Los misteriosos planes de Trump para Israel e Irán

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¿Cuál va a ser la política de Donald Trump en Oriente Medio? Misterio. Y la visita a Washington del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, del pasado 15 de enero no ha permitido disipar las dudas. En lo que se refiere al conflicto palestino-israelí o a las relaciones entre Estados Unidos, Israel e Irán, la primera entrevista mantenida entre ambos dirigentes permitió confirmar ante todo el amateurismo ignorante y trilero de uno y el júbilo del otro. Por lo demás, ni siguiendo la rueda de prensa de Trump y de Netanyahu ni leyendo las actas de las conversaciones mantenidas, resulta posible salir de dudas respecto a la posición o los planes de Trump en Oriente Medio.

La única información importante ofrecida en la entrevista fue la declaración de Donald Trump según la cual “la solución de los dos Estados no es la única posible en el conflicto palestino-israelí”. “Contemplo la posibilidad de dos Estados y de un solo Estado, y si Israel y los palestinos están contentos, yo estoy contento con la solución que prefieran. Los dos me convienen”, afirmó el presidente de Estados Unidos, arrancando una enorme sonrisa a Benjamín Netanyahu y el entusiasmo, en Israel, de los colonos y de la derecha nacionalista.

Sin precisar cuáles son sus preferencias, Netanyahu, con el beneplácito de Trump, se limitaba a señalar que Israel había sido tratado hasta la fecha de forma “desleal” por Naciones Unidas y que para él “las dos condiciones de la paz –reconocimiento de Israel como Estado judío y reconocimiento de los imperativos de seguridad israelíes al oeste del Jordán– seguían siendo pertinentes”. Lo que significa, a fin de cuentas, que Israel pretende conservar el control del valle del Jordán y de Cisjordania, opción que excluye ipso facto la creación de un Estado palestino.

Desde que la OLP, en 1993, reconoció el Estado de Israel, la arquitectura de las negociaciones de paz, respaldada por Naciones Unidas y por la mayor parte de la comunidad internacional con Estados Unidos a la cabeza, gira en torno a la solución de los dos Estados, por lo que llama la atención el viraje norteamericano. Bien es cierto que, tras 25 años de negociaciones abortadas y de fracasos, se dejan oír voces desesperadas, entre los palestinos y entre los israelíes partidarios de la paz, favorables a la creación de un único Estado, binacional, laico y democrático. Pero su solución “de un solo Estado” no es la misma a la que aspiran Netanyahu y su mayoría parlamentaria. Tampoco es la misma que la que el entorno de Trump, donde abundan los defensores de la colonización y de la anexión de los territorios ocupados, ha soplado al nuevo presidente.

“Si nos decantamos por un único Estado, Israel podrá ser o judío o democrático. No podrá ser ambas cosas”, había avisado, antes de dejar el Departamento de Estado, John Kerry, reiterando con ello la advertencia efectuada por numerosos intelectuales israelíes. Embriagado por la calurosa acogida que recibió en la Casa Blanca, después de ocho años de tensas relaciones con Barack Obama, Netanyahu no se detuvo en los detalles. En Israel, los aliados de la coalición gubernamental recibieron la noticia con el mismo entusiasmo.

Es “el fin de una idea peligrosa y errónea: la de la creación de un Estado terrorista palestino en el centro de la tierra de Israel”, se regocijaba el ministro de Ciencias, Ofir Akunis, miembro del Likud. Supone el “final de la congelación” de la colonización, profetizaba otra figura del Likud, la ministra de Cultura Miri Regev. Cuando el Gobierno israelí acaba de anunciar la construcción de 6.000 viviendas, en las colonias de Cisjordania y de Jerusalén Este, no ha molestado a nadie ni el consejo, de Donald Trump a su amigo Bibi, de “mostrarse moderado a la hora de levantar nuevas construcciones.

Por el contrario, para los palestinos, este giro de Washington se ha recibido como una especie de traición. Más alarmante si cabe por que las solicitudes de entrevistas, por parte de Palestina a la Administración Trump, no reciben respuesta. Los únicos contactos que ha aceptado Washington son encuentros entre dirigentes palestinos y responsables norteamericanos de los servicios de inteligencia.

El primero se celebró en Washington, poco antes de la dimisión forzosa del asesor en asuntos de seguridad de Trump, Michael Flynn. La segunda, en Ramallah, donde el director de la CIA, Mike Pompeo, se entrevistó la víspera de la entrevista entre Trump y Netanyahu, con el presidente Mahmud Abbas y el responsable de los servicios de inteligencia, Majid Faraj. Como si el destino de Palestina hubiese dejado de ser una cuestión diplomática y se limitase a una cuestión de seguridad. Paralelamente, Washington se ha opuesto al nombramiento del ex primer ministro palestino Salam Fayyad, personalidad respetada en el seno de la ONU, como enviado especial del secretario general de Naciones Unidas en Libia.

No obstante, la dirección palestina, preocupada por no quemar sus naves, se limitaba a recordar su apoyo “a la solución de los dos Estados” y se declaraba “dispuesta a interactuar positivamente con la Administración Trump para construir la paz”. Menos diplomático, el editorialista del diario Al Quds se mostraba más franco: “El final de la solución de los dos Estados conlleva un solo Estado, incluso racista. Tras más de 20 años negociando y después de haber aceptado conservar sólo el 22% de la Palestina histórica, la gran cuestión es: ¿qué debemos hacer?”.

La respuesta a esta pregunta es más difícil todavía si cabe por que Trump no ha precisado nada sobre el proceso conducente al Estado único, sobre la naturaleza de dicho Estado ni sobre las razones que le han llevado a romper con una solución que respaldaba George W. Bush y que Barack Obama calificó de interés norteamericano vital. Más curioso aún –o todavía más revelador en lo que a su inexperiencia en diplomacia en Oriente Medio se refiere—, ha sugerido que se sumen al proceso negociador los países árabes vecinos, ignorando con ello la iniciativa de pacificación avanzada en la cumbre árabe de Beirut, en marzo de 2002, que proponía una normalización de las relaciones en el mundo árabe con Israel, a cambio de la retirada israelí de los territorios ocupados desde 1967. Oferta que Israel nunca atendió.

Tres asesores poco diplomáticos

Hay otros obstáculos como el traslado de la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén –al que se comprometió en campaña Trump y después descartado, al menos provisionalmente– o las palabras del presidente norteamericano según las cuales las colonias “no ayudan” en el proceso de paz, en contradicción con la postura de su “amigo Bibi”. Pero la confusión alcanzaba cotas máximas cuando la nueva embajadora norteamericana en la ONU, Nikki Haley, declaraba, un día después de la celebración de la rueda de prensa de la Casa Blanca: “Apoyamos completamente la solución de dos Estados, pero también estamos abiertos a alternativas”.

Confusión que algunos achacan a la notable inexperiencia diplomática de esta experta contable de formación, hija de emigrantes indios sij convertida al metodismo, convertida en gobernadora de Carolina del Sur después de ser un miembro destacado de la derecha republicana y de la galaxia Trump gracias al Tea party. Confusión que también puede achacarse a la situación por la que atraviesa actualmente el departamento de Estado.

En el seno de una Administración Trump en la que buena parte de los mil puestos más importantes todavía no han sido ocupados, la diplomacia parece ser uno de los departamentos más afectados. Hasta el punto de que, según un diplomático extranjero, algunos responsables, desorientados y sin colaboradores a la altura, piden discretamente notas informales a diplomáticos británicos, alemanes o franceses sobre asuntos candentes como pueden ser Irak, Siria, Turquía, Irán...

Las relaciones entre EEUU e Israel son un claro ejemplo de este desorden burocrático y logístico, que contribuye a la confusión conceptual. Sabido es que Donald Trump ha ofrecido a su yerno, Jared Kuschner, el puesto de asesor especial, encargado de definir la política de Oriente Medio y de seguir las eventuales negociaciones palestino-israelíes. Pero Jared Kuschner, joven y brillante magnate inmobiliario, no tiene conocimiento ninguno ni competencia en materia de política extranjera y diplomática. Judío ortodoxo riguroso, dirige una fundación que financia una yeshiva ultraortodoxa de la colonia de Beit El, cerca de Ramallah, conocida por su oposición radical al proceso de paz. Además, ha sido durante años uno de los dirigentes en Estados Unidos de los Amigos de las Fuerzas de Defensa de Israel, asociación que recauda fondos a favor del Ejército israelí; su nombre fue retirado en enero de la página web de esta organización.

La misma yeshiva también recibió ayudas de los Amigos norteamericanos de la yeshiva de Beit El, que preside desde 2011 alguien también cercano a Trump, el abogado especialista en quiebras David Friedman, a quien el flamante presidente quiere nombrar embajador en Israel. Propietario de un apartamento en Jerusalén, donde tiene por costumbre pasar las fiestas judías, Friedman, que pertenece al consejo de administración de una asociación israelí de auxilio y con intereses en varias empresas locales –una sociedad vitícola, dos firmas de alta tecnología– también cuenta entre sus numerosos clientes al jefe de uno de los más poderosos grupos israelíes, activo en los sectores de la energía, de la petroquímica, de la agroindustria, del agua, de los medios de comunicación y de las telecomunicaciones.

El diario Haaretz publicaba la semana pasada que el edificio escolar financiado por David Friedman, en el enclave de Ulpana de la colonia de Beit El, ha sido construido ilegalmente en terrenos privados de una localidad palestina vecina. Por orden del Alto Tribunal de Justicia de Israel, la mayor parte de Ulpana (construida en las mismas condiciones) fue destruida hace cinco años. Los palestinos de la zona también reclamaban, sin éxito, la demolición del “edificio Friedman”.

Como Jared Kuschner, David Friedman no tiene más formación o competencia para convertirse en embajador en Israel que la protección y el buen hacer de Trump. Sus convicciones son ya conocidas: partidario de la anexión de una gran parte de Cisjordania, cree que la solución de los dos Estados es una “solución ilusoria”, alienta la colonización y considera a los militantes de J Street, organización sionista favorable a la paz, como “peores que kapos”. Por todas estas razones, cinco exembajadores norteamericanos en Israel, que han trabajado con administraciones republicanas y demócratas, acaban de dirigir a la Comisión de relaciones internacionales del Senado una carta en la que piden que se rechace la candidatura de Friedman como embajador “por sus posiciones extremistas” y por su “falta de cualificación para ocupar un puesto así”. Friedman tiene que conseguir 11 votos de los 21 para lograr su nombramiento. La comisión cuenta con 11 republicanos y 10 demócratas y las audiciones están en marcha.

El tercer gran inspirador de Trump en la toma de decisiones no tiene más competencias geopolíticas o diplomáticas que los otros dos ya citados, pero mantiene idénticas relaciones personales especiales con Israel y con Trump. Jason Greenblatt, nombrado asesor especial del presidente norteamericano para las negociaciones, sobre todo entre Israel y los palestinos, era hasta la fecha vicepresidente de la Organización Trump, responsable del área jurídica.

Jason Greenblatt –que viste la kipá negra de los ortodoxos y formado en Nueva York, en un instituto religioso, después en Israel, en la yeshiva Har Hetzion de la colonia de Alon Shvut, en Cisjordania, donde siguió una formación religiosa y una preparación militar– considera, como Friedman, que Jerusalén tiene que convertirse en la capital de Israel, que las colonias no son un obstáculo para la paz y que Israel no es un “ocupante”. Por el contrario, no rechaza, a priori, la creación de un Estado palestino independiente, no cree que la solución de dos Estados esté trasnochada, admite la palabra “colonia” para los asentamientos israelís en Cisjordania y no descarta un hipotético “compromiso territorial”. Debilidad relativa que requiere de confirmación y que contribuye a mantener la confusión en lo que respecta a las intenciones y la estrategia –si es que existe– de Trump.

Test iraní

Tras la actualización de la política israelí de Washington, la actitud de Estados Unidos con relación a Irán se ha convertido también en un asunto de gran interés. Y más, si cabe, por que la República islámica, bestia negra del entorno político de Trump, también está implicada, directamente o no, en tres conflictos importantes para Estados Unidos: Siria, Irak, Yemen. Durante la campaña electoral, el candidato no dejó de repetir que una de sus prioridades sería poner punto y final al acuerdo sobre la cuestión nuclear iraní alcanzado en julio de 2005 por los “5+1% (Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China y Alemania), calificado como “el peor acuerdo [que él haya] visto”.

Y Benjamin Netanyahu, decidido a volver a poner en escena el espectro del peligro iraní, al que recurrió durante mucho tiempo para eclipsar el bloqueo del conflicto palestino, no se hizo de rogar, sobre todo en la rueda de prensa conjunta en Washington, para invitar a Donald Trump a que se mantuviese firme

Después de alabar su compromiso en la lucha contra la “fuerza malintencionada” del “terror del islam radical”, ensalzó su valentía y su juicio frente “al régimen terrorista iraní”, así como su determinación a la hora de “impedir a Irán que disponga de un arsenal nuclear”. Que más da si los principales responsables del Estado mayor israelí, los servicios de inteligencia militares y el Mossad se felicitaban por el acuerdo nuclear de Viena que establece que Irán tendrá durante al menos diez años un programa nuclear limitado. Que más da si, tras seis inspecciones en un año, la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) constató que Irán respetaba el acuerdo. Cuando se trata de respaldar a Trump y de demonizar a Irán, Netanyahu no escatima en “postverdades” no en “hechos alternativos”.

De hecho, aunque Donald Trump tenga, como el primer ministro israelí, a Irán por un Estado terrorista, enemigo de Estados Unidos hasta el punto de incluirlo en la lista de los siete países musulmanes (*) cuyos ciudadanos tienen prohibida la entrada en el territorio norteamericano, sus intenciones respecto a la República Islámica son –a día de hoy– tan poco claras como amenazadoras resultan sus palabras. Lo que no parece haber escapado a los dirigentes iraníes.

El disparo experimental de un misil balístico de medio alcance, efectuado el 29 de enero, por militares iraníes, se parecía mucho a una prueba a la determinación norteamericana, pero también a las aptitudes diplomáticas de la nueva Administración. Si bien el acuerdo de Viena no contempla los disparos de misiles, la resolución 2231 del Consejo de Seguridad de la ONU, que respalda el acuerdo, “insta a Irán a no emprender actividades vinculadas a los misiles balísticos, pensados para poder lanzar armas nucleares”, durante ocho años.

Pero, al contrario que una resolución precedente de la ONU, adoptada antes del acuerdo de Viena, no prohíbe explícitamente que Irán lleve a cabo ensayos. Y así lo adujo el Gobierno iraní, que argumento que dicho disparo estaba incluido en su “programa defensivo” y que el misil no tenía como fin equiparlo de una ojiva nuclear. Ante este rompecabezas diplomático-estratégico, la embajadora norteamericana en la ONU, denunció que el disparo era “absolutamente inaceptable”, sin precisar si Washington lo consideraba, o no, una violación real de la resolución 2231. Por su parte, puesto que Rusia no cree que el ensayo violase la resolución 2231, es poco probable que el Consejo condene los ensayos.

Irán juega con fuego, no se dan cuenta hasta qué punto el presidente Obama era amable con ellos, pero yo no”, tuiteó Donald Trump antes de decir ante la prensa que “no se puede descartar nada”, tras ordenar nuevas sanciones a 25 personas y entidades iraníes sospechosas de haber contribuido al programa balístico de Tehéran. El portavoz del Pentágono, que rechazó comentar esta advertencia, se limitaba a constatar que Irán ejerce una “influencia nefasta” en la región y a recordar que este país “hace y ha hecho muchas cosas preocupantes”.

Los militares norteamericanos, es verdad, pueden evaluar la eficacia de los Guardianes de la Revolución de Irán que, en Siria, han contribuido al restablecimiento militar de Bashar al-Assad y, en Irán, participan en el entrenamiento y el liderazgo de las milicias chiíes iraquíes contra Daesh, en el bando de la coalición dirigida que dirige Estados Unidos. Mientras el Ejército norteamericano está presente en Oriente Medio, con su aviación y casi 6.000 soldados, asesores, formadores o combatientes y fuerzas especiales, es poco probable que sus responsables se muestren partidarios a mantener un enfrentamiento abierto con Irán, mientras no sea indispensable para la defensa de los intereses norteamericanos y para la seguridad de sus tropas sobre el terreno.

En la Casa Blanca ya no se habla de poner punto y final al acuerdo de Viena. Las garantías que ofrece sobre la desmilitarización del programa militar iraní se consideran creíbles; también así lo creen algunos expertos del Pentágono. Y, sobre todo, Estados Unidos e Irán no eran los únicos países implicados. En la negociación participaron también otros cinco países. Y Naciones Unidas lo respaldó, mediante una resolución específica. ¿Qué beneficio diplomático y estratégico obtendría Washington retirándose solo? Misterio. Aparentemente Steve Bannon, el gurú estratégico e ideológico de Trump, ha descuidado estos detalles. Como descuidó antes las perspectivas comerciales del mercado iraní y, sobre todo, el encargo masivo de aviones civiles a Boeing.

Las medidas de Washington, que han provocado proclamaciones marciales del Guía Supremo Ali Jamenei o del clan conservador, han sido recibidas con cierto recelo por los principales dirigentes. “Estados Unidos quiere enfadarnos”, dijo el presidente del Parlamento Ali Larijani. “Nuestro respuesta debe ser inteligente y tranquila”. “Estamos acostumbrados a estas amenazadas, la única diferencia entre Trump y sus predecesores es que antes se hablaban entre bambalinas mientras que él, dice todo lo que piensa y todo lo que piensan los norteamericanos”, declaró a Le Monde el asesor del Guía Supremo Ali Akbar Velayati. “Trump es un político amateur”, constató el presidente iraní Hassan Rohani.

Los dirigentes iraníes lo saben; como Israel, Estados Unidos pretenden explotar la rivalidad entre Riyad y Teherán para erigir frente a Irán una coalición de monarquías del Golfo, tarea ardua hasta la fecha. Según la prensa iraní, el emir de Kuwait ha podido informar a Hassan Rohani de que seis países del Golfo quieren acabar con los “malentendidos” con Teherán. Para el presidente iraní, que tarda en recoger los frutos del acuerdo de Viena y del fin de las sanciones internacionales, la estabilización de las relaciones con los países vecinos resultaría muy valiosa, sobre todo en caso de que empeoren las relaciones con Washington.

Hassan Rohani –candidato a la reelección, en mayo, a la presidencia de la República Islámica– debe hacer frente a un clan conservador que le reprocha que haya hecho demasiadas concesiones en la negociación del acuerdo sobre la cuestión nuclear y que no haya cumplido sus promesas de recuperación económica. De modo que tiene que moverse entre el riesgo de enfrentamiento con Washington y las acusaciones de debilidad ante la amenaza americana. Tarea arriesgada da la confusión reinante, de momento, en torno a la Casa Blanca.

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* Irak, Irán, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen. Ninguno de los países del Golfo que financian el yihadismo figura en esta lista, empezando por Arabia Saudí, de donde procedían 15 de los 19 terroristas que atentaron el 11 de septiembre. _____________

Traducción: Mariola Moreno

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