¿Qué murió en Cuba con la muerte de Fidel Castro?

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Haroldo Dilla Alfonso

Ha muerto Fidel Castro. Con él se desprendió del muro de la historia el último póster de las grandes revoluciones del siglo XX. No quiero decir que comparta el afán onírico de los conservadores de todos los tiempos acerca del fin de las revoluciones. Estas se seguirán produciendo mientras existan —recuerdo aquí a Brecht— esperanzas humanas ante callejones sin salida. Tampoco que deseche la violencia como camino, porque la violencia se ejerce todos los días —física o simbólica—, unas veces desde el mercado, otras desde el Estado, y otras desde una variedad infinita de dominaciones latentes en la cotidianeidad. Aquella microfísica del poder que tanto nos seduce.

Pero sí creo que Fidel Castro simbolizó un tipo de cambio revolucionario jacobinista y voluntarista, cuyos logros nunca han podido compensar sus inmensos costos humanos. Perteneció a un siglo en que los próceres cautivaban corazones cabalgando y armados hasta los dientes —Pancho Villa, Trotsky, Mao, Giap, Guevara— y no a esta época en que los iconos —Mandela, Ghandi, Luther King, Malala, Mujica— parecen más interesados en cambios modestos y graduales pero perdurables. Como si estuvieran optando por esas estrategias intersticiales que Olin Wright se ha empeñado en señalizar como caminos para el futuro. Como si, sabiéndolo o no, estén desempolvando aquel adagio de Gramsci: la clase antes de ser dominante precisa ser dirigente.

Aunque sus panegiristas se esfuerzan en mostrarlo como un pensador del marxismo contemporáneo, en realidad nunca lo fue. El marxismo, un producto intelectual occidental, fue demasiado emancipatorio y libertario para sus miras. Fue, eso sí, un ideólogo consumado y efectivo que usó al marxismo como pretexto. Pero entre sus fuentes nunca hubo algo más que algunas técnicas tomadas de su versión más autoritaria: el leninismo. De aquí hurtó la idea del partido único, el llamado centralismo democrático y otros aderezos que le facilitaron una vinculación particularmente provechosa con el bloque soviético por más de dos décadas. De otros lugares tomó lo más importante: del caudillismo populista la manipulación de masas; de sus maestros jesuitas, el arte de encantar interlocutores; de sus años universitarios, los métodos gansteriles para lidiar con hostiles.

Su legado es práctico. Tras medio siglo al frente del Estado cubano, a Fidel Castro se le reconocerá como el arquitecto de un proyecto de fuerte vocación justiciera. Los programas sociales que patrocinó produjeron una movilidad social inédita en el país. Y la consiguiente creación de un “capital humano” que aún hoy es garantía del despegue económico de la isla y del éxito de sus emigrados. En términos económicos su medio siglo fue un desastre apuntalado por subsidios externos, lo que la sociedad cubana pagó dramáticamente cuando se derrumbó el bloque soviético en 1990. Manejó la economía como un rosario de costosos caprichos que se iniciaron con aquella deshidratante Zafra de los 10 Millones de Toneladas de Azúcar en 1970, pero a su voluntarismo se debe un acierto: la entrada de Cuba a un club selecto de tecnología de punta en el área de la biotecnología y la farmacéutica.

Fidel Castro es imprescindible a la hora de explicar la geopolítica mundial en la segunda mitad del siglo XX. La revolución que lideró obligó a Estados Unidos a mirar a América Latina como algo más que un traspatio y a reformular el marco de sus relaciones hemisféricas. Lo cual, ciertamente condujo a monstruosidades como la invasión a República Dominicana en 1965 o al Plan Cóndor, pero también a la Alianza para el Progreso y a algunos de los proyectos reformistas más avanzados, como fue la sintomáticamente denominada Revolución en Libertad de la democracia cristiana chilena. El surgimiento de proyectos alternativos de todo tipo —desde el nacionalismo militar hasta los llamados “socialismos del siglo XXI”— son inexplicables sin recurrir de alguna manera a la presencia de Fidel Castro en la política continental. Su impacto en África no es necesario explicarlo. Pero como siempre pasa en la vida, no hay resultados unívocos, y habría que reconocer que muchos éxitos internacionales se consiguieron al costo de cuantiosos recursos y vidas humanas, en ocasiones destinados a epopeyas militares que, en nombre de la revolución mundial, terminaron apuntalando satrapías corruptas y sanguinarias.

Creer que con la muerte de Fidel Castro termina el castrismo —como oigo y leo en la hemorragia de opiniones que se vierten a la sombra del sarcófago del Comandante— es doblemente equivocado.

El castrismo como proyecto político —un sistema totalitario que controla todos los aspectos de la vida y pide adhesión entusiasta a sus súbditos— hace tiempo está dejando de existir, incluso se estaba extinguiendo con Fidel Castro al mando del Estado. Lo que hace su descolorido hermano Raúl es administrar la conversión burguesa de la élite postrevolucionaria, y en particular de los altos mandos militares y tecnócratas allegados. Hace tiempo que Fidel Castro era un anciano caprichoso e iracundo que explicaba cómo cocinar frijoles negros, que vociferaba contra Obama, que sugería la moringa como la salvación ambiental planetaria, que opinaba sobre las andanzas pretéritas de los neandertales, entre otras muchas divagaciones propias de su locuacidad senil. Desde su recogimiento convaleciente, nunca renunció a hablar a un mundo que solo él se imaginaba como oyente, pues los caudillos populistas, los auténticos, nunca se retiran.

En cambio, si se habla del castrismo como tradición política, entonces poco se va con Fidel. El castrismo no originó la tradición nacionalista radical y autoritaria de la historia cubana, sino que la consagró. Existía antes —larvada o explícita— y seguirá existiendo. Este es el gran reto de la sociedad cubana.

Cuando le preguntaron a Zhou Enlai su opinión sobre la revolución francesa en 1974, dijo que era un hecho demasiado reciente como para opinar sobre ello. Creo que hay más razones para hacerlo sobre Fidel Castro. Nada podrá eximirlo de las terribles responsabilidades acerca de la falta de libertades y democracia en Cuba, la división de la sociedad y la expropiación masiva de derechos a los que emigraron, la manera irresponsable como jugó con la hostilidad norteamericana y el desastre económico a que condujo a la lsla. Todos los cubanos pagaron algo por su megalomanía, y al menos un par de generaciones afectaron sus existencias al calor de sus consignas, pagando precios demasiado altos para una vida. Pero ningún juicio podrá omitir un dato sencillo: cautivó la imaginación de generaciones enteras que fueron beneficiadas por una revolución que terminó hace mucho tiempo, pero que aún sobrevive como marca política.

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Raúl Castro, con la voz cortada por la emoción y su falta crónica de carisma, anunció unos funerales a lo grande. Imagino que sus restos serán colocados en la Plaza de la Revolución, y que los cubanos desfilarán ante ellos. Unos voluntariamente y otros movilizados por toda la parafernalia de organizaciones que encuadran a la sociedad cubana, cada vez con mayores deficiencias.

Decía el gran escritor cubano Lichi Diego que un defecto de los cubanos era la renuencia a dejar pasar el pasado. No se trata de olvidarlo, pues tenerlo en cuenta es evitar chocar cada día con la misma piedra. Pero sí de superarlo, que es la mejor manera de recordar. Ojalá que la sociedad cubana logre hacerlo y avance hacia un futuro republicano y democrático que no podrá obviar la carga histórica de un proceso intenso y contradictorio que ha marcado la historia nacional de una manera inevitable para quienes habitamos en este siglo que se hace —junto con nosotros— viejo. __________________________________Haroldo Dilla Alfonso es un sociólogo e historiador cubano de formación marxista crítico. En la actualidad, trabaja como investigador en el Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad Arturo Prat (Chile)

Haroldo Dilla Alfonso

Ha muerto Fidel Castro. Con él se desprendió del muro de la historia el último póster de las grandes revoluciones del siglo XX. No quiero decir que comparta el afán onírico de los conservadores de todos los tiempos acerca del fin de las revoluciones. Estas se seguirán produciendo mientras existan —recuerdo aquí a Brecht— esperanzas humanas ante callejones sin salida. Tampoco que deseche la violencia como camino, porque la violencia se ejerce todos los días —física o simbólica—, unas veces desde el mercado, otras desde el Estado, y otras desde una variedad infinita de dominaciones latentes en la cotidianeidad. Aquella microfísica del poder que tanto nos seduce.

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