, el atentado perpetrado contra el semanario Charlie Hebdo es “un 11 septiembre francés”. Sin embargo, ya sea porque se está acuerdo con esta afirmación o porque, por el contrario, se piensa que es exagerada, por diluir las particularidades de los crímenes cometidos el 7 de enero de 2015 (en nuestra opinión), debe invitarnos a reflexionar sobre lo sucedido en EEUU tras el nine eleven, en la medida en que esa fecha está en el origen de la situación actual.