Los refugiados perdidos de la ruta de los Balcanes

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J.-A. Dérens | L. Geslin | S. Rico (Mediapart)

Una granja abandonada, oculta tras un bosque frondoso, en Volvodin, al norte de Serbia, a cientos de metros de la frontera húngara; medio centenar de jóvenes viven en ella, hacinados en habitaciones que hace tiempo no tienen ventanas. En invierno, las temperaturas nocturnas caen por debajo de los -10º C.

Para calentarse, los migrantes queman maderas y plásticos usados y reúnen todas las mantas que puedes. Rauf, oriundo de Pendjab, sólo tiene 15 años, pero hace más de un año que emprendió la ruta. “He cruzado Pakistán, Irán, Turquía, Grecia, Macedonia, Serbia”, explica. ¿Su objetivo? Llegar a París, donde reside su padre.

Algunos ya han intentado diez, quince veces, atravesar Hungría, puerta de acceso al espacio Schengen. “Por la noche, lanzamos prendas sobre las alambradas de espinoso”, prosigue Rauf. A estas repetidas intentonas, han terminado por ponerles nombre: “el juego”. El del ratón y el gato con las fuerzas policiales que patrullan, día y noche, al otro lado del inmenso muro que rodea la frontera. La mayoría son atrapados enseguida. El procedimiento siempre es el mismo, se les identifica y devuelve a Serbia, tras ser golpeados casi de forma sistemática.

“Desde hace más de un año, nuestros médicos y enfermeros escuchan las mismas historias que hablan de hombres golpeados y humillados”, cuenta Stéphane Moissaing, director de la misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Serbia. “Hungría, Croacia, pero también Bulgaria utilizan intencionalmente la violencia para disuadir a los migrantes a la hora de pedir asilo en la UE. Sin embargo, esto no les desanima, aunque les causa series problemas físicos, los hace más vulnerables aún”, se indigna.

Un equipo móvil de MSF va una vez por semana a los bosques aledaños a la frontera. “Curamos gripes, infecciones respiratorias e intestinales, enfermedades de la piel debidas a las malas condiciones higiénicas, pero también a las heridas provocadas por los golpes y las mordeduras de perros y de policías”, explica Iva, la doctora serbia del equipo. En torno a Subotica, entre Horgoš y Bački Vinogradi, hay varios cientos de personas sobreviviendo en los esqueletos de las antiguas granjas, agrupados por nacionalidades.

Esta mañana soleada de enero, el ambiente es distendido. La ONG alemana Rigardu ha instalado un camión ducha y un salón de bellezasalón de belleza, que permite a los migrantes afeitarse o cortarse el pelo. En el suelo, hay teléfonos en carga, conectados al grupo electrógeno que han traído los voluntarios. Para cruzar la frontera es esencial contar con los pasadores de migrantes: dos de ellos están presentes, negocian a la vista de todos sus servicios con aquellos que tienen algo de dinero. Piden de 300 a 400 euros por persona, redistribuidos como propina a policías húngaros que están conchavados. Por el contrario, a la Policía serbia no se la ve y tolera el campamento de migrantes, apartado de las ciudades.

Según Stéphane Moissaing, entre 1.000 y 1.500 migrantes acceden cada mes en Serbia, sobre todo desde Macedonia y Bulgaria; otros tantos salen. Desde el cierre oficial de la ruta de los Balcanes en marzo de 2016 las vías de paso siguen siendo las mismas, pese al refuerzo de los medios policiales locales y de Frontex. En 2015 y 2017, el presupuesto de la agencia europea se multiplicó por dos, pasando de 143 a más de 280 millones de euros.

Para evitar estas medidas de seguridad, algunos migrantes tratan de abrir nuevas rutas. En 2017, 735 personas en situación irregular fueron detenidas en Bosnia-Herzegovina, ocho veces más que el año anterior, la mitad de ellas cerca de la frontera con Serbia. Y la tendencia parece acelerarse: más del 25% de estos arrestos se produjeron en diciembre. “Son los más pobres, los que ya no tienen medios para pagar a los traficantes, quienes tratan de rodear el obstáculo húngaro por el sur”, dice Stéphane Moissaing. “El fenómeno de momento es marginal, pero no se sabe lo que pasará en primavera, cuando los flujos vuelvan a subir”.

Según los datos del Alto Comisionado para los Refugiados, hay otras 4.000 personas en campamentos gestionados por el Gobierno serbio, una cifra estable desde hace meses. El de Obrenovac, en el enorme extrarradio de Belgrado, únicamente hay hombres solos, de ellos 17 son menores. En el último censo eran 737: 235 afganos y 395 pakistaníes, seguidos por un impresionante crisol de nacionalidades: argelinos, marroquíes, nepalíes, indios, somalíes, etc.

Obrenovac, los responsables del centro visitan el pabellón deportivo, el hogar y la escuela, que ofrece clases de inglés, de serbio y de matemáticas a los menores. Los residentes pueden circular libremente e ir a la ciudad, si informan de su salida. Las condiciones son correctas, pero la promiscuidad duradera termina por desesperar. En noviembre pasado, el campamento fue escenario de una batalla campal en la que se vieron implicados varios cientos de personas, principalmente afganos y pakistaníes. Otra pelea estalló el 23 de enero. Miloš, empleado de la comisaría serbia para los refugiados, resume el problema a una historia “exceso de hormonas entre jóvenes”. La gran mayoría de estos hombres tienen entre 20 y 30 años.

Bloqueados desde hace dos años

Muchos migrantes rechazan alojarse en el centro, por miedo a ser identificados y tener que permitir que registren sus huellas digitales. “Si quieren beneficiarse de los servicios del centro, tienen que registrarse”, dice el joven, que ha trabajado ya en otros campamentos, “más tranquilos, donde hay familias”. En los accesos al centro los traficantes cierran negocios y la Policía permite las idas y venidas frecuentes de los ocupas que permiten el paso clandestino de la frontera.

Milica, que también trabaja en la comisaría serbia, se ocupa sobre todo de los menores. “Algunos permanecen postrados. Todos han tratado de cruzar la frontera numerosas veces, han sido golpeados, revueltos. Muchos han sido devueltos desde Hungría o Croacia. Han perdido la esperanza y la perspectiva de volver al país sería el final del sueño, el reconocimiento de su fracaso”. Para los voluntarios de las ONG, el principal problema es la ociosidad. “Reciben tres comidas al día y tienen agua caliente para ducharse, pero no hacen nada durante el día, ¿cómo se puede vivir así durante meses?”, se pregunta uno de ellos.

Idriss, 23 años, estudiaba Derecho en Argel. Decidió adentrarse en la ruta hace 18 meses por “problemas” que prefiere no concretar. Primero accedió a Turquía, donde trabajó algo, antes de adentrarse en la ruta de los Balcanes. El joven pasa el invierno en Obrenovac para recuperar fuerzas. La continuación de su viaje dependerá de su capacidad de reunir bastante dinero para tratar con los pasadores.

En la frontera con Croacia, cerca de Šid, unas 150 personas viven en los bosques aledaños al centro de acogida, algunos desde hace más de un año. Son argelinos en su mayoría, pero también hay afganos y marroquíes. Estos jóvenes prefieren permanecen en “la jungla”, porque consideran que, al no ser sirios o iraquíes, no tienen ninguna posibilidad de conseguir asilo en Serbia y que una estancia en un campamento oficial sólo retrasaría su objetivo; llegar a un país rico de la UE.

Sava, otro empleado del Comisaría, también refugiado serbio expulsado de la Krajina croata en 1995, espeta: “Nosotros, los serbios, sabemos lo que significa ser refugiado. Consideramos a los migrantes seres humanos, se les trata bastante mejor en nuestro país que en el vuestro, en Calais [Francia]”. Su superior añade: “Todos los problemas vienen de los campamentos improvisados que levantan los anarquistas pagados por la UE... Manipulan a los migrantes, pero su objetivo es ¡obtener subvenciones! Los días 25 y 26 de diciembre, varias decenas de migrantes iniciaron una sentada en los campamentos que separan Serbia y Croacia, en las inmediaciones de la localidad de Tovarnik, antes de ser evacuados por la Policía serbia, que les ha conducido a los campamentos, como el de Obrenovac.

En 2018, Serbia debería percibir 16 millones de euros de la UE para financiar los centros de acogida. Esa cifra, sumada a los medios de las ONG, supone un presupuesto anual de casi 4.000 euros por refugiado, mucho más elevado que los ingresos de muchos serbios. “La ruta de los Balcanes sigue funcionando”, explica Stéphane Moissaing. “La UE se acomoda a estos flujos con tal de que sean discretos”. Las cifras quedan bastante lejos de las de 2015. “Por su parte, Belgrado trata de concentrar a la gente en los campamentos, mientras que algunas familias permanecen bloqueadas en el país desde hace dos años”.

En este momento, MSF trata de poner en marcha un programa de reasentamiento en apartamentos vacíos, pero las autoridades serbias no ocultan sus reticencias. La matriculación de niños de refugiados en escuelas de las afuera de Belgrado, el otoño pasado, sólo formó parte de una campaña de comunicación: las autoridades serbias en 2017 sólo aceptaron dos peticiones de asilo. Incluso los migrantes empleados por las ONG presentes en Serbia no consiguen obtenerlo.

Para las autoridades serbias, el cálculo es ganador se mire como se mire. Belgrado se muestra reticente a desempeñar el papel de guardián de las fronteras europeas. Esto sirve de moneda de cambio al presidente Aleksandar Vučić, asegurándole una suma importante. En cuanto al flujo mínimo de aquellos que los traficantes consiguen introducir en Hungría o en Croacia, sólo sirve para mantener el sistema. _____________

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

Una granja abandonada, oculta tras un bosque frondoso, en Volvodin, al norte de Serbia, a cientos de metros de la frontera húngara; medio centenar de jóvenes viven en ella, hacinados en habitaciones que hace tiempo no tienen ventanas. En invierno, las temperaturas nocturnas caen por debajo de los -10º C.

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