"Esto es una revolución, y una revolución lleva su tiempo. La República Islámica caerá". Vestida con uniforme caqui, Jina baila mientras canta el lema político y feminista kurdo: "Jin, Jiyan, Azadi", en español "Mujer, Vida, Libertad".
Jina da vueltas por su habitación de moqueta gruesa, desde el camastro hasta la estantería donde se apila su nuevo material de lectura, libros que le eran desconocidos hasta hace poco. Son sobre la resistencia kurda, la lucha por la autodeterminación, episodios míticos, la efímera República de Mahabad, aplastada por las tropas del Sha de Irán en 1947; o su ilustre fundador Qazi Muhammad ahorcado en público con su hermano y su primo...
Jina recupera el tiempo perdido y descubre la historia de su pueblo: entre 30 y 40 millones de personas repartidas entre Irán, Irak, Turquía y Siria, privadas de un Estado-nación. Cinco meses después de cruzar ilegalmente la frontera, llegó a las montañas de Bashur, como se conoce al Kurdistán iraquí, donde se unió a un campamento de combatientes peshmerga ("los que se enfrentan a la muerte", en kurdo) con vistas a una llanura verde y rebaños de ovejas. A lo lejos, las cumbres de los Zagros resaltan con el sol poniente. Detrás, el Rojhelat, el Kurdistán iraní, su tierra.
Hace cinco meses que huyó de Irán, "la jaula", hacia la región autónoma del norte de Irak bajo control del Gobierno Regional del Kurdistán (GRK). Era una cuestión de vida o muerte. Era cuestión de escapar de los pasdaran, la Guardia Revolucionaria, el ejército ideológico de Teherán, y de su locura represiva.
A Jina la acusan de haberse manifestado, de haberse quitado el velo obligatorio, de haber cantado "Mujer, vida, libertad", "Muerte a los dictadores", "Muerte a Jamenei", "Abajo la República Islámica". También de haber curado a manifestantes. Una insurrección grabada tanto en su cabeza como en su piel, marcada por las balas de goma, los golpes de porra y las tasers.
A sus 31 años, Jina, una mujer de clase media ultraconservadora, nunca se había manifestado en su vida. Sus ojos negros irradian emoción. Su vida dio un vuelco cuando Mahsa Amini, de 22 años, fue golpeada hasta la muerte por la policía religiosa el 16 de septiembre de 2022 por llevar un velo "mal ajustado". "Jina Mahsa Amini", corrige Jina, devolviéndole su nombre de pila kurdo original y que la ley iraní prohibió al nacer a la mujer que se convirtió en el icono mundialmente conocido del levantamiento que sacudió la dictadura de los mulás como nunca antes en cuarenta y cuatro años.
Sin embargo, "Jina" no es su verdadero nombre. Lo adoptó en el funeral de Jina Mahsa Amini, "en reconocimiento” suyo y de todas las víctimas del fanatismo iraní". Esta Jina es de Saqqez, como Jina Mahsa Amini, "una pequeña ciudad donde todos nos conocemos". Incluso se encontraron en la peluquería, cuenta Jina, "con una amiga que la conocía bien", sin ir más allá de los saludos de cortesía: "Estaba radiante".
Jina saca su móvil y muestra su "vida antes y después". Dice que "nació el 17 de septiembre de 2022", cuando, ante la tumba de Jina Mahsa Amini, se quitó el velo, se cortó en público su larguísimo pelo y más tarde se rapó por completo.
Un gesto que aún hoy la sorprende, de duelo, solidaridad y emancipación, imitado por otras mujeres, alentadas por una multitud enfurecida. "Llorábamos, gritábamos, estábamos tristes y, al mismo tiempo, nos sentíamos poderosas juntas para exigir el fin del régimen y justicia para Jina Mahsa Amini”.
Era por la mañana. Jina había pasado otra noche en vela en las redes sociales, siguiendo la etiqueta #JinJiyanAzadi, que aún no era el grito de guerra, y charlando con amigas: "No podemos quedarnos detrás de nuestras pantallas sin hacer nada".
La revuelta se estaba gestando en el oeste de Irán y en las regiones kurdas del Rojhelat, sobre todo en la ciudad de Saqqez: "Las fuerzas gubernamentales querían enterrar a Jina Mahsa Amini durante la noche para que nadie asistiera a su funeral. Pero desde las primeras horas, la multitud empezó a congregarse para oponerse y apoyar a la familia".
Jina estaba en casa de sus padres, donde vive desde que se divorció del hombre veinte años mayor que ella con el que la obligaron a casarse a los 13 años y que la pegaba a diario. "La cicatriz que tengo en la barbilla me la hizo él. Me atacó con un cuchillo”. Se escapó, presa de la urgencia: "Me reconocí en esta joven. Como ella, estaba oprimida por la República Islámica, por los hombres, por los miembros de mi familia". Se fue al cementerio Aïchi de Saqqez con sus amigas.
El miedo les removía las entrañas, pero no hablaban de ello para no perder la motivación. Cada una se tranquilizaba en su interior: "Mis amigas no tienen miedo, así que yo tampoco". Jina nunca se había liberado del yugo patriarcal. "Mis padres son muy conservadores, no me dejan salir a trabajar, aunque me formé como enfermera a través de la Media Luna Roja tras mi divorcio.”
Durante una semana, Jina se manifestó todos los días, "nunca por la noche, porque era aún más peligroso siendo mujer". A pesar del enfado de sus padres: "Estaban convencidos de que llevaba una vida libertina y temían las represalias del régimen". A pesar de la represión extrema a base de gases lacrimógenos, balas letales y no letales, tanques, helicópteros artillados, ametralladoras pesadas...
"Era la guerra", dice Jina, señalando las cicatrices en su pecho de las balas de goma. "No paraban de llegar heridos, los farmacéuticos tenían miedo de los Basij (milicia civil auxiliar de los pasdarán), se negaban a ayudarnos, a proporcionarnos medicinas y vendas. Padres aterrorizados, algunos de ellos ya ancianos, buscaban a sus hijos. Las fuerzas de seguridad también les disparaban”.
Una noche, Jina recibió una llamada de los servicios de inteligencia de los pasdarán reclamando su presencia. Fue una pesadilla. Los compañeros le aconsejaron que huyera al vecino Kurdistán iraquí, refugio de tantos manifestantes, si no quería ser detenida, encarcelada, torturada o violada. Le presentaron a un coyote, viajó en un taxi colectivo hasta la frontera donde tuvo que vender joyas para reunir los 300 dólares necesarios para el pasaje. Durante dos días estuvo escondida en el monte mientras esperaba a cruzar a pie, "la liberación".
Acabó "en suelo libre" en los alrededores de Soulaymanieh el 28 de septiembre, bajo el ala de los marxistas-leninistas de Komala, uno de los principales partidos de la oposición kurda iraní con el Partido Democrático del Kurdistán de Irán (PDKI), exiliado en el Kurdistán iraquí desde los años ochenta. Se trata de organizaciones muy izquierdistas y laicas, que entrelazan la causa kurda con la justicia social, los derechos de la mujer y la lucha política contra la República Islámica. Actualmente han abandonado en gran medida la lucha armada.
El 28 de septiembre no es un día cualquiera. Es el día que Teherán eligió para bombardear las bases de retaguardia de estas facciones disidentes, a las que acusa de "terrorismo", "separatismo" y de agitar la revuelta popular. Una lluvia de drones kamikazes y misiles balísticos, el ataque más importante llevado a cabo por Irán en suelo iraquí desde hace diez años y que causó trece muertos y más de cincuenta heridos.
"Mataron a un bebé de pocos días y a su madre", dice Karim Farkhapur, miembro de la dirección del PDKI, frente a sus tumbas, a kilómetros de allí, en la región de Erbil. Camina sobre los escombros de "la ciudadela", que no es más que desolación. Lo mismo la cercana zona de viviendas Azadi ("libertad" en kurdo), donde varias casas han volado por los aires, los vivos –más de 700 familias– están desplazados y los muertos enterrados en el rincón de los mártires formando una nueva hilera. "Esto es lo que llevamos sufriendo cuarenta y cuatro años, éste es el precio de la democracia y la libertad, esto es Irán, un régimen criminal que también mata fuera de sus fronteras y viola la soberanía de otras naciones".
En Irán, las mujeres son sólo una herramienta para la reproducción, no seres humanos.
"La ciudadela” es el pulmón militante del PDKI desde 1993, cuando el partido bajó del monte y creó sus distintos comités de mujeres, de jóvenes, de estudiantes, la Internacional Socialista y la librería. Un enorme complejo, originalmente una base militar bajo el régimen de Sadam Husein, con paredes forradas con los rostros gigantes de mártires pasados y presentes, también dañados por los bombardeos: Qazi Muhammad, Abdul Rahman Ghassemlou, Sadiq Sharafkandi, Nasreen Haddad, Suhaila Qadri...
Siempre que tiene un poco de tiempo libre, Karim Farkhapur cava en la tierra, planta árboles y flores, vida. "Me despeja la cabeza.” Han sobrevivido dos rosas. "Resistencia kurda.” Guarda silencio. El día del "ataque", cuando cayó la primera salva a las 9:40 de la mañana, pulverizó la habitación que solía ocupar en la planta baja. En ese momento estaba arrancando malas hierbas en el otro extremo del solar.
No es la primera vez que Karim escapa de la muerte. En 2006, iba conduciendo cuando un terrorista suicida de los mulás le disparó. Su acompañante, un amigo, murió. Él resultó herido en el pecho y el hombro, pero pudo escapar. En 2008, puso a su familia a salvo en Finlandia. “Fue un sufrimiento, pero un exilio necesario cuando eres opositor a un régimen tan totalitario".
Tenía 14 años cuando en 1983 se unió a los peshmerga, cuatro años después del derrocamiento del Shah-in-Shah, el "Rey de Reyes", Mohammad Reza Pahlevi. "Nos alegramos mucho de su caída. Esperábamos conseguir la autonomía con el ayatolá Jomeini. No queríamos su República Islámica. Declaró una yihad contra nosotros, llamándonos hijos de Satán. Entonces la Guardia Revolucionaria atacó el Kurdistán, destruyó muchos pueblos y tuvimos que pasar a la clandestinidad”.
La historia pasa, a cámara rápida, con sus traumas, sus desilusiones, sus traiciones y sus derrotas. Y siempre el mismo proyecto: un Kurdistán autónomo en el marco de un Irán democrático y laico.
¿Cuántos mártires, prisioneros y desaparecidos en cuatro décadas hay sólo en Irán, donde la minoría kurda representa 10 millones de los 83 millones de habitantes? ¿Cuántas vidas y familias kurdas y no kurdas han sido destruidas por un régimen en guerra contra las mujeres, la vida, la libertad y el pueblo? Son preguntas que se hace en los montes, en algún lugar entre Erbil y Souleymanieh, el relevo femenino peshmerga del PAK, el Partido de la Libertad del Kurdistán, otro grupo de la oposición atrincherado en Irak.
"Millones", responde con un suspiro la jefa de la unidad Ruban Laylakhi, recordando el proverbio kurdo: "La montaña es nuestra única amiga". El origen de su compromiso peshmerga es el genocidio de la minoría religiosa yezidí de habla kurda a manos del Daesh, el Estado Islámico (EI), en Irak y Siria que desde el verano de 2014 deja miles de personas torturadas y asesinadas, muchachos alistados como niños soldado y mujeres esclavizadas, violadas o vendidas. "Somos el único grupo de la oposición en Irán que ha combatido a Daesh con las armas en la mano".
En esta mañana de marzo, Ruban Laylakhi entrena a su batallón a levantar neumáticos, a disparar el AK-47. Está formado por veinteañeras y treintañeras, entre ellas varias activistas feministas recién llegadas y sin experiencia. No lo hacen para matar, sino para defenderse en caso de ataque del "enemigo". Es el aniversario de la muerte de una de ellas, Ain Ghulami, que cayó con 19 años en Mosul el 26 de febrero de 2017 mientras luchaba contra Daesh. Se acerca a su tumba, al otro lado de la ladera, justo después de la comida, arroz con pollo cocinado al fuego de leña.
Ruban Laylakhi "odiaba ser mujer en Irán". Las allí reunidas, vestidas de militar, asienten con la cabeza. "La opresión a la que nos enfrentamos va más allá del velo obligatorio. Estamos sometidas a una discriminación sistémica e institucionalizada por haber nacido mujeres y por pertenecer a la minoría étnica kurda y a la minoría religiosa suní", dice Rezan, de 25 años, con un pañuelo tradicional rojo, blanco y negro atado alrededor de la cara de modo que sólo se le ven los ojos.
Aunque está bajo la protección de un partido político, lo que no es el caso de muchos manifestantes que se encuentran solos frente al régimen del que han huido y sus "jassous", sus espías repartidos por toda la región, no quiere arriesgarse a ser identificada. "Desde que huí, acosan a mis padres. ¿Dónde está su hija? Háganla volver".
Rezan procede de Sanandaj, la capital del Kurdistán iraní, de una familia sumida en la pobreza, orgullosa de verla convertida en peshmerga. Estaba en paro, la lacra endémica de los Rojhelat, oprimidos política, cultural, social y económicamente. "Todo nos resulta complicado, si no imposible: encontrar trabajo, vivienda, trabajar en las administraciones". Estaba deprimida cuando estallaron las primeras manifestaciones. Durante dos semanas participó en ellas, antes de que unos primos la pusieran a salvo ante la feroz represión. Uno de ellos conocía a un miembro del PAK.
Y ahora aquí está, exiliada en Irak, descubriendo cómo manejar un viejo Kalashnikov y la "jineoloji", la ciencia kurda de la liberación de la mujer –"estar en revolución permanente por los derechos de la mujer"–, libre para hablar, leer, estudiar en su dialecto kurdo, el sorani, que se habla a ambos lados de la frontera; quitarse el pañuelo, bailar, cantar, reír, ser. No se lo puede creer.
Jina tampoco. Instalada en el campo de Komala, donde "recuperó su dignidad" y ahora lleva la enfermería, experimentó por primera vez en su vida el lema "mujer, vida, libertad". Ha dejado de llevar el velo, ella que siempre lo llevaba a rajatabla, procurando no enseñar ni un pelo, "para no tener problemas con la policía de la moral, que es aún más violenta en las ciudades pequeñas".
En Irán, bajo la dictadura teocrática y sus leyes predominantemente basadas en la sharia, "las mujeres sólo son un instrumento para la reproducción, no seres humanos". Jina vivía en un "infierno", tanto fuera como dentro de casa, lejos de la imagen exótica creada por Occidente de mujeres kurdas más libres que sus vecinas árabes, persas o turcas.
Aunque el movimiento kurdo figura entre los más revolucionarios y radicales del mundo, la realidad de las relaciones de género no es menos compleja en el seno de las sociedades, especialmente en Irán, bajo un régimen islámico. Las desigualdades siguen siendo profundas, con mujeres sometidas a matrimonios precoces, crímenes de honor y mutilaciones genitales como la ablación.
Jina ha cortado los lazos con su familia, muy religiosa. Le vuelve a crecer el pelo. No lo ha dicho, pero tiene un hijo de 16 años. Silencio. Lágrimas. Todo vuelve de repente. El matrimonio a los 13 años: "Me negué pero me dijeron que no tenía elección, que tenía que dejar la escuela". Años de violencia verbal, física, psicológica y sexual. Luego, finalmente, el divorcio, pero a costa de un terrible sacrificio: la ley iraní priva a la madre de la custodia del niño más allá de los siete años. "Mi hijo vive con su padre y sus tíos. Hace mucho que no lo veo".
Jina no se arrepiente de haber huido: "Allí estaba como muerta.” "Es una heroína, cruzó todas las líneas rojas impuestas a las mujeres", afirma Afshin Dadvand, que vive en el mismo campamento pehsmerga. Miembro de Komala, un partido que "le enseñó a respetar a las mujeres, a su madre, a sus hermanas", pero que no escapa a la misoginia, reconoce, siente "admiración" por las nuevas generaciones: "Se encarcela a colegialas y a estudiantes, se envenena a otras por aspirar a vivir libres, en democracia. La revolución ‘mujer, vida, libertad’ es una poderosa convulsión a escala kurda y a escala de todo Irán. La República Islámica reventará”.
La liberación de Irán pasará por la liberación de las mujeres.
Seis meses después de la muerte de Jina Mahsa Amini, las manifestaciones se han vuelto más raras –excepto en Sistán y Baluchistán, en el sureste del país, donde la gente hace una marcha todos los viernes después de la oración–, pero la protesta continúa. Frente a una represión atroz (más de 500 muertos, 20.000 detenciones que han desembocado en varias ejecuciones), se reinventa colectiva e individualmente, bajo otras formas, en otros lugares diferentes de las calles.
"Muchos manifestantes siguen buscando refugio en el Kurdistán iraquí. Algunos quieren convertirse en peshmergas. Hemos visto un aumento de voluntarios desde la muerte de Jina Mahsa Amini", asegura Afshin Davdand, que tiene que ir a buscar a uno de ellos, recién llegado y herido. Pero el éxodo es imposible de cuantificar. "No todos vienen a través de nosotros. La mayoría son kurdos. Los alojamos, los curamos cuando están heridos, les ayudamos con los trámites para obtener un permiso de residencia.”
Los no kurdos son más difíciles de localizar. Se esconden y evitan estar en la oposición kurda. Petrificados por el miedo y la paranoia. "Ven jassous [espías] de Teherán por todas partes. Y es cierto. El Kurdistán iraquí está plagado de topos al servicio de los mulás. No sabemos quién es quién, con quién hablamos", dice un ejecutivo del partido al que hace poco amenazaron con devolver al país "asfixiado en una bolsa".
Massoud Alipour aumenta sus precauciones y cambia regularmente de casa, concierta citas en un edificio bajo la estrecha vigilancia de guardias y cámaras. En su país, su familia lleva años sufriendo acoso y detenciones periódicas. “Mis padres ya no se atreven a llamarme por teléfono".
Massoud es uno de los pocos manifestantes no kurdos que acepta entrevistarse con periodistas, sobre todo a cara descubierta. Tiene 28 años, procede de Teherán y vive en la región de Erbil desde su llegada ilegal, hace cinco meses. Es ingeniero informático, más bien discreto, de una familia que rinde culto a Jomeini, con quien está enfrentado, negándose a que le dicten su destino, y se encontró embarcado "en la revolución" por un taxista.
La segunda noche llegó a casa sangrando. Sus padres le gritaron: "¡Has estado en la manifestación, tenemos que entregarte a la policía!”. Un amigo lo condujo a la frontera sin esperar más, donde unos enlaces le facilitaron el paso. "Soy un manifestante iraní y me hirieron con 60 balas de goma", escribió el 26 de febrero en un correo electrónico al consulado francés en Erbil, donde solicitó asilo.
Cinco días después, recibió una respuesta en la que se le pedía una copia de su pasaporte, un documento de identidad y una partida de nacimiento. La esperanza ilumina su rostro barbudo y cansado. Su sueño es "el mundo libre". Europa, Francia, "donde puedes ser tú mismo sin arriesgarte a morir".
Incluso aquí, en el Kurdistán iraquí, tomado como rehén por Irán, como todo el país, no ve salida. También teme las represalias. En la calle, un tipo le abordó y le dijo: "Si no vuelves a Irán, te llevaremos allí, con los pies por delante".
Su prometida le dejó en cuanto supo que había ido a la manifestación. Con un argumento contundente: "Ya no eres un buen partido, no tienes futuro". Pero se ha vuelto a levantar, convencido de lo contrario. "La liberación de Irán pasará por la liberación de las mujeres", dice mientras le dejan delante de su refugio.
En la carretera, pintadas en inglés y kurdo llaman a defender la igualdad de género. A respetar a las mujeres. "Creo que nos tienen miedo", se lee al pie de una de ellas, que representa a seis mujeres jóvenes. Eso es lo que repite Jina en su habitación con vistas a las cumbres de los Zagros. Tiene un mensaje para Occidente: "Diga que esto es una revolución, que ya ha cambiado profundamente nuestras vidas y que necesitamos apoyo".
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Este reportaje se ha realizado con la valiosa ayuda de Sangar Khaleel, guía-intérprete.
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Traducción de Miguel López