Es obvio para todos menos para él: Emmanuel Macron ha perdido las elecciones legislativas. La primera vuelta confirmó el rechazo a sus políticas, mientras que la segunda demostró que una mayoría de franceses no quería que la extrema derecha llegara al poder. La alternativa que ha tratado de imponer desde el inicio de su primer mandato de cinco años –"yo o el caos"– está ya muy gastada, como todas las cuerdas que se estiran demasiado.
El presidente de la República habría podido sacar rápidamente las conclusiones de este fracaso, nombrando primer ministro a la persona designada por la fuerza política más votada el 7 de julio, lo que pretendía hacer en caso de mayoría, incluso relativa, con la Agrupación Nacional (RN), con el fin de “tender una trampa” a su líder Jordan Bardella. En un mundo coherente y respetuoso con los equilibrios de la Vª República, Lucie Castets ya sería primera ministra, habría formado gobierno con los componentes del Nuevo Frente Popular (NFP) y se estaría preparando para lidiar con el Parlamento.
Sí, pero en el mundo de Emmanuel Macron, la coherencia y el respeto ya no se aplican cuando la situación no es la que él quiere. El lunes 26 de agosto, al término de unas “consultas” cuyo sentido es difícil de entender, el Elíseo emitió a primera hora de la tarde un comunicado en el que descartaba la “opción” propuesta por el NFP, en nombre de “la estabilidad institucional de nuestro país”. Un gobierno así sería inevitablemente impedido por una moción de censura, subrayó el presidente de la República.
Así pues, el jefe del Estado necesitó horas de debate con la derecha –en su sentido más amplio– y la extrema derecha –en su sentido cada vez más amplio– para “darse cuenta” de que éstos últimos se oponían al proyecto de la izquierda. La sorpresa fue inmensa. Casi tan grande como la mala fe del bando presidencial, que ha buscado todos los medios y desplegado todos los argumentos para justificar su negativa a prestarse a una verdadera cohabitación.
En primer lugar, el NFP no tenía a nadie a quien proponer para Matignon. Sus distintos componentes eran incapaces de ponerse de acuerdo, lo que demostró claramente sus disensos y su falta de preparación. Eligieron a Lucie Castets, pero no estaba claro porque entonces surgió la cuestión de La France insoumise (LFI). ¿Y si no había ningún representante del movimiento Mélenchon en el gobierno? Además quedaba de fondo la cuestión del programa.
Porque el programa del NFP es “peligroso”, según el líder del MoDem, François Bayrou. Incluso “muy peligroso”, según el ministro saliente Guillaume Kasbarian. “Provocaría una crisis”, según Laurent Marcangeli, del partido Horizons. Sería “un triple desastre para el país: económico, fiscal y de seguridad”, añade Mathieu Lefèvre, diputado de Ensemble pour la République (EPR). Pero ante todo, seamos sinceros, este proyecto no se parece en nada al de Emmanuel Macron.
Y ese es el único problema: el presidente de la República y sus partidarios no quieren cambiar de políticas. Que muchas de ellas hayan encontrado una oposición masiva en la sociedad, no importa. Que en lugar de frenar el ascenso de la extrema derecha le hayan abierto un bulevar, no importa. Y que las últimas elecciones hayan demostrado rotundamente todo eso, tampoco importa. Los interesados no se van a bajar del burro: prefieren bloquear el país antes que renunciar a él.
Poderes cada vez más desequilibrados
En un mensaje enviado a los franceses a finales de junio para explicar por qué había decidido disolver la Asamblea Nacional, Macron escribía: “Pediros que elijáis, confiar en vosotros, ¿no es ese el sentido mismo de la democracia y de nuestra República?” Unas semanas más tarde podríamos hacerle la misma pregunta: ¿pedirle que respete esa elección no tiene algo que ver con esta famosa democracia?
Hoy en día, la democracia está siendo socavada de muchas maneras. El jefe del Estado no sólo ignora los resultados de las urnas, sino que se toma la libertad de acompañarlo con una musiquita un poquito –por decirlo suavemente– molesta, al alargar un gobierno en funciones. Desde la segunda vuelta de las elecciones legislativas, todo transcurre como si el poder pudiera funcionar fácilmente según este modelo: un presidente de la República que toma decisiones y administraciones que las aplican.
Por supuesto, el Elíseo relativiza este retraso demencial aludiendo al tiempo necesario para formar otras coaliciones en otros lugares de Europa. “Si lo comparamos con nuestros vecinos europeos que están formando coaliciones, seis semanas no es tanto”, explicó un asesor antes de las “consultas”. Pero omitió señalar que esos países tienen reglas institucionales y costumbres políticas que hasta ahora les han permitido evitar el bloqueo.
En Francia, estas reglas institucionales –y no hablemos ya de costumbres políticas– han evolucionado de tal manera que el ejecutivo concentra la mayor parte de los poderes. Es un fenómeno que viene de lejos, pero que se ha agravado bajo la presidencia de Macron: se han devaluado los controles y equilibrios, se ha despreciado al Parlamento, y ahora le toca al Gobierno pagar el precio de este ejercicio vertical y, cuando menos, solitario de la democracia.
Un voto que obliga a todos menos a uno
El jefe del Estado no se ha equivocado en eso. Elegido dos veces frente a Marine Le Pen, nunca tuvo en cuenta el voto de los que querían bloquear a la extrema derecha y siguió aplicando su proyecto como si no hubiera pasado nada. Tergiversando una y otra vez los principios fundamentales, imponiendo una reforma de las pensiones y aprobando una ley de inmigración a sabiendas de que es inconstitucional, ha contribuido en gran medida al mal uso de nuestras instituciones.
Verle hoy rechazar la propuesta del NFP en nombre de la estabilidad institucional es, como mínimo, una provocación. Igual que oírle declarar que “los partidos políticos del Gobierno no deben olvidar las circunstancias excepcionales de la elección de sus diputados en la segunda vuelta de las elecciones legislativas” y que “ese voto les obliga”, frase que ya había pronunciado la noche de su reelección, pero que nunca ha aplicado.
En los últimos siete años, Macron ha prometido en innumerables ocasiones que cambiaría sus métodos. Eso dijo con el movimiento de los “chalecos amarillos”, en la crisis sanitaria, durante la campaña presidencial de 2022, tras las siguientes elecciones legislativas, después de la reforma de las pensiones... Y esto es lo que vuelve a repetir ahora, acusando a sus adversarios políticos, que quieren un verdadero cambio, de no hacer nada para ayudarle a conseguirlo.
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Tras el anunciado fracaso de sus primeras consultas, el presidente de la República ha indicado que iniciará este martes una “nueva ronda» de negociaciones “con los dirigentes de los partidos y personalidades que se distinguen por su experiencia al servicio del Estado y de la República”. Espera encontrar entre ellos a la persona que le permita cambiarlo todo para que nada cambie e inventar un nuevo concepto: la cohabitación sin alternancia.
Traducción de Miguel López
Es obvio para todos menos para él: Emmanuel Macron ha perdido las elecciones legislativas. La primera vuelta confirmó el rechazo a sus políticas, mientras que la segunda demostró que una mayoría de franceses no quería que la extrema derecha llegara al poder. La alternativa que ha tratado de imponer desde el inicio de su primer mandato de cinco años –"yo o el caos"– está ya muy gastada, como todas las cuerdas que se estiran demasiado.