Un año después de haber ordenado el lanzamiento de 59 misiles de crucero Tomahawk contra la base aérea siria de Al-Shayrat, de donde habían despegado los aviones de combate encargados de bombardear con gas sarín la localidad de Jan Sheijun, Donald Trump está a punto de lanzar un segundo ataque punitivo contra Siria. Incluso puede tratarse, esta vez, de una operación internacional a la que se sumarían Francia y Reino Unido, con una eventual contribución de Catar y de Arabia Saudí.
El ataque sirio perpetrado contra la Guta oriental, a las puertas de Damasco, que lleva a Washington y a sus aliados a preparar dicha respuesta militar, no es de la misma naturaleza que el lanzado contra Jan Sheijun, que causó casi 80 muertos y donde se utilizó sarín de forma masiva y evidente. En Duma, la ciudad de Guta, atacada el 7 de abril, se utilizó una mezcla de cloro y de un “agente neurotóxico poderoso” que todavía no ha sido claramente identificado, que dejó medio centenar de muertos y, según la Organización Mundial de la Salud, casi 500 heridos con síntomas de haber sufrido un ataque químico.
Sin embargo, para Washington, lo mismo que para París, que ha hecho del empleo de las armas químicas por parte de Bashar al-Assad la “línea roja” infranqueable, el ataque es merecedor de una “respuesta fuerte”; no se puede dejar este ataque sirio sin una réplica espectacular. El objetivo es, en nombre de la lucha contra la proliferación química, disuadir al régimen sirio de volver a recurrir a lo que le queda de arsenal ilegal de gas químico para obtener, sobre el terreno, avances tácticos más rápidos que los que le permiten las armas convencionales. Para Donald Trump, todavía guiado por la obsesión de denunciar el desastre que en su opinión fueron los dos mandatos de Barack Obama, también se trata de demostrar que ahora, a la cabeza de Estados Unidos, hay un presidente sin miedo a asumir sus responsabilidades. Una alusión directa al verano de 2013 cuando, después de un ataque con gas sarín, también contra la Guta y que cruzaba la “línea roja” establecida por Washington, Londres y París, François Hollande tuvo que renunciar a atacar varios objetivos sirios, ante la falta de apoyo de Estados Unidos y de Reino Unido. Y todo ello en un momento en que París ya había planificado una operación de represalia muy disuasiva y con los Rafale y los Mirage del Ejército del aire listos para despegar.
El ataque contra la base Al-Shayrat, hace un año, permitió a Trump mostrar cierta resolución, en apariencia. Pero entonces se trataba de una operación de represalia ampliamente simbólica, dirigida a un objetivo único y cuyos desastres, sobre todo habida cuenta de los medios empleados, fueron muy limitados. La presencia militar rusa en Siria, el despliegue de asesores rusos ante el número de unidades sirias explicaban en parte la prudente decisión del Pentágono. Tal y como estaba previsto, la operación americana dio lugar a una reacción airada, pero muy formal, de Moscú. Y el carácter disuasivo del ataque se reveló nulo, como se puede constatar a día de hoy.
La operación que los occidentales, con Estados Unidos y Francia a la cabeza, amenazan con lanzar ahora de forma inminente, se revela más difícil de aceptar en Moscú país que, desde el 11 de abril, ha alertado en contra de cualquier acto que pudiese “desestabilizar la región”. También ha sugerido que los misiles americanos se dirigen a “los terroristas y no al Gobierno legítimo sirio”. Además, la víspera, el embajador ruso en Líbano llegó a decir que los misiles americanos lanzados contra Siria serían abatidos y los lugares de lanzamiento, alcanzados.
Aunque el tamaño del cuerpo expedicionario ruso se haya visto reducido desde noviembre de 2017, aún hay casi 3.000 soldados, un millar de hombres de las fuerzas especiales, varios batallones de la Policía militar salidos de las repúblicas musulmanas del Cáucaso y varias decenas de aviones y de helicópteros de combate.
Este contingente ruso, presente desde 2015, que ha permitido al régimen de Bashar al-Assad recuperar el control de una situación militar muy comprometida, dispone –en virtud de un acuerdo alcanzado en enero de 2017– de una “base permanente” en el aeropuerto de Hmeimim y una “base naval permanente” en el Mediterráneo en el puerto de Tartus. Dichas bases y otras instalaciones estratégicas sirias ahora están defendidas por el último grito de la industria militar rusa: baterías de misiles tierra aire S-300 y S-400 y baterías móviles de detección y de defensa antiaérea Pantsir y Tor M1. Arsenal que los respectivos Estados Mayores deben, evidentemente, tener en cuenta a la hora de planificar sus operaciones.
En un primer tiempo, Washington y Paris, sin negar su voluntad a la hora de manifestar una “reacción firme” contra Siria, han tratado de conseguir del Consejo de Seguridad una resolución que incluya un nuevo “mecanismo de investigación independiente de Naciones Unidas sobre el recurso a las armas químicas en Siria”. El texto obtuvo 12 de los 15 votos, tres más de los necesarios (nueve) para su aprobación, pero Moscú lo vetó. Otros dos proyectos de resolución presentados por Rusia también fueron descartados por Washington, París y sus aliados en el Consejo de Seguridad porque preveían un dispositivo de investigación sobre el uso de armas químicas pero sin identificar a los usuarios. Todo se ha hecho, en otros términos, para que Moscú demuestre a sus aliados que Rusia defiende firmemente sus posiciones y para que los occidentales le demuestren a la comunidad internacional que han tratado de recurrir a la diplomacia antes de emplear la fuerza. Pero mientras Emmanuel Macron precisaba que varios ataques se dirigirían “a las capacidades químicas del régimen” y no “a los aliados de este último” y declaraba no desear “ninguna escalada”, Donald Trump, que acaba de anular su visita a Perú, alertaba, en un tuit, a Rusia, “aliada de un animal que mata con gas”, contra los misiles “bonitos, nuevos e inteligentes” que Washington estaba a punto de lanzar.
Baladronadas tecnológicas que no puede disimular no obstante la situación estratégica difícil en la que se encuentra en realidad el presidente norteamericano. Nadie olvida en efecto, en concreto en Oriente Próximo, que solo días antes de tomar la decisión de atacar al régimen de Damasco, había anunciado su intención de retirar de la región los 2.000 hombres de las fuerzas especiales encargados de luchar contra lo que queda de la organización del Estado Islámico. Entre el proyecto de retirada y la voluntad de atacar a un protegido de Putin, ¿cómo van a poder los aliados, lo mismo que los enemigos de Estados Unidos, entrever una estrategia clara? ¿Cómo París, que ha mostrado su voluntad, desde el comienzo de los intercambios diplomáticos, por establecer claramente las responsabilidades sitia y rusa en este delito, podría incluir estas decisiones políticas y operacionales en una situación tan incierta?
Según The New York Times, Trump, en Siria, podría decantarse entre tres opciones, todas malas. La primera es “el ataque punitivo limitado”, similar al lanzado hace un año contra la base de Al-Shayat. Puede ser doloroso para el régimen y no puede cambiar el curso de la guerra o arrastrar a Estados Unidos a una situación imprevisible. Los daños que provoca pueden ser reparados rápidamente por el régimen con ayuda de sus aliados rusos e iraníes.
El segundo es hacerle la guerra más difícil a Bashar al-Assad armando, como lo intentó Obama, a algunos rebeldes bien elegidos. El problema de esta opción, a día de hoy, es que puede ser contrarrestada fácilmente por Irán y Rusia, mediante el envío de refuerzos o con la entrega de más armas o armas más poderosas.
El tercero consiste en lanzar un ataque frente ante el cual Irán y Rusia sean impotentes, por ejemplo mediante la elección de objetivos que amenazan la existencia incluso del Gobierno sirio. El primer riesgo que presenta esta decisión es el de provocar el hundimiento del Ejecutivo, es decir, sumir a millones de sirios en un caos peor que el que conocen a día de hoy. El segundo riesgo es una confrontación directa con Rusia, con todas las consecuencias que una crisis así puede causar en la región y hasta en Europa. “No hay victoria posible para Trump”, constata un diplomático árabe, “sino el riesgo, muy real, de añadir caos al caos, de agravar más la inestabilidad regional y de provocar una escalada militar”.
Irán tendrá a un lanzamiento de misil todo el territorio israelí
Porque aunque no sean visibles en primera línea en el cara a cara entre Estados Unidos y Rusia que Trump, lo mismo que Putin, están organizando, los otros actores regionales (Irán, Israel, Arabia Saudí, Turquía) contribuyen ampliamente a la tensión que transforma Oriente Medio en un polvorín. Y la actitud de cada uno de estos países se verá probablemente afectada por una ofensiva militar americana y occidental en Siria.
Después de haber participado ampliamente, junto a Rusia, al restablecimiento militar de Bashar al-Assad, Irán pretende ahora verse recompensada por los esfuerzos y los de sus milicias con la instalación en Siria de numerosas bases militares que representan su voluntad de controlar un arco chiíta que va desde los alrededores de Afganistán a las orillas del Mediterráneo, vía Irak, Siria y Líbano. Su presencia, o la de sus milicias, en el sudoeste de Siria, le permite también disponer de posiciones a tiro de mortero de Israel. Es decir de tener a alcance de misil la totalidad del territorio israelí.
Esta estrategia, como la obsesión antiiraní de Benjamin Netanyahu, que no todos los estrategas israelíes comparten, ha sumido a ambos países en una carrera de colisión temible: Israel busca reforzar su presencia militar en Siria e Israel está dispuesto a todo, o a casi todo, por impedirlo. Última manifestación espectacular de esta hostilidad: el ataque aéreo de la aviación israelí, el lunes pasado, contra la base aérea T4 cerca de Homs, que alberga un centro de control de drones iraníes y donde están estacionados, además de los guardianes de la Revolución Iraníes, aviones de combate rusos y sirios y sus tripulaciones.
No era, ni mucho menos, la primera incursión militar israelí en el espacio aéreo sirio. Estos últimos años se ha producido un centenar de operaciones del mismo tipo con el visto bueno, total o parcial, de los militares rusos que controlan el cielo sirio. La mayoría tenía como objetivo depósitos de armas o convoyes de material militar iraní con destino al Hezbollah libanés. El pragmatismo de los militares rusos y las buenas relaciones entre Benjamin Netanyahu y Vladimir Putin explicaban esta relativa buena voluntad de Moscú.
Pero el último ataque aéreo israelí en Siria, como las amenazas de ataques occidentales contra el régimen de Damasco, quizás están cambiando estos acuerdos, a lo que se suma la incertidumbre regional. Moscú, primera capital en atribuir el ataque de la base T4 a Israel, ha manifestado su “preocupación”, tras estos hechos, antes de emitir un comunicado criticando “el uso indiscriminado de la fuerza contra civiles” por parte del Ejército israelí en Gaza. Toda una conjugación de signos que los expertos israelíes han calificado de inquietantes porque podrían poner en peligro la “coordinación militar” con Rusia en Siria, que los dirigentes israelíes consideran vital. No sólo para atacar Irán cuando lo estiman necesario, también para perseguir los vuelos de aviones o de drones de observación que informan al Ejército sobre la presencia militar iraní.
Otra razón por la que Israel desea preservar las buenas relaciones con Moscú es la pertenencia de Rusia al “cuarteto” diplomático de Oriente Medio (con Estados Unidos, la UE y la ONU), que el Gobierno pretende conservar ante la perspectiva del nuevo plan de paz norteamericano-saudí para Palestina. Aunque las relaciones entre Moscú y Teherán, en Siria, estén lejos de ser estables, hasta el punto de que algunas guarniciones iraníes han sido desplazadas y Rusia ha amenazado incluso con interrumpir las entregas de armas iraníes en Damasco, los dirigentes rusos ven con cierta desconfianza la nueva alianza americano-israelí-saudí que se está fraguando.
Saben que, esta alianza, que puede concretarse con la eventual contribución de Arabia a un ataque contra Siria, se cimenta esencialmente en la hostilidad común a Irán. Hostilidad basada en la rivalidad entre sunitas y chiítas, sobre la vieja rivalidad entre Riad y Teherán por el control de la región, y en el odio que profesan Trump, Netanyahu o el joven príncipe saudí Mohamed ben Salmane al régimen de los mulás. Régimen con el que Obama y sus socios de los “5+1” (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, China, Rusia y Alemania) cometieron el inmenso error, en su opinión, de alcanzar un acuerdo relativo a la paralización del programa nuclear iraní.
Cuando se suma a este tablero el muy preocupante papel de Turquía, miembro de la OTAN, hostil al régimen de Bashar al-Assad, pero lleva a colaborar con Rusia e Irán, protectores del régimen de Damasco, para oponerse a las milicias kurdas y liquidar cualquier embrión de una hipotética región kurda, se mide la magnitud de la conmoción que puede sacudir mañana esta región, ya muy inestable. También permite medir hasta qué punto el calibrado de un eventual ataque internacional será decisivo, no sólo por su capacidad de disuasión, sino también por el impacto que tendrá sobre un país asolado y un pueblo que pasa penurias.
A tenor de toda esta maraña de riesgos, ¿hay que dejar impune el uso de las armas químicas por parte de un tirano? Ciertamente no, aunque si tantos otros crímenes contra la humanidad o violaciones del derecho internacional hayan quedado sin castigo. Una vez más, ¿hay que contentarse con un ataque ampliamente simbólico que no cambiará en nada el destino de esta guerra interminable? Quizás no. La tragedia, en estas horas decisivas, es que el grueso de la decisión está en manos de un hombre tan poco sensato y razonable como Donald Trump.
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Traducción: Mariola Moreno
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Un año después de haber ordenado el lanzamiento de 59 misiles de crucero Tomahawk contra la base aérea siria de Al-Shayrat, de donde habían despegado los aviones de combate encargados de bombardear con gas sarín la localidad de Jan Sheijun, Donald Trump está a punto de lanzar un segundo ataque punitivo contra Siria. Incluso puede tratarse, esta vez, de una operación internacional a la que se sumarían Francia y Reino Unido, con una eventual contribución de Catar y de Arabia Saudí.