Secuestros, torturas y esclavitud: por qué los migrantes hacen todo lo posible para huir del “infierno libio”

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Nejma Brahim (Mediapart)

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A bordo del Ocean Viking, mujeres y hombres migrantes denuncian haber sufrido numerosos abusos y atropellos por parte de los libios, desde malos tratos hasta torturas y trabajos no remunerados. Muchos de esos migrantes decidieron cruzar el Mediterráneo en un intento por escapar de esa situación.

“En Libia, fue terrible”, espeta Seydou. Este maliense de 29 años es uno de los 374 migrantes rescatados por el barco humanitario de la asociación de ciudadanos europeos SOS Mediterráneo durante su primera rotación en el Mediterráneo central, del 11 al 25 de enero. También es el marido de Lisa, quien relató a Mediapart (socio editorial de infoLibre) la violencia sexual a la que se vio sometida en Libia.

“Huí de la guerra en Malí. Me dispararon en el muslo y me operaron en dos ocasiones”, confía el hombre una noche oscura, en la cubierta del Ocean Viking. Al llegar a Libia a principios de 2020, el joven trabajó durante un tiempo y luego intentó cruzar el Mediterráneo. Pero él y los demás candidatos a viajar fueron interceptados por los guardacostas libios.

“Me metieron en la cárcel durante un mes y medio”, explica. Y, entre susurros, cuenta: “Fue muy difícil. Todas las mañanas nos golpeaban. Me torturaron golpeándome en la planta de los pies con un tubo. Sólo comíamos una vez al día, un trozo de pan y agua salada”. Un día los guardias le sorprendieron intentando forzar la cerradura para escapar. Abrieron fuego y le dispararon en la espalda.

“Dispararon a muchos otros. Cuatro personas murieron. A mí me dejaron así. Todavía tengo la bala en el cuerpo”, asegura, dándose la vuelta para señalar el omóplato. Al final, Seydou consiguió escapar y embarcarse con su compañera, Lisa, cuatro meses después.

Para Mohamed y Abdallah, ambos de 17 años, Libia está enferma de un profundo sentimiento de racismo contra los negros. Uno viene de Guinea y el otro de Sierra Leona. “El mero hecho de caminar por las calles de Libia puede llevarte a la cárcel. Te detienen, te encarcelan y luego piden un rescate a tu familia en tu país...”, detalla el primero.

Encarcelado en Zauiya y luego en Zuara, dos ciudades costeras al oeste de Trípoli, Mohamed habla de condiciones de detención “peligrosas”. “Nos daban un poco de comida cada 24 horas. Me pidieron dinero para salir, pero no tenía. Conseguía escapar rompiendo la puerta”.

Su vecino, sentado en uno de los bancos de la cubierta del Ocean Viking, deja repentinamente de mirar el mapamundi que decora la pared de enfrente e interviene: “¡Nos vendieron!”. exclama. “Si no le has contado eso, no has dicho nada de Libia”.

Mientras se dirigían a un punto de encuentro para realizar trabajos sin declarar, 25 migrantes del África subsahariana, entre los que se encuentra él, fueron secuestrados. “Hombres armados nos subieron a una camioneta y nos dejaron con otros hombres. Nos encerraron en una pequeña habitación sin ventanas, no podíamos respirar. Pidieron un rescate a nuestros padres”.

Aquí también se les proporciona una pequeña cantidad de comida y agua salada, “lo justo para no morir”. Los migrantes golpean las paredes con la esperanza de ser liberados, sin éxito. Finalmente, consiguen forzar la puerta para escapar a primera hora.

En las obras de construcción, donde trabajan sobre todo en trabajos manuales y difíciles, los inmigrantes también se enfrentan a abusos físicos y verbales. “Trabajas de 8 de la mañana a 7 de la tarde, sin descanso, hasta que estás agotado. Ni siquiera puedes orinar. Y al final, no te pagan. No puedes hacer nada porque si te quejas te pegan y te amenazan con un arma”, asegura Mohamed.

Amadou, senegalés de 16 años, asegura haber padecido los mismos abusos. “Vas a un punto de encuentro y esperas a ver si el empresario te elige. Cuanto más joven y delgado seas, menos posibilidades tendrás. Cuando consigues trabajar, unas veces te pagan y otras no. No tienes nada que comer en todo el día”.

Durante la segunda rotación marítima del Ocean Viking, del 2 al 7 de febrero, que socorre a 424 migrantes en peligro, a bordo de lanchas neumáticas, Genesis se sienta en la cubierta del buque humanitario, donde pasa la mayor parte del tiempo, día y noche. Originario de Nigeria, este joven de ojos redondos se fue de su país tras perder a su madre.

“Mi padre hacía trabajillos esporádicos pero resultaba muy difícil salir adelante económicamente. Tengo seis hermanos y hermanas y se decidió que tenía que trabajar para mantener a la familia”, explica en un inglés cantarín. En Libia, vivió en Murzuq, en un gueto lleno de nigerianos. “Pagaba 10 dinares a la semana de alquiler”.

De inmediato, un tunecino le ofrece trabajar con él en la electricidad. “Un día, al terminar mi jornada, un libio vino a pedirme dinero. Le contesté que no tenía y me disparó en el tobillo. Sigo tenido la bala alojada en mi cuerpo”. Cuando fue al hospital, los médicos le hablaron de amputarlo o de volver a Nigeria para recibir tratamiento.

Un mes después tiene que volver a caminar, a pesar del dolor, para trabajar y “ganarse la vida”. Se trasladó a Qatrun, en el suroeste de Libia, donde encuentra un trabajo en otra empresa. “Me pagaban 150 dinares al día [27 euros], pero las condiciones de trabajo eran muy malas: nos pegaban si cometíamos el más mínimo error. Una vez, me hirieron el ojo con una tabla de madera”.

Una mañana, en el refugio para mujeres, Sylla se sienta en el suelo junto a Ali, Ibrahim y Drissa, que dibujan para mantenerse ocupados. La madre ha realizado la travesía con sus siete hijos, de entre 4 y 15 años. “Nuestro padre murió y estábamos viviendo con nuestros abuelos. Nos echaron de casa después de su muerte”, dice Fodé, el mayor de los hermanos. Sylla y sus hijos abandonaron Costa de Marfil cuando estaba embarazada de su hijo menor.

En Libia, Fodé y su hermano Bangali, que ahora tiene 12 años, deben trabajar para mantener a la familia. “Éramos aprendices de albañil en las obras. A menudo trabajábamos sin cobrar al final de la jornada. En varias ocasiones, los dos hermanos también fueron encerrados en un cobertizo en las afueras de la ciudad.

“Podía durar semanas o meses. Nos maltrataron y abusaron de nosotros. Un día me golpearon hasta romperme el brazo a la altura del codo", dice Bangali, tratando de mover la articulación, con dificultad.

Mientras tanto, Sylla, su madre, ignora dónde están. La mujer trabaja como “criada” para una familia libia. “Libia es realmente...", resopla Fodé, que deja su frase en suspenso. Algún día quiere ser escritor para “contar la historia de la migración” desde dentro. “Para que no les pase lo mismo a mis hermanos, que se quedaron en mi país”.

El domingo 7 de febrero por la noche, en vísperas del desembarco de los migrantes rescatados por el Ocean Viking en el puerto de Augusta, en Sicilia, Nana, Jamila, Maïmouna y Aïcha se reúnen en la puerta del refugio de mujeres y hablan de Libia. “Viví un año en Trípoli”, susurra la primera, oriunda de Malí. “Me encargaba de las labores de mantenimiento, en casa de un libio".

“Libia no es un país. No tienes derechos, ni libertad, ni dignidad”

Se supone que le pagaba 300 dinares al mes, pero sólo le abonaron tres meses de todo el año. “Cuando le pregunté por qué, me insultó. Me golpeó con un cinturón, sus hijos me patearon en el estómago. Luego me llevaron a otro barrio de Zuara, por la noche y me encerraron en una habitación durante un mes”.

Allí, Nana sólo puede comer una vez a la semana y tuvo que beber agua salada. Es alguien cercano a su empleador quien la descubre y le ofrece ayuda. “Me liberó pero me pidió que no dijera nada a nadie. Un policía me encontró en la calle y me ayudó. Estaba casi desnuda, así que me compró ropa y zapatos. Libia no es un país. Allí no tienes derechos, ni libertad, ni dignidad. Nos tratan como a esclavos”.

Jamila, marfileña, reacciona a su historia. “Por eso estamos huyendo. Si nos hacemos a la mar, tenemos un 50% de posibilidades de morir. Pero en Europa sabemos que existen los derechos humanos. En Libia, ella también era empleada de hogar en casa de un particular.

“Trabajamos sin descanso. No está permitido comer. Mientras cocinas, te escupe o te tira la comida a la cabeza. Cuando le saludas, te acerca el jersey a la nariz y te dice: “¡Barra!. (¡Fuera!) para hacerle entender que hueles mal". 

Su empleador la amenaza regularmente con encerrarla en una bolsa y tirarla al agua. “Eres su esclavo, ellos mismos te dicen que pueden hacer lo que quieran contigo. Al estar sin papeles, ¿a quién puedes reclamar?” Jamila dice que muchos “hermanos” africanos desaparecen de la noche a la mañana sin dejar rastro.

Hace unos meses perdió de vista a su propio hijo de 16 años. “Cuando trabajas en las casas de la gente, te quedas allí un mes y luego te vas a casa dos días. Cuando llegué a casa, no estaba”.

En medio del relato, Maimouna, sentada en el umbral de la puerta, se viene abajo. “¡No llores Maimouna, ya pasó!", le dice Jamila. Pero está inconsolable. Se limpia con el dorso de la mano las lágrimas que corren por sus mejillas y humedecen su mascarilla quirúrgica. Susurra algo a sus amigos, que traducen.

“¡La violaron! Dice que estuvo en prisión durante tres meses. Está desanimada”. Con sólo 23 años, la joven parece estar fuera de este mundo. Su mirada vacía insinúa una profunda desesperación. Añade, antes de levantar el puño de su pantalón para mostrar su tobillo izquierdo: “Intenté escapar. Intentaron cortarme el pie con un cuchillo”. Aparece una cicatriz de cuatro centímetros. Sus amigos parecen descubrirlo por primera vez.

Maimouna vuelve a sumirse en un silencio doloroso y en un llanto inconsolable. Nana, Jamila y Aïcha continúan su conversación mientras le frotan la espalda para consolarla. Jamila también se burla del bebé de Aïcha, que está muy agitado: “Ha visto muchos horrores, le ha puesto nervioso... ¡El niño quería irse de Libia, eh! ¡Se va a convertir en italiano!”, bromea.

A Aïcha le cuesta sonreír. Su mirada se fija en el suelo sin poder despegarse de él. Ella, su marido y su hija abandonan Costa de Marfil tras ser rechazada su unión por sus familias. Estaba embarazada de un mes cuando llegaron a Trípoli, donde pronto fueron encarcelados. Da a luz en una celda. “He sufrido mucho, no me atendieron”. Son las otras mujeres, encarceladas con ellas, las que la asistieron mientras daba a luz.

“Los hombres estaban armados y nos maltrataron. Golpeaban a mi marido todos los días. Una vez, dispararon junto a mí con su arma, sólo porque pedimos comida”. Aïcha se arremanga el jersey. Tiene el antebrazo marcado con una gran cicatriz de forma ovalada. “Esta es de la vez que me echaron gasolina ardiendo”.

Aïcha intenta calmar a su bebé, que no deja de moverse. Tras un silencio, susurra: “A las mujeres nos obligaban a acostarnos con ellos. Me violaron cuando acababa de dar a luz. Son bestias”. Consiguió huir con otras tres mujeres y sus hijos, pero sin su marido. Se refugió con su cuñado, que también vive en Libia.

Después de las 10 de la noche, la cubierta del barco se inunda de bolsas de plástico naranjas en las que duermen los migrantes. El grupo de amigas se va a dormir. Maïmouna permanece postrada, durante una hora en cubierta, con los ojos perdidos, mirando al horizonte. Luego resopla, en un esfuerzo inconmensurable: “I go to sleep” (Me voy a dormir).

A la mañana siguiente, Mangana (nombre supuesto), un joven guineano, se prepara para desembarcar. El equipo médico lo coloca en el banco frente al refugio para mujeres mientras espera que le hagan la prueba del covid-19. Tiene apenas 18 años y le cuesta caminar. Sus dos piernas llevan las cicatrices de los horrores que sufrió en Libia, donde vivió durante tres años.

“Nos engañaron un día en que mi amigo y yo buscábamos trabajo. Nos ofrecieron subir a un coche y nos vendieron”, cuenta, y añade que finalmente acabaron en la prisión de Bani Walid, dirigida por la “mafia hace un mes. Allí también le ordenaron al joven emigrante que pidiera dinero a sus padres.

“Le contesté que no podíamos permitírnoslo. Uno de los hombres me ató las manos a la espalda y me torturó. Me golpeó en ambas piernas con una barra de hierro y ahora mis huesos están doblados”. Al final fue otro amigo el que pagó 500 dinares para que lo liberaran. Desde entonces, Mangana sufre una fractura en una de sus piernas y necesita ser operado.

“Me quedé en casa, tomé Doliprane y me di masajes. Pero todavía me duele mucho”, lamenta. Cuando se levanta el pantalón de deporte, ante la intrépida mirada de un niño que está a su lado, su pierna derecha aparece deformada. Su segunda pierna está plagada de cicatrices y un agujero deja adivinar la violencia de los golpes que recibió.

Antes de desembarcar, el guineano se pregunta por el futuro. “Me gustaría ir a Alemania porque tengo una tía paterna allí. Me gustaría estudiar y trabajar. Pero, ¿me tratarán en Italia?”, pregunta con cara de preocupación.

Sentado frente a la pasarela que lleva al muelle, donde un minibús espera para llevar a los inmigrantes al ferry donde deben estar en cuarentena para evitar la propagación del covid-19, Mangana rompe a llorar de repente. Se limpia los ojos con la sudadera. Luego se dirige, en silencio y con pasos cortos, hacia el incierto futuro que le ofrece Europa.

Traducción: Mariola Moreno

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